La política exterior del nuevo gobierno de Colombia, y en particular con Estados Unidos y Venezuela, requiere de una plataforma de integración regional con solidaridad. Esa plataforma debe despojarse del sesgo de la izquierda de Unasur y del sesgo de centro derecha de Prosur, y superar las divisiones y las desconfianzas que ha sembrado la Organización de Estados Americanos (OEA).
La integración regional no puede volver a ser de un color político. Así no funciona. La OEA ha tomado una posición muy clara pero ineficiente frente a la crisis de Venezuela, que lamentablemente ha dividido a la región. La región no ve a la OEA como una plataforma desde la que se pueda cooperar.
Colombia y sus vecinos necesitan una plataforma de integración regional con consensos y con solidaridad, más allá del color político. Debería avanzarse rápidamente en esa dirección, pero es difícil cuando se toma partido frente a los asuntos internos de cada país.
¿Cómo puede constituirse una plataforma de integración regional si se tiene opinión y derecho de opinión sobre lo que pasa en El Salvador, Nicaragua, Venezuela o Brasil? Si la plataforma toma partido en los asuntos internos, ¿podría mantenerse más o menos coordinada y unificada?
Los gobiernos de América Latina tienen que pensar muy seriamente que se necesita respetar la soberanía y olvidar las diferencias políticas entre derecha e izquierda. Es urgente pensar en un nuevo tipo de plataforma de integración regional que, en todo caso, debe tener algo que decir sobre derechos humanos y los valores básicos de la vida en democracia. Eso es lo importante.
Elecciones y ataque al sistema electoral
El Internacional Crisis Group mira con mucha atención al presidente Jair Bolsonaro y su posible actuación en las elecciones de octubre próximo. Existe el peligro de que Bolsonaro represente el rol de Trump en las presidenciales que perdió frente a Joe Biden. Trump ha mostrado proclividad a la violencia física para mantenerse en el poder y alta dosis de narcisismo, esto es, incapacidad de visualizar el gobierno de Estados Unidos sin su liderazgo.
Como líder político, Bolsonaro tiene un ADN autoritario; odia a la izquierda globalista, representada por Lula; y tiene apoyos muy leales e incondicionales en las Fuerzas Armadas, en iglesias evangélicas, en grupos urbanos convencidos de la mano dura contra la criminalidad, y en los garimpeiros (mineros de piedras preciosas) y madereros. ¿Quiénes apoyan a Bolsonaro van a ceder el poder de nuevo a la izquierda de Lula y su cercanía con los defensores de derechos humanos, la inclusión y la diversidad?
Bolsonaro ha hablado pestes del sistema democrático y electoral de su país. Por ejemplo: ha acusado al Tribunal Supremo Electoral de tener una sala secreta desde la cual, supuestamente, los resultados electorales son manipulados. Ha dicho que el sistema electrónico de votación es una fuente de fraude. Lo dice, sin presentar evidencia. Es preocupante que ciertos elementos de las Fuerzas Armadas –que son muy poderosos en el Gobierno– parecen apoyar algunas de sus tesis.
Hoy no habría condiciones para un golpe de Estado con todo el aislamiento, las sanciones internacionales o protestas callejeras que puede conllevar. Pero lo que sí podría verse son llamados a los grupos de apoyo incondicional para que se tomen las calles, mientras inflama a sus bases desde las redes sociales y las prédicas en las iglesias evangélicas.
Protestas, movilizaciones y el rechazo al sistema electoral podríamos ver en Brasil, con un contexto parecido al de Donald Trump en Estados Unidos. Bolsonaro es un político con mucha verborrea e incendiario. No en vano ha estado en la política por tres décadas, incluso como antisistema. En algún momento apoyó la coalición parlamentaria a favor de Lula, es decir, es bastante pragmático.
En ese escenario, las elecciones de octubre pueden resultar en un proceso muy complicado. Si se polarizan mucho, Bolsonaro presiona el apoyo de los militares e intensifica sus ataques a las Cortes, la situación puede tornarse muy peligrosa.
Incertidumbre y crispación social
Ecuador acaba de pasar por un paro general de diecinueve días, herencia de una de las mayores expresiones del estallido regional que hubo en 2019 también en Chile, Colombia y Bolivia, por diferentes razones, en cada caso.
Ecuador tiene un enorme y poderosísimo movimiento social indígena que sufre y es muy vulnerable a las crisis económicas del país. Como otros vecinos de la región recibe aún el impacto de la pandemia, la inflación por aumento en los costos de los productos básicos, fertilizantes y combustibles. Es lo que ha dinamizado la protesta.
En Ecuador está arraigada la protesta por motivaciones socioeconómicas y la legitimidad de los presidentes ha sido cuestionada muchas veces. En la historia reciente del país ha habido cambios muy abruptos y con inestabilidad –con el largo periodo de Rafael Correa, de por medio–.
Hoy Ecuador tiene un movimiento social fuerte y un liderazgo poderoso que enfrenta a un presidente que representa, para muchos ciudadanos, a la oligarquía y a los empresarios. Ello explica el ambiente de crispación, en medio de la incapacidad para llegar a acuerdos duraderos, que puedan mitigar la intensidad de los conflictos, acompasados ahora por altos niveles de criminalidad violenta.
ICG carece de evidencia para confirmar o desvirtuar el supuesto nexo entre los liderazgos indígenas con carteles de narcotraficantes. No obstante, recuerda que desde 2019 ha sido una constante en la región atribuir la violencia a la infiltración o complicidad de agentes externos: pasó en Colombia, Venezuela, Chile y Cuba. Acusan a agentes extranjeros de aliarse con grupos criminales dentro del país (el complot clásico).
Ecuador sí ha registrado un notable aumento de la violencia homicida, en los últimos años. Lo han evidenciado las masacres internas en los penales, en el contexto de disputas por asegurar el control del narcotráfico y otras actividades criminales. Podría ser que haya interés de estos grupos por abrir espacios para el tráfico de drogas y otros delitos, generando inestabilidad y dificultando el control de las fuerzas de seguridad en ciertas zonas. En cualquier caso, las autoridades no pueden ni deben especular: les corresponde presentar pruebas.
Desde que asumió el poder, el presidente Guillermo Lasso ha mostrado cierto ensimismamiento con el propósito de imponer una agenda económica neoliberal, a favor de las élites nacionales. Y lo ha hecho en alianza con elementos de los movimientos sociales, que no están plenamente unificados y convergentes. Con recursos del Estado, el gobierno tiene como dividir esos movimientos a su favor.
División, sometimiento, desconexión e incapacidad
La división de la sociedad civil, como en otros países de América Latina, va de la mano con los intentos de los gobiernos de crear una sociedad civil a su imagen, plegable, obediente y que lo apoye. En cambio, los sectores independientes, los que cuestionan los criterios y decisiones del Gobierno, muchas veces se deja a un lado, se le ignora.
Esto último se ha visto con suficiencia en México y de manera extrema en Venezuela, país donde coexisten dos sociedades civiles: la sociedad opositora y la que apoya al Gobierno de la Revolución Bolivariana. En ese tipo de contexto lo que se espera de las organizaciones de la sociedad civil es que sean una zona de interacción entre todos los intereses, valores, libertades y aspiraciones.
El intento de reforma fiscal que presentó el gobierno de Colombia en 2021 y el estallido que exacerbó ilustra bien lo que acontece cuando hay de por medio negociaciones opacas entre diferentes grupos de interés al interior de la coalición gubernamental, sin ningún anclaje con las condiciones reales de las personas que sobreviven en condiciones difíciles.
La percepción de distanciamiento del gobierno con la población fue el detonante de la reacción de furia e indignación generalizada en la sociedad. No basta con que los gobiernos comuniquen mucho; se necesita capacidad para entender lo que está pasando en la sociedad, incluso para saber aprovecharlo electoralmente hasta cierto punto, pero, sobre todo, para saber responder a las necesidades.
En el caso de Colombia fue evidente que la capacidad de responder las necesidades se debilitó. Sería interesante para los historiadores indagar qué pasó con el presidente Iván Duque que tomó decisiones acertadas al comienzo de la pandemia y el gobernante que en 2021 parecía no entender lo que pasaba en las calles.
Hay gobiernos que al comienzo son muy activos e intentan responder a todas las demandas de la sociedad porque saben muy bien que en ese momento se construye legitimidad. El gobierno de Néstor Kirchner arrancó así, pero es claro que ni el suyo ni otros gobiernos pueden mantenerse apagando incendios por todas partes.
¿Qué pasará en Colombia con la euforia y las expectativas por un cambio de rumbo con la llegada al poder del Pacto Histórico, bajo el liderazgo de Gustavo Petro y la vicepresidenta Francia Márquez?