Solemne, coherente, incomprendido a veces. El hombre del arte robusto, el merodeador de los colores, el niño del pincel que aperturó su tremendo ciclo de creación en el error del trazo de una guitarra; el pintor de Medellín, el genio detrás de los 31 desnudos de bronce dorándose al sol en los Campos Elíseos, el emulador de rostros de ojitos pequeños, el hacedor del lúgubre Viacrucis, el amador de Pedrito; el colombiano al que, de niños, seguimos en folletos y enciclopedias del saber desde ciudades y comarcas... Botero, Fernando Botero, Fernando Botero Angulo, se murió como debe morirse todo gigante: inconmovible, feliz y viejo.
Nadie esculpió a Colombia, nadie le dio sentido a Medellín como Botero. No pocos eruditos, hurgando sus sombras y círculos, le han dado la razón al devenir de su arte. Nosotros, los simples, los hombres de carne y hueso, reconocemos su grandeza porque sí: porque el cálido beso de los novios a la sombra de las esculturas de la Plaza Botero, por las huellas de color que nos dejó en los blancos pasadizos del Museo de Antioquia o porque un día escuchamos que colonizó las calles de Nueva York. Entonces dijimos, para nuestros adentros: “¡Ufff! Qué colombiano”. Lo dijimos casi como un credo: tantas, tantas veces en que todos fuimos Botero.
Siempre amable, erudito detrás del tono paisa de su voz, esa voz que nos recuerda las charlas de sala de una casa de campo en Antioquia. Dijo, por ejemplo, que La Gioconda de da Vinci era un “monstruo”: “lo siento mucho, pero es deforme… es una figura que no puede existir en la vida real”.
¿Tendrá razón? Sí, sí si aceptamos que el arte, cuando quiere expresar un concepto, tiene que deformarlo. De sí mismo dijo, luego, que no hacía otra cosa que pintar, aunque de modo distinto, todo lo que los grandes del pincel ya habían pintado en el largo lienzo de la historia de la pintura universal.
De Botero, el profesor Daniel García escribió una vez que retrató la violencia, no con un exceso mediatizado sino con “una iconografía concisa que busca sus raíces en la historia de la pintura figurativa europea”.
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El filósofo belga Marcel Paquet, en cambio, nos insta a comprender la desproporción de sus formas no como una deformidad, sino como el “desgarrón por donde penetra la diferencia, para hacer presente lo impresentable”.
Y sí que hemos de brindar por ello: Botero es más que gordas. Colombia precisa comprender su arte, trascender el fetiche simplista de anonadarse con el trazo circular, esquivar los lugares comunes y dejarse lacerar por las esquirlas de la muerte y la nostalgia: el pesado ánimo de Los esmeralderos, el suspendido desastre del Terremoto en Popayán, la glacial desnudez de la mujer de El baño y el infernal secreto de su …diablo erótico.
Decir "paz en su tumba" es no decir mucho. Mejor decir: "paz para nosotros que ya no le veremos pintar ni aterrizar de golpe en Medellín; para nosotros que ya no oiremos el leve y siempre moderado color de sus palabras". No se le desea paz a quien ya la tiene. “Paz” es justamente aquello que configura el corazón de un artista cuando es capaz de mirar a su pueblo a los ojos, recitarle sus defectos y cincelarlos sobre roca para que no los olvide, para que los saboree, los mastique y los escupa.
Los cuadros de Botero son la radiografía de nuestra miseria y son también el bálsamo para las heridas; el rugido de la panza de una nación hambrienta y el pan que sacia su necesidad de grito.
Lo que viene, se presume: aparecerán los rituales necesarios. De entrada, ya fueron anunciados siete días de luto en Medellín, pero les seguirán un sinfín de encuentros populosos: exposiciones in memoria, festivales y foros en su honor. Vendrán murales, placas conmemorativas, protocolos de paño y corbata, aplausos, crónicas insípidas o acaso profundas en la televisión… todo aquello es necesario, es apenas un deber.
Es, de hecho, una obligación casi moral o patriótica, es una necesidad política el adueñarnos, aunque sea por pocos días, de su nombre, de su obra, de lo que dijo y no, de lo que pintó, de los silencios sobre el lienzo, de Colombia.
A todas estas, urge decir lo esencial: que Fernando Botero nació en 1932 en otra Medellín, que sus personajes orondos configuran una “forma expresiva divergente”, que de joven se embarcó hacia Europa desde el puerto de Buenaventura, que llegó a beber de Obregón, Pollock y Velásquez, que su obra fue catalogada como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional, que acabó por revelarse contra la pintura contemporánea, que con orgullo se sumergió en la bañera no apetecida del anacronismo, que tiene doctorados Honoris Causa y que hasta en el China Art Museum le hicieron venias exponiendo una monumental antología suya.
Entonces, solo nos queda declarar aquello que rompe la metafísica de la realidad: Botero no se va, ¡no! ¡No sé morirá nunca! Lo llevamos casi estampado en la galería de imágenes de nuestra memoria. Le veremos una y mil veces más, aunque sea en recuerdos, fotos o sueños, con sus anteojos redondos, con su dedito índice apuntando a sus cuadros, con su blanca barba de candado. Botero alumbra en sus “naturalezas muertas”, vive en la pasión de Cristo, existe en La Corrida, maúlla en las esculturas de sus gatos, grita desde la desnudez de Venus, nos provoca con la fertilidad de sus Naranjas.
Hoy, 15 de septiembre del 2023, Botero estará acaso cantando ya al lado de una sonriente muerte ataviada de esqueleto que se regocija tocando la guitarra.