Ai Weiwei parece bajar la voz en su primer aterrizaje en Colombia. Es apenas natural, con el esfuerzo que ha supuesto que la Galería La Cometa haya alzado su vuelo como nunca antes para traer un artista de semejantes proporciones (en el sentido más estricto y metafórico) en El Banquete del Emperador, una exposición de un formato mucho más reducido que las convencionales apariciones del artista chino, y que podría pasar, por ello, como apenas un aperitivo. Pero una vez inmerso en la exhibición, quien no haya oído nunca antes hablar de Weiwei, lo escuchará en su tono más fuerte. Quien no haya probado de sus platos, deberá educar su paladar para lo que se viene. No es gratuito ser uno de los artistas contemporáneos más audaces, incisivos e incómodos del planeta.
Se escuchará decir a Weiwei que el arte de Oriente y Occidente ha sido distinto: el occidental, con su mayor matiz religioso, y el de Oriente, una continuidad de lo que se ha hecho en el pasado, una forma de entender la artesanía y el material. Y que él se benefició de ambos. De la producción masiva de Occidente, licencia de los artistas modernos y contemporáneos, que hallaron en la reproducibilidad de la imagen toda su potencia, y derribaron límites, y se hicieron impensables. Y de la devoción por el pasado de Oriente, ese fervor asiático por aquello que existe hace miles y miles de años. La entrega absoluta al arte manual de moldear el barro en las llamas y hacerlo parecer reciente. A la porcelana.
Y en la tensión constante entre lo uno y lo otro es que se detiene Weiwei para decir: “Aquí estoy yo, y este es mi lugar, y lo visitaré una y otra vez hasta que me canse”. Pero resulta que no se cansa nunca. Porque la obra favorita del chino no es ninguna de las que ya creó, sino en la que está trabajando. Poco le interesa el pretérito en esta circunstancia: él prefiere el gerundio. Destroza la grandilocuencia de sus obras para concentrarse en la que sigue. Y poco le importan otros artistas. Le importa él.
Este banquete que propone no está hecho para empalagar ni atiborrar a nadie. Fue cocinado bajo el fuego que él bien conoce, que raciona con la fórmula que domina, y sobre la que está cimentada toda su obra: la tensión entre Oriente y Occidente, lo sacro y lo pagano, lo milenario y lo contemporáneo. Es más bien una frugalidad sugerente, no evidente. No golpea de un tajo, sino que gotea, y luego se rompe sin más cuando el artista chino queda expuesto en todas sus dimensiones. Porque solo puede entenderse este Weiwei de sobremesa cuando se le conoce bien, cuando se percibe la comunión entre fondo y forma que propone, y cuando esa sutileza aparentemente inofensiva, con una carga emocional gigantesca, revienta en la cara y hace estragos en el cuerpo como el chocolate caliente que descompone de un momento a otro sin verlo venir. Como la poesía que lo sedujo, el camino que abonó la relación con su padre, el que lo acercó a un nivel de intimidad imposible en sus encuentros, en la cotidianidad, cuando se miraban frente a frente en una mesa alumbrada por una lámpara de keroseno que creó el Weiwei de ocho años.
Ni el rigor de esos años bajo el régimen de Mao Tse-Tung en Little Siberia (una región a la que fueron exiliados en el extremo noreste de China), ni la crudeza de la nieve que todo lo cubría, ni el sentimiento de perderlo todo sin un argumento real los unió tanto. Fue la poesía de su padre, que Weiwei revisita en sus memorias (1000 años de alegrías y penas, Debate) para encontrarlo, la que hoy los hermana profundamente, y la que le ha regalado una visión del mundo tan feroz como sensible.
Así puede usar poesía tradicional china, diseccionar sus versos y volverlos a levantar en forma de muros de colores, con cientos de miles de ladrillos en miniatura, como si fuera una versión a escala urbana de la Gran Muralla China, producida -con todo lo que implica esa palabra- a base de Legos que extrapola del más arraigado espíritu de Occidente, rendido a la fabricación en masa que ha terminado por socavar la manualidad. Y como la misma China actual, que revela el origen de los productos industrializados en etiquetas estampadas con su ‘Made in’. Weiwei hermana profundamente un extremo y otro, los sienta en la misma mesa, y los bocados que se alcanzan a probar tienen todos el mismo propósito: tocar la fibra incómoda de la coincidencia.
Weiwei introduce la poesía ancestral de su país y sus personajes y los levanta en el clásico formato bidimensional. El dragón, el perro, el gallo, la serpiente, la cabra, el cerdo, la rata, el búfalo, el tigre, el conejo, el caballo y el mono estallan en secuencias cromáticas que suenan más a pop art que a herencia milenaria. La leyenda china que ubica a los doce animales, en su orden astrológico, según su brillo zodiacal, como elementos celestiales convocados por el emperador a un suntuoso banquete de energías cósmicas, se torna pagana y americana en una performance que parece borrar el rastro antiguo y le abre la puerta al beat de lo contemporáneo, con su frenesí y su aparente superficialidad. Aquí, la poesía es testigo y vestigio. Es lo que queda de lo que hubo.
Es cierto que a Colombia no ha llegado el Weiwei más electrizante, el que sacude todo con sus instalaciones de gran formato, con sus altisonantes declaraciones de lo antinatural. Aquí ha desempacado su versión más discreta, que en lugar de empalar cabezas de estos animales en museos y espacios públicos, como lo hizo con Círculo de los animales/Cabezas del zodiaco, les quita volumen, aunque siga echando mano de lo tridimensional. Aligera el peso de las figuras con fauces abiertas y expresiones que son difíciles de olvidar para transferir toda esa fuerza al color que se derrama de los cuadros, y a una simbiosis que debe digerirse en su totalidad para poder salir saciado de este banquete. El emperador Weiwei ha hablado. Sírvase usted.