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Julio Flórez, el gran poeta romántico

El recuerdo de una de nuestras glorias poéticas, a propósito del centenario de su fallecimiento que se conmemora este 7 de febrero.
Poetas colombianos: Julio Floréz, el gran romántico
Foto: Casa de Poesía Silva
Ana María Lara

Para no ser los esclavos martirizados del tiempo, embriáguense, embriáguense sin cesar, con vino, poesía o virtud, a su antojo.

Baudelaire

Los poetas no suelen ser tan conocidos por amplias capas de la sociedad, pero Julio Flórez (1867-1923) fue aclamado hasta en la calle, en Bogotá y también en las provincias, por un pueblo que se sabía de memoria algunos de sus poemas y los cantaba. Su rostro de grandes ojos y bigote poblado, su porte y su indumentaria: un largo abrigo y un sombrero de fieltro rojo, eran singulares y se destacaban en el gris de una ciudad aún pequeña, conservadora y pacata. ¿Cómo llegó Julio a ser semejante personaje?

Nacido en Chiquinquirá en una familia acomodada -su padre era médico y fue presidente del Estado soberano de Boyacá, gran lector y admirador del escritor francés Víctor Hugo- Julio y sus hermanos fueron educados en un colegio religioso, pero desde muy niños leían mucha literatura. Julio entró al Colegio de Nuestra Señora del Rosario para seguir estudios de Letras, pero pronto los suspendió y se dedicó a compartir con otros escritores en un ambiente bohemio. En 1893 salió su primer libro titulado ‘Horas’.

En plena guerra de los Mil días, cuando el toque de queda regulaba la pobre y silenciosa vida urbana, con otros poetas y el mecenazgo del médico Rafael Espinosa, Flórez fundó la Gruta Simbólica, una tertulia que reunía gente muy diversa en sus ideas políticas y literarias, pero que tenían en común la intención de renovar la literatura. El modernismo y el simbolismo entraban con fuerza y daban lugar a acalorados debates entre los poetas.

En las sesiones de la Gruta, que se desarrollaban en la casa de Rafael Espinosa, o en tabernas y cafés clandestinos que desafiaban el represivo orden conservador, todos declamaban poemas, pero también había lugar para el humor, las coplas y los chistes, en medio de tremendas libaciones de toda clase de licores. Terminaban a veces las reuniones en el cementerio Central de Bogotá, por lo que Flórez y sus contertulios fueron tachados de impíos, apóstatas, sacrílegos y necrofílicos. La Gruta duró tres años (1900-1903).

Flórez se mantuvo en el romanticismo, en la nostalgia, en el amor a la tierra, en el entorno de la muerte: perdió a uno de sus hermanos, muy cercano, a su padre y a dos de sus amigos poetas que se suicidaron: Candelario Obeso, el gran poeta de la afrocolombianidad, en 1884, y José Asunción Silva en 1896.

En el sepelio de Obeso, Flórez hizo su primera declamación en público. Por otra parte, estaba en un país afligido por constantes guerras y gobernado por un conservatismo cerrado y represor. Flórez era liberal y lo muestra en sus escritos, lo que le valió una persecución política que terminó en su salida del país; partió a Caracas, Venezuela, en 1905 para seguir a Centroamérica y México, donde sus recitales de poesía convocaron nutridos públicos. Es la época de ‘Cardos y Lirios’, ‘Manojo de Zarzos’, ‘Cesta de lotos’, todos ellos textos publicados en el exterior.

En 1907 viajó a España, nombrado por el gobierno de Reyes en la Legación (embajada) de Colombia. Continuó escribiendo y presentándose en recitales. Publicó ‘Fronda Lírica’ y ‘Gotas de ajenjo’. Regresó a Colombia en 1909, hizo un recital de poesía en Barranquilla y se fue para un pueblo del Atlántico, Usiacurí, de aguas termales renombradas, para curar terribles dolencias, pero se sintió a gusto en este ambiente natural, se enamoró de una joven lugareña, Petrona Moreno, con la que se fue a compartir una vida sencilla, en una casa modesta rodeada de jardines que hoy es casa-museo.

Tuvo cinco hijos. Siguió escribiendo y publicó ‘De pie los muertos’, sobre la Primera Guerra Mundial, y su última obra ‘Oro y Ébano’ fue publicada en 1943, como edición póstuma.

Al final de su vida, ya muy enfermo, decidió casarse con Petrona y bautizar a sus hijos para que no fueran tildados de bastardos. En enero de 1923, pocos días antes de su muerte, recibió una hermosa sorpresa: fue coronado como poeta nacional, el ‘gran poeta de la Patria’ por el gobierno de Pedro Nel Ospina.

Además de las autoridades, a la ceremonia acudieron en masa pobladores de toda la región para rendir homenaje al poeta, cuyo rostro estaba deformado por la enfermedad, probablemente un cáncer que también lo tenía sin voz. Murió el 7 de febrero de aquel año, pero quedó en la memoria de mucha gente del común. Esta fama también creció gracias a la musicalidad del poeta, quien, en vida les puso melodías a algunas de sus poesías.

‘Mis flores negras’ es el ejemplo de aquella poderosa combinación: un maravilloso texto que podía ser cantado. Por mucho tiempo se discutió acerca de la autoría de la melodía para ese poema. Algunos de los documentos más informados que se han escrito sobre músicas colombianas, tanto el de Jorge Añez (Canciones y recuerdos, 1951) como los de Hernán Restrepo Duque (Lo que cuentan las canciones, 1971, y La gran crónica de Julio Flórez, 1972) coinciden en que el propio Flórez fue quien le puso la música, ya que él mismo era intérprete de algunos instrumentos.

La música del pasillo ‘Mis flores negras’ ha sido motivo de nutridas discusiones entre musicólogos. Lo cierto es que desde que se oyó por primera vez ha sido central en el repertorio de la música colombiana. Hasta el presente hace parte de las serenatas. El propio Carlos Gardel la cantó, haciéndola así más popular. De igual recordación son muchas otras piezas poéticas como ‘Todo nos llega tarde’ o ‘Tú no sabes amar’.

Mis flores negras

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,

en el fondo de ésta alma que ya no alegras,

entre polvo de ensueños y de ilusiones

brotan entumecidas mis flores negras.

 

Ellas son mis dolores, capullos hechos

los intensos dolores que en mis entrañas

sepultan sus raíces cual los helechos,

en las húmedas grietas de las montañas.

 

Ellas son tus desdenes y tus rigores;

son tus pérfidas frases y tus desvíos;

son tus besos vibrantes y abrasadores

en pétalos tornados, negros y fríos.

 

Ellas son el recuerdo de aquellas horas

en que presa en mis brazos te adormecías,

mientras yo suspiraba por las auroras

de tus ojos... auroras que no eran mías.

 

Ellas son mis gemidos y mis reproches

ocultos en esta alma que ya no alegras;

son por eso tan negras como las noches

de los gélidos polos... mis flores negras.

 

Guarda, pues, este triste, débil manojo

que te ofrezco de aquellas flores sombrías;

Guárdalo; nada temas: es un despojo

del jardín de mis hondas melancolías.

 

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