La poesía anida en la trama más íntima de nuestras emociones. Solo es necesario leer atentamente y con tiempo para conseguir entrar en un universo hecho de palabras infinitas con las que descifrar tanto el mundo que nos rodea como el que nos habita. Un oasis de libertad y de encuentro con nosotros mismos, alejados de redes y algoritmos que rastrean nuestros pasos y predicen nuestros gustos.
Este texto pretende contagiar la experiencia del asombro y del deslumbramiento que la poesía puede suscitar en quien a ella se arrima. Por ello, mucho de lo que aquí encontrará son palabras tomadas en préstamo, un contrabando de versos forjados por quienes poseen el don de darle a los sentimientos forma precisa sobre el papel.
El poema como lenguaje
La palabra poesía procede del verbo griego poiéo y significa “hacer”. Esto parece contradecir la idea generalizada de la poesía como algo carente de utilidad práctica. Luis Alberto de Cuenca define al poeta como “un hacedor full time, un tipo que se pasa la vida recreando el mundo […] trayéndolo al redil de las palabras, que es donde habita el microcosmos que somos”. Alumbrar palabras equivale a reinventar incesantemente la realidad, tarea infinita que depende del deseo de los lectores “de querer que sea nuevo el viejo mundo”, en palabras del poeta Javier García Rodríguez.
Por eso hay poetas-hacedores como Seamus Heaney, que quiso honrar con su trabajo la memoria de quienes, como su padre y su abuelo, cultivaron su Irlanda natal. En su célebre poema “Cavando”, Heaney descubre que la pluma es el único utensilio del que dispone para sembrar el recuerdo de la tierra fecundada y alimentar literariamente el porvenir de las cosechas:
Pero no tengo un azadón para seguir a hombres como ellos.
Entre mis dedos índice y pulgar
la rechoncha pluma tantea.
Con ella cavaré.
La poesía puede también perfilarse como un faro en el horizonte brumoso de nuestra existencia. Así se ve en el poema 254 de Emily Dickinson:
“La esperanza” es esa cosa con plumas
que se posa en el alma
y canta una canción sin letra
y nunca, nunca se calla.
El poema como declaración de amor
A veces, la poesía puede ser muy tozuda y el silencio bullicioso que se acurruca en los cajones de autores inéditos se desborda y descubre poemas que trascienden el paso del tiempo. Lucrecia Hernández publicó su primer poemario a los 81 años, aunque podríamos invertir los dígitos de esta cifra porque sus versos juveniles evocan la intensidad de quien escribe un primer poema de amor:
Muérdeme otra vez, viento
y perfila en mi boca, con tus dedos
de arena, con tus dedos de tiempo,
los besos olvidados, perdidos, añorados.
La misma pasión arrebatada que late en tantos poemas amorosos nutre la exuberancia argumentativa de muchos versos de Luis Cernuda, llegando a desafiar y a subvertir la lógica más elemental de un modo en que solo la poesía es capaz de plasmar:
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
El poema como alegría
La poesía no solo transita por la geografía íntima de los enamorados. Es camaleónica y diversa y sabe también entonar el canto de la celebración vitalista del yo. En el “Canto de mí mismo”, Walt Whitman celebra el acto puro de existir, descubre la épica que brota de lo cotidiano e invita a compartir ese goce con él:
Yo me celebro y me canto,
Y cuanto hago mío será tuyo también
Porque no hay átomo en mí que no te pertenezca.
De un gozo menos expansivo y grandilocuente participa la poesía delicada e íntima de la canadiense Rupi Kaur :
enamórate
de
tu soledad
El poema pequeño y grande
Muchas son, pues, las propiedades de la poesía, siempre mutantes e inabarcables. Puede enseñarnos a leer lo grande en lo pequeño, ver, como diría William Blake, “un mundo en un grano de arena” y “sostener lo infinito en la palma de la mano”.
En un fragmento de “Enemigo”, uno de los poemas que componen Final de Jorge Guillén, el poeta enunciaba su hostilidad hacia todo aquello que nos minimiza con estas rotundas palabras:
– ¿Tiene usted enemigos?
– Uno solo:
El que me simplifica.
La poesía se halla en las antípodas de todo lo que empequeñece y reduce porque, justamente, posee una firme vocación de nombrar, narrar y ensanchar la paleta de emociones que habita en nuestro interior. Así, las palabras que desfilan por un poema iluminan fugazmente la oscuridad que nos rodea y provocan que nos observemos en ese breve lapso de tiempo. En ese empeño por sondear lo desconocido y reconocerse en el acto creativo encuentra Heaney el motor de su oficio: “Rimo para verme a mí mismo arrancar ecos a la oscuridad”.
El final de este periplo poético concluye en la “Ítaca” de C. P. Cavafis, patria de Ulises y metáfora primigenia de todos los viajes posibles que podemos emprender.
Parafraseando a Cavafis, le invito y animo a que se embarque en esta aventura como si de un viaje se tratara. Una vez haya constatado, como afirma Cavafis en su célebre poema, que “Ítaca le ha dado el viaje hermoso”, puedo garantizar que sabrá apreciar la ganancia verdadera de ese viaje interior a través de ese mar de palabras que es la poesía.