Cuatro siglos después de su irrupción en el teatro, hoy todavía las obras de Molière (1622-1673) son objeto de representaciones en el mundo entero, como si sus enseñanzas, su gracia y su humor fueran capaces de traspasar el tiempo y la geografía, en una suerte de eternidad. ¿A qué se debe esta permanencia aplaudida por los más diversos públicos? ¿Por qué ‘El Avaro’ o ‘El Tartufo’ nos llegan al alma?
El teatro, desde la antigüedad griega y romana, fue el espectáculo por excelencia, hasta que en el siglo XX aparecieron el cine y luego la televisión. En Grecia nació la tragedia y luego, como un género menor, la comedia. Con la predominancia posterior del cristianismo, y hasta finales del siglo XVII, el teatro se encontró con la reacción de la Iglesia, que lo tachaba de inmoral, llegando a excomulgar a los autores y a los actores. Pero no pudo evitar en el Renacimiento italiano el éxito de la commedia dell´arte, suerte de farsa con música, danza y acrobacias que sería la primera inspiración de Molière.
Nacido en 1622 en una familia acomodada, su padre era tapicero proveedor de la Casa Real. Molière se educó en un colegio jesuita donde se familiarizó con las humanidades. Además, desde muy niño su abuelo solía llevarlo a ver obras de teatro. Sin embargo, tuvo que estudiar derecho, era la norma para los jóvenes burgueses, pero su vocación, su ilusión era el teatro. Y tuvo la suerte de entablar amistad con los familia Béjart, reconocida familia de actores.
Con Madeleine Béjart, actriz admirada ( recordemos que hasta entrado el siglo XVII las mujeres no podían ser actrices) crea el Ilustre Teatro, tomando el seudónimo de Molière. Deberán desplazarse a las provincias de Francia porque en París ya colmaban la demanda de teatro otros grupos. Fueron 14 de años de giras con relativos éxitos representando tragedias, y con serias dificultades financieras.
De regreso a la capital en 1658, Molière inicia la escritura de comedias y pronto se beneficia del apoyo del rey Luis XIV, el llamado Rey Sol, que proclamaba: El Estado soy yo. En una Francia donde casi el 90% de la población era campesina y muy pobre, en el palacio de Versalles pasaban su vida los nobles, despreocupados de la sociedad y dedicados esencialmente a toda case de placeres: el juego, la música, el baile, las intrigas amorosas, etc.
El rey se jactaba de sus grandes obras arquitectónicas y era amante de todas las artes, con una especial inclinación por la música, el ballet y el teatro. Para complacerlo, Molière escribe también comedias-ballets donde la música, las canciones y la danza eran prólogos a las comedias.
La inventiva de Molière, su humor para criticar a la sociedad y su talento de actor encantaron al rey que, incluso, aplaudió El Tartufo (sátira sobre los falsos devotos), provocando la reacción airada de la Iglesia que exigió el retiro de la obra. Autocensurándose, Molière hizo una segunda versión, menos incisiva que la primera y, sin detenerse, siguió escribiendo comedias, a cuál más aplaudidas por un variopinto público que se deleitó con sus denuncias sobre la doble moral. Molière comentaba “la hipocresía es un vicio que está de moda, y todos los vicios de moda son vistos como virtudes”.
Con su obra ridiculizó con maestría las poses afectadas y caracterizó personajes con los defectos y los vicios anclados en la sociedad, llegando con ello a prototipos inolvidables como El Avaro, el Tartufo o Don Juan, también censurada. Criticó a los médicos que hacen fortunas con sus pacientes crédulos pero no los curan: “Casi todos los hombres mueren de sus remedios y no de sus enfermedades”. Molière decía que su objetivo era: “Corregir los vicios de los hombres divirtiéndolos”. Fue más allá, reivindicó la libertad de enamorarse de la mujer, en una sociedad en la que solamente el hombre tomaba decisiones sobre la vida privada.
En cuanto a la actuación, les pidió a sus actores que evitaran declamar, no quería grandilocuencia en el escenario, buscaba cercanía con personajes y lenguajes cotidianos. El de Molière es un trabajo cómico verbal, visual y gestual que expresa situaciones sorpresivas, malentendidos graciosos que hacen estallar las risas del público. Molière sufría desde 1665 de una enfermedad pulmonar. En 1673, en la cuarta presentación de El enfermo imaginario, donde era el actor principal, se desvaneció en el escenario.
Al poco tiempo, el 17 de febrero, falleció en su casa, teniendo un entierro casi clandestino por ser comediante. En 1817 se llevaron sus restos al famoso cementerio Père Lachaise donde reposan muchos de los grandes artistas del mundo. Con su fama siempre en alto, Molière se hizo de merecedor de que se hable de la lengua francesa como “la lengua de Molière”.