El verde es envolvente y copa todo. La sensación más fuerte al visitar Luriza, la primera zona de reserva declarada en el Atlántico, es la de haber llegado por primera vez, aunque se le haya visitado en diversas ocasiones: ¡siempre hay algo nuevo por descubrir!
Juan José Colina, de 62 años, es descendiente de la etnia mokaná, que los españoles descubrieron al llegar a estas tierras. Sus miembros ocuparon vastas zonas del Atlántico y los nombres de por lo menos cinco municipios corresponden a ellos: Tubará, Malambo, Galapa, Piojó y Usiacurí, donde se encuentra la reserva.
Nacido y criado en estas tierras, desde pequeño le fue inculcado el respeto a las tradiciones y el valor del trabajo, que incluía el aprender a cazar. Es por eso que desarrolló una habilidad notable para rastrear conejos, tigrillos y armadillos que merodeaban los alrededores. Años después, cuando se vio en peligro por la mordedura de una serpiente supo que detrás del dolor había un llamado de la naturaleza.
“Tenía que cambiar, dejar de hacerle daño a los animales. Entendí que estaba haciendo las cosas mal, destruyendo este bosque que tanto quiero y a los animalitos que viven en él. Desde entonces me convertí en guía”, narra.
Por entre enramadas y caminos humedecidos por la lluvia, Juan José sigue en busca de los troncos marcados con rasguños de tigrillos, de las madrigueras de los conejos y de los armadillos, pero ya no con fines de caza sino de enseñar a los turistas.
En ese proceso, se ha dado cuenta de que no sabía tanto como creía sobre Luriza. “El nombre viene de una palabra mokaná usada para referirse a los lugares especiales. Antes yo conocía el bosque como cazador; ahora que soy guía he aprendido más porque me dedico a cuidar y enseñar con el ejemplo. Siento que estoy más ligado a este lugar”, asegura.
Con una extensión de 470.000 hectáreas, en Luriza es fácil perderse sin la ayuda de un guía. Como Juan José hay otros que se han formado para desempeñar esa profesión, entre ellos varios jóvenes moldeados por las enseñanzas de los más veteranos.
Además de los estudiantes de colegio y de investigadores con intereses diversos, los turistas que más llegan a Luriza lo hacen atraídos por su potencial para el avistamiento de aves. A falta de datos concretos, el guía barranquillero Enrique Mazó, de 35 años, afirma que en la reserva ha logrado detectar 250 especies de ellas, una cifra tentadora para las redes de personas interesadas en la materia.
Mazó es publicista, experto en supervivencia y primeros auxilios. Pero cuando conoció a Juan José Colina, a quien cataloga como su maestro: “fue como volver al kinder. Con él vi que cuidar de la naturaleza tenía un significado más profundo, que es el asegurarnos de que quienes van llegando encuentren todo esto en igual o mejor estado que yo. Ese es uno de los propósitos de mi vida y lo aprendí con él”.
Su ritual de iniciación fue básico y sigue siendo el mismo para todos a pesar de los años: al entrar a Luriza, a 6 kilómetros del casco urbano del municipio de Usiacurí, despojarse todo y quedarse solo con la ropa puesta para saludar al “abuelo”, un árbol colosal y centenario que, según los lugareños, vigila la entrada. Luego de abrazarlo y permitir que las energías negativas sean eliminadas, la persona está lista para adentrarse en el bosque.
Gran parte de la reserva está atravesada por el cauce de un arroyo que baja de la parte alta en épocas de lluvias, arrasando con todo a su paso. A un costado, un muro de piedra gotea agua cristalina a través del musgo y basta solo apoyar la mano allí para sentir que el fresco que emana de allí se torna envolvente. El silencio impera hasta que un grupo de monos aulladores irrumpe. Rosaura Rizzo, docente y guía profesional, les atribuye a esos primates la capacidad de predecir la lluvia. “Ayer los escuché aullando diferente y preciso se mandó un aguacero de padre y señor”, dice. Esta especie solo habita en el bosque seco tropical.
Al igual que pasa con las aves, no hay cifras oficiales sobre la población de monos aulladores en Luriza. Con base en su experiencia, Rosaura Rizzo asegura que hay unos 80 ejemplares. Y Enrique Mazó recuerda que, además de la caza, la tala de árboles y los incendios forestales son las principales amenazas para que esta especie prospere. Los dos primeros han sido erradicados de la reserva, mientras que para el último, que depende en gran medida del azar y de la mano humana, su riesgo intenta minimizarse tanto como sea posible.
De hecho, Enrique Mazó dedica gran parte de sus charlas a advertir que una colilla de cigarrillo, una fogata o un pedazo de vidrio pueden ser factores desencadenantes. “Parece una obviedad, pero mucha gente no sabe los riesgos que tiene una simple botella de vidrio expuesta al sol. En las visitas guiadas insistimos en que objetos así no deben estar en el bosque”, asegura.
La duración del recorrido depende de la capacidad física del turista. El trayecto más largo ronda los 10 kilómetros e incluye senderos empinados y resbalosos que dificultan la travesía. También hay uno de entre 2 o 3 kilómetros que es el preferido de los niños. Sin importar si el tramo es corto o largo, los guías coinciden en que se trata de una experiencia que todos deberían permitirse vivir.