En un mundo donde los efectos del cambio climático ya son palpables, la protección de la biodiversidad se ha convertido en una prioridad global, y este día nos recuerda que la guerra, lejos de ser un fenómeno aislado, impacta de manera directa e irreversible los recursos naturales y el equilibrio ecológico.
En países como Colombia, donde el conflicto armado interno ha perdurado por más de cinco décadas, la devastación medioambiental ha sido una de las consecuencias más trágicas e invisibles de la violencia. La guerra ha dejado huellas profundas en los ecosistemas, afectando vastas áreas de bosques, ríos y suelos. La deforestación, impulsada por el uso del territorio para la lucha armada, el cultivo de coca y la minería ilegal, ha acelerado la pérdida de biodiversidad en zonas clave del país, como la Amazonía colombiana, considerada uno de los pulmones del planeta.
Según un informe del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, más de 2,5 millones de hectáreas de bosques se han perdido en Colombia entre 2000 y 2020, en gran parte debido a las actividades vinculadas al conflicto. En particular, la expansión de cultivos ilegales de coca y la minería ilegal —principalmente realizada por grupos insurgentes— ha provocado un daño ambiental significativo, desde la contaminación de fuentes hídricas hasta la degradación de los suelos. La minería de oro, por ejemplo, ha generado grandes cantidades de mercurio, el cual contamina ríos y afecta tanto a la fauna como a las comunidades humanas.
La relación entre el conflicto armado y el ambiente en Colombia se refleja también en la presencia de grupos armados que han utilizado el territorio para actividades ilícitas. En muchos casos, las confrontaciones bélicas han destruido hábitats naturales, mientras que las minas antipersonal han dejado regiones enteras inaccesibles, impidiendo la recuperación ambiental. En este contexto, la paz y la protección ambiental deben ir de la mano, ya que la construcción de la paz en Colombia también incluye la restauración de sus ecosistemas.
Es crucial recordar que la protección del ambiente en tiempos de conflicto está reconocida por el derecho internacional. La Convención sobre la Prohibición del Uso de Armas en Conflictos Armados (protocolo I de 1977) y las resoluciones de la ONU, como la 47/37, instan a los países a tomar medidas para evitar el daño al medio ambiente durante las hostilidades.
En el caso de Colombia, aunque el Acuerdo de Paz de 2016 con las Farc abrió una oportunidad para restaurar la paz y la gobernanza en las regiones afectadas, la explotación del ambiente sigue siendo un desafío persistente, especialmente en las áreas donde persisten actividades ilícitas y grupos armados.
Este día es una oportunidad para que los gobiernos, las organizaciones internacionales y la sociedad civil se unan en un esfuerzo colectivo por reducir los impactos ecológicos de los conflictos armados. Debemos reconocer que la paz no solo se construye con acuerdos políticos, sino también con un compromiso firme hacia la preservación de la naturaleza y el respeto por los recursos naturales como patrimonio común de toda la humanidad.
En tiempos donde la crisis climática es una amenaza cada vez más urgente, es fundamental que el derecho a un medio ambiente sano sea considerado parte integral de los derechos humanos. La guerra y la destrucción del medio ambiente son incompatibles con un futuro sostenible, y es responsabilidad de todos exigir un cambio.
Hoy más que nunca, debemos abogar por un mundo donde los conflictos se resuelvan sin sacrificar la salud del planeta. En Colombia, este esfuerzo es crucial pues el país enfrenta la doble carga de reconstruir su tejido social y ecológico, mientras lucha por un futuro más verde y pacífico para sus ciudadanos y el planeta.