Por: Ana María Lara
La magia del pasado parece infinita cuando se recorre el centro histórico de La Candelaria. Por sus estrechas calles, que están entre el Eje ambiental y la Avenida de los Comuneros, y la Carrera Décima y la Avenida Circunvalar, se cuentan infinidad de historias y hay, a la vista y ocultos, rastros de nuestro pasado colonial e, incluso, de etapas previas. Esos rastros se mezclan con un presente que va a toda velocidad, pero que se detiene para apreciar y hacer memoria.
La Candelaria es un lugar de visita obligado. De pocas alamedas y más bien de calles estrechas, pareciera proponer recorridos diversos, afines a los intereses y gustos de quienes la recorren.
La Colonia se caracterizó por poner en el centro de las instituciones a la Iglesia. De allí que en La Candelaria se encuentren no pocos templos. La lista es larga y el recorrido fascinante. Abriendo el camino se encuentra la Iglesia de las Aguas y su convento contiguo, construidos en varias etapas, desde la mitad del siglo XVII para alojar a los curas dominicos; durante la epidemia de viruela de 1802, que tanto miedo suscitó entre los santafereños, el convento se convirtió en un hospital para la atención de los enfermos; más tarde, durante la campaña libertadora pasó a cumplir el papel de hospital militar.
Pocas cuadras más abajo, sobre uno de los costados de la Universidad de El Rosario, se encuentra la iglesia de la Bordadita, que tiene una bella fachada y, además, en su interior contiene un interesante tesoro, el monumento funerario al científico José Celestino Mutis, artífice de la Expedición Botánica. Esa capilla, hace parte del conjunto arquitectónico de la Universidad del Rosario, uno de los primeros centros de formación superior que surgió en la Colonia. Previamente había sido creada la Pontificia Universidad Javeriana, ubicada en el actual Museo Colonial, que antes de ser museo, fue la primera sede del Congreso de la República.
A pocos metros sobre la séptima, otro conjunto de templos hace parte del recorrido, destacándose la iglesia de la Veracruz, aquella que recibió e inhumó los restos de muchos de los patriotas fusilados por órdenes del pacificador Pablo Morillo. Si se continúa el camino hacia el suroriente, frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango sobre el costado occidental, entre ventas de buñuelos, cafeterías y servicios de papelería es posible encontrar la casa de los hermanos Galavís, aquellos que protagonizaron el famoso incidente del ‘Florero de Llorente’. Justo a la vuelta se encuentra la Casa Museo 20 de julio y la bella plaza de Bolívar enmarcada por las construcciones que son sede del poder político.
Pero además de los templos, la Candelaria tiene otras señales. La vida republicana de finales del siglo XIX y principios del XX vio construir dos interesantes centros de comercio: el Pasaje Rivas y el Pasaje Hernández. Ambos, abajo de la Carrera Séptima. El primero le da espacio a objetos, decoración y utensilios artesanales y campesinos y, el segundo, a algunos restaurantes de comida corriente y a almacenes de ropa. Recorrerlos es la oportunidad de encontrar la riqueza de lo sencillo, de lo que nos une a unas generaciones anteriores pero próximas.
De los agitados años treinta en adelante hay interesantes huellas en La Candelaria. La sede principal del Banco de la República es un imponente edificio que se construyó en los años cincuenta tras la demolición del Hotel Granada, cuyo momento de fama había iniciado dos décadas atrás por tener un magnífico salón de baile que les dio brillo a grandes artistas, entre ellos, a Lucho Bermúdez. El porro Pachito E'ché fue creado por el gran Alex Tovar en honor al gerente de ese hotel, Francisco Echeverry.
Es interminable la lista de lugares para conocer y reconocer en La Candelaria: sus teatros; la antigua sede del Jockey Club, que en la Colonia fue el lugar de reunión de la tertulia masónica de don Antonio Nariño, el traductor de los Derechos de Hombre; las casas que habitaron algunos virreyes y precursores, la sede de la famosa tertulia de Manuelita Sáenz; las bibliotecas y auditorios, las universidades y, naturalmente, una a una, las calles que llevan sus nombres en placas: Calle de cara de Perro, Calle de la Fatiga, entre muchas otras. Caminar La Candelaria nos conecta con el pasado y nos lleva a poco a reconocer fragmentos de lo que somos.