Por: Richard Hernández.
El antiguo barrio Fábrica de Loza, ubicado en una ladera cercana a los cerros orientales en la localidad de Santa Fe, encierra una historia desconocida para la mayoría de bogotanos como los laberintos de sus calles.
El barrio nació en los escombros de la primera fábrica de platos, tazas y vajillas. “En 1832 se fundó la sociedad de la industria bogotana para montar una fábrica de loza fina. Cuando el edificio estaba casi listo, se incendió en la noche del 22 de julio de 1834 y esto demoró un poco que empezará a funcionar”, señala Pedro Ibáñez en ‘Crónicas de Bogotá’, una obra publicada en 1951.
La fábrica de loza funcionó sin interrupciones hasta 1845. Luego la compró Nicolás Leyva quien la tuvo a su cargo hasta 1887. Cuando Leyva murió, la fábrica fue abandonada. En ese momento pasó a manos de los trabajadores, quienes con el tiempo la convirtieron en vivienda.
“Los abuelos de mi mamá, Gervasio Mora y Rosario Tejeiro, llegaron de Soacha a Bogotá a trabajar en la fábrica. Allí les tocaba amasar barro y cargar agua. Mi abuela, quien había nacido en ese lugar, le dejó a mi madre Blanca Lilia una de las piezas que los dueños de la fábrica les tenían a los jornaleros”, cuenta Luis Alberto Tovar, presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio Fábrica de Loza.
Con el paso del tiempo los trabajadores adoptaron esos cuartos hasta convertirlos en pequeñas viviendas, por donde han pasado varias generaciones de los antiguos trabajadores.
La deteriorada estructura física de la fábrica permaneció en pie hasta cuando el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) hizo la avenida de Los Comuneros. Esto a pesar de que el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural consideraba el predio como patrimonio cultural de la ciudad.
El recuerdo del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán también sobrevive en el barrio. En 1936 cuando Gaitán era alcalde de Bogotá, fundó unos lavaderos comunitarios en este sector.
“Viendo el esfuerzo de las mujeres que lavaban de rodillas la ropa en la quebrada San Juanito, Gaitán le propuso al dueño de esos terrenos, el señor Ronderos, que se los vendiera. El propietario no solo aceptó, sino que se los regaló al alcalde”, comenta Tovar, y luego añade: “no se firmó ningún papel, porque en esa época, la palabra de un hombre valía”.
Blanca Lilia, la madre de Tovar, fue la primera encargada de cuidar estos lavaderos ubicados en la calle tercera con carrera segunda. En esa época, por el uso, se cobraban 100 pesos mensuales y venía mucha gente a lavar la ropa.
“Era muy bonito ver la cantidad de gente que llegaba a este lugar. Lavadoras de ropa como mi mamá, mis tías, mi abuela y las vecinas Martina, Josefina y Margarita que trabajaban hasta altas horas de la noche lavando los uniformes del Ejército. Los muchachos también jugábamos fútbol y nos bañábamos en un pozo que había cerca de los lavaderos”, recuerda Tovar.
Hasta 1978 los lavaderos eran administrados por la alcaldía local, sin embargo, tiempo después fueron abandonados por esta entidad. Entonces Tovar y su familia se hicieron cargo de administrar este lavadero. Han pasado ya 42 años.
Tovar, quien ahora tiene 70 años, tuvo que librar muchas batallas para preservar este legado histórico y para sacar adelante a su barrio. Le tocó enfrentarse con las autoridades cuando en las redadas los confundían con algunos delincuentes que vivían en ese barrio.
“A este sitio le decían el Túnel porque era la olla más peligrosa de Bogotá. Era un lugar peor que las Brisas y la Perseverancia: un completo matadero. Conocí todas las estaciones de Policía del sector. Para la gente éramos lo peor. Aunque reconozco que este barrio ha tenido de todo. Me decían ladrón y vendedor de droga”, asegura.
Tovar fue el fundador de la primera junta de acción comunal del barrio en 1978. También logró que se reconocieran los linderos de esta zona. Además, con la comunidad hicieron el primer acueducto y lograron instalar la luz de contrabando. El agua la recogían de un pozo que se formaba en la quebrada San Juanito.
Tovar también tuvo que enfrentarse a los planes de renovación urbana que sufrió el barrio cuando la avenida Los Comuneros se llevó por delante la antigua edificación de la fábrica y algunas casas. Por oponerse a esta obra fue a parar a la cárcel.
“De las 98 familias que habitaban el barrio solamente quedan 40 y 80 afiliados al libro de la junta de acción comunal, cuanto antes eran 175 inscritos. Yo siento que irme de este lugar es acabar con el barrio. Entonces mejor que lo siga destruyendo el Estado con sus avenidas; todavía no les ha pagado a 14 familias sus casas”, afirma.
En la actualidad Tovar carnetiza a las personas para que paguen 2.000 pesos mensuales. A la gente de escasos recursos no les cobra, ni tampoco a los venezolanos emigrantes que van a lavar su ropa allí. Señala que últimamente se ha reducido las personas que utilizan el histórico lavadero, porque muchos han sido reubicados en otros predios.
Antes de la pandemia venían diariamente unas 20 personas. Ahora por el virus del Covid-19 acuden unas cuatro. En algunas ocasiones en ese lugar la gente se encuentra al dueño de dos llamas traídas de Perú. El hombre baña y limpia sus animales para utilizarlos en la Plaza de Bolívar. Allí la gente se toma fotos junto a ellas.
El fregadero funciona de lunes a sábado, de nueve de la mañana a tres de la tarde. En su trajinada puerta de rejas hay un cartel donde advierte que para el ingreso al sitio hay que usar el tapabocas.
Para Tovar, que con gran esfuerzo cada año les hace mantenimiento a los lavaderos, su mayor deseo es que este sitio no desaparezca como sucedió con la fábrica de loza. Por eso confía en que las nuevas generaciones (representadas en sus cuatro hijos), continúen demostrando su liderazgo, para seguir conservando el lugar y que no desaparezca de la memoria viva de Bogotá.