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En recuerdo de Marlon de la Peña

A seis meses del accidente que se llevó este año a Marlon de la Peña, promesa de la ejecución de la flauta de millo y de la gestión cultural en el Caribe colombiano, el investigador y doctor en Artes antioqueño Federico Ochoa escribió este texto lleno de amor, remembranzas y preguntas acerca de lo que pudo ser y ya no es.
Recuerdo Marlon de la Peña
Extraído de: IG vientoytambo1 | Foto: Marlon, Festival de Orquestas 2022 - Rafael Quiroz
Federico Ochoa Escobar*

El pasado 22 de marzo, en Talaigua, Mompox, Marlon de la Peña cambió de vida. No encuentro palabras para explicarlo. Quizás no existan. Lo habitual, la expresión más común, es decir que murió. O que falleció. Pero yo siento que Marlon sigue presente, que nos sigue acompañando. Buscando una mejor forma de expresarlo pensé en escribir que ese 22 de marzo su corazón dejó de latir, intentando dar una idea de que solo fue un problema físico, pero siento que el corazón de Marlon sigue latiendo. Su fuerza, sus ideas, su música, su emprendimiento y su lucha siguen presentes. También pensé en las opciones “el día que Marlon nos dejó” o “cuando Marlon pasó a mejor vida”, pero no siento que nos haya dejado, y además estoy seguro de que para él no había mejor vida que la que vivía.  

Desde que lo conocí, hasta esa fecha triste, vi en Marlon a un ser singular, alguien que se salía del molde, de lo habitual. En términos académicos, y siguiendo la teoría del famoso sociólogo Pierre Bourdieu, era alguien que se salía del habitus, es decir, alguien que hacía lo que no se esperaba que hiciera en relación con su lugar de nacimiento, su condición socioeconómica, su edad, su entorno. Y quienes se salen del habitus, son considerados locos. Así que sí, en esos términos, Marlon, al igual que el Quijote, y que tantos otros gestores culturales de la Colombia profunda, era un loco.

Pero no voy a describir aquí quién era Marlon, porque creo que era muchísimas cosas, y cada uno de los que nos relacionamos con él nos forjamos una imagen particular, personal y subjetiva. Tampoco me voy a extender en elogios ni calificativos por lo que hacía. Prefiero contarles cómo fueron nuestros encuentros, cómo la vida y la pasión por hacer cosas, por aprender y sobre todo nuestro amor compartido por las músicas tradicionales del Caribe colombiano, nos juntaron, y usted como lector podrá sacar sus propias conclusiones de este personaje sui generis, al que le han hecho –y le continuarán y continuaremos haciendo– homenajes, a pesar de su asombrosa juventud. Sí, porque Marlon, que era gaitero, cañamillero, clarinetista, gestor cultural, pedagogo, emprendedor, estudioso, compañero y maestro, se le dio por dejarnos con tan solo 34 años.

Era el domingo 2 de diciembre de 2001. Había viajado a Mompox para asistir al evento “La cultura le declara la paz a Colombia”. Vine con el único objetivo de aprender de las músicas tradicionales de la región. Había vuelto el año anterior de Cuba, país en el que viví tres años en los cuales me dediqué al estudio del saxofón, y en el que entendí la importancia de conocer y valorar nuestra propia cultura.

No recuerdo cómo, ni quién ni por qué, pero de alguna forma alguien me llevó a la casa de una señora que tenía dos hijos que estudiaban música. La señora me los presentó con máximo orgullo. Uno tenía unos trece años y el otro era aún menor. Ambos, me decía su madre, se dedicaban a aprender gaita y caña de millo y querían ser grandes músicos. No recuerdo más de ese encuentro, pero nunca olvidaré dos cosas: primero, sus caras, que se quedaron grabadas en mi memoria. Dos niños de Talaigua, en los albores del siglo XX, que vieran con orgullo estudiar las músicas tradicionales, y además quisieran ser músicos profesionales, y estuvieran apoyados con orgullo por su madre en la Colombia rural, me pareció algo muy inusual. Eran Ariel y Marlon de la Peña. Segundo, mi vergüenza, al ver que me presentaban a los niños como si yo fuera alguien importante, simplemente por el hecho de yo ser músico académico, mayor y de una ciudad del interior el país. Esto me apenaba, porque en realidad yo sabía que los importantes eran ellos, que yo era el que quería aprender a tocar sus músicas y quien envidiaba sus talentos.

Seguramente vi a Marlon algunas veces más en los siguientes años en el marco de alguno de los festivales de gaitas o caña de millo a los cuales ambos éramos asiduos visitantes. Creo recordar que en uno de mis viajes al Festival de Pito Atravesao en Morroa, Sucre, más o menos en 2004, lo vi cerca de Jorge Jimeno, una de las insignias de la caña de millo en el Caribe, animando la fiesta callejera que se armaba en el Callejón de los Locos donde organizaban desorganizadamente el “festival de la pernicia”. Jorge era el principal flautero, pero imagino a Marlon, aún adolescente, alternando también, tocando entre ellos y con cuanto músico apareciera durante los tres días del festival, casi sin interrupción, embrujados ellos y los asistentes con la magia de sus repiques, invenciones, improvisaciones, melodías y ritmos. Es decir, para esa época, yo sabía de Marlon y él sabía de mí, nos habíamos topado algunas veces, pero no habíamos cruzado palabra.

La primera vez que le hablé fue más o menos en 2008. Lo recuerdo claramente porque de nuevo fue algo inesperado. Yo, con alrededor de 30 años, estaba terminando mi carrera de saxofón en la Universidad de Antioquia. Recuerdo que iba caminando solitario por el segundo piso de la Facultad de Artes, entre las aulas de música, en una tarde gris, cuando lo vi venir en sentido contrario. Me sorprendí. No me imaginaba encontrarme en mi ciudad, en un conservatorio de música clásica, al niño de Talaigua y el joven de Morroa, al enamorado de las músicas de gaitas y caña de millo caminando por mi Facultad. Marlon tendría unos 18 años. Se veía aún más tímido que yo. “Hola Marlon, ¿cómo te va?”, le pregunté. Y sin esperar su respuesta le hice otra pregunta para mí más apremiante: “¿usted qué hace por aquí?” Nuestra conversación fue muy corta. Me dijo que se había presentado para ingresar a la facultad de música. Como obviamente no había carrera ni de gaita ni de caña de millo, creo que se presentó a clarinete. Le ofrecí cualquier ayuda, pero me dijo que ya había presentado los exámenes y, entre su timidez y la mía, creo que simplemente le deseé mucha suerte y nos despedimos.

Luego supe que, con la miopía habitual de los conservatorios, no habían aceptado a Marlon como estudiante; pero también supe que Marlon, con su obstinación habitual, su afán por aprender, sus ganas de crecer y su enorme convicción de dedicarse profesionalmente a la música, a sus músicas, continuó buscando formas de profesionalizarse y finalmente ingresó a la Facultad de música del Instituto de Bellas Artes y Ciencias de Bolívar, como estudiante de clarinete.

Pasaron algunos años más. Yo seguía teniendo a Marlon en el radar y, sin saberlo, él también a mí. Lo sé porque más o menos unos seis años después, creo que alrededor de 2014, recibí una llamada suya. Me contó que estaba haciendo su tesis para graduarse de Bellas Artes y que su tema era la construcción de una biografía sobre Pedro “Ramayá” Beltrán, el más importante cañamillero del Caribe colombiano y quien fuera uno de sus principales maestros. Para ese entonces yo ya estaba dedicado a la etnomusicología, específicamente a la investigación sobre músicas afrocolombianas, tanto del Pacífico como del Caribe colombianos y había publicado algunos textos, por lo que Marlon pensó en mí como posible tutor. No sabíamos que esa llamada nos acercaría de múltiples formas que aún no imaginábamos.

Finalmente llegó el año 2015, año que dio inicio a nuestra amistad. Yo había recibido una oferta de trabajo para desarrollar un hermoso proyecto sobre manifestaciones culturales en dos municipios de Bolívar: Clemencia y María la Baja. Era un proyecto grande de investigación y me habían llamado a hacer parte del equipo como coinvestigador, específicamente por ser conocedor de las manifestaciones culturales del Caribe colombiano a partir de mis trabajos de campo en la región. El proyecto, que dudaría dos años, tendría sede en Cartagena y, por tanto, debía mudarme a dicha ciudad. Debía trasladarme a mediados de año y no sabía cómo ni dónde alquilar un buen lugar para vivir. Desconocía la ciudad, sus barrios, su geografía y sus dinámicas. Así que recordé la llamada de Marlon, busqué su teléfono y lo contacté, imaginando que estaría viviendo en Cartagena y me podría orientar. Marlon tenía entonces 26 años, y yo 37. Al contarle que me iba a vivir a La Heroica y que estaba buscando un buen lugar para hospedarme, nuevamente me sorprendió con su respuesta: “Mi casa es tu casa. Esta es la casa de mucha gente. Aquí se han quedado muchos músicos que han pasado por Cartagena. Quédese aquí el tiempo que quiera, mientras conoce y averigua dónde vivir”. Y eso hice.

Llegué a su casa en el Bosque el 25 de julio de 2015. Llegué con mi poco equipaje y mis dos saxofones. Ese día conocí a Rosita, su esposa y compañera inseparable. Luego de una semana juntos, me mudé al Hotel Bellavista. En esa semana hablamos de música, de cultura, de dificultades, de sueños, y empezamos a imaginar proyectos juntos. Tocamos canciones. Le enseñé algunos recursos de improvisación mientras él me enseñaba sobre la caña de millo. Allí, en su casa de Cartagena, recuerdo que sacó su famoso maletín, como de chepito, en el que cargaba varias gaitas, cada una en una tonalidad diferente, lo que le permitía insertarse fácilmente en contextos de música occidental. Fue una semana de muchas conversaciones en las que estábamos todo el tiempo él, Rosita y yo hablando sobre nuestra principal pasión: las músicas tradicionales del Caribe colombiano y cómo contribuir a su conocimiento y difusión.

Marlon, además de tratarme como a un viejo amigo, me veía sobre todo como un académico y quería que yo le ayudara a serlo. “Fede, yo quiero escribir libros sobre mis vivencias, ¿cómo hago?”. Eran preguntas ingenuas, pero cargadas de curiosidad y deseos de aprender las que entonces me empezó a hacer y recurrentemente me repetía.

Después de esa semana de convivencia, nos llamábamos (generalmente era él quien me llamaba) con cierta regularidad. Cada dos, tres o cinco meses, recibía una llamada suya para saludarme y preguntarme en qué andaba o para consultarme algo académico. O para pensar en algún proyecto. Lo primero que hicimos juntos fue que Marlon se consiguió con la familia de Ramayá todos los LPs que el maestro había grabado. Para nuestro propio asombro, eran más de 30. Marlon me los envió todos de Malambo a Cartagena, y yo los envié a Medellín para que los digitalizaran y catalogaran. El resultado fue un archivo en Excel con toda la información de las grabaciones del genio cañamillero, acompañado de una carpeta con archivos en formato wav con toda su obra. Era un primer paso para analizar su obra y de paso tener más información para postularlo al Premio Vida y Obra que otorga cada año el Ministerio de Cultura. Esta era una obsesión de Marlon: lograr el mayor reconocimiento para su maestro Ramayá y lograrlo en vida. Quizás esta fue una de sus mayores alegrías. En 2023, luego de varios años intentándolo, por fin Pedro Ramayá Beltrán fue merecedor de dicho reconocimiento. Fue una de las tantas alegrías que compartimos Marlon y yo.

Yo también llamaba a Marlon de vez en cuando. Generalmente para hacerle alguna pregunta sobre la caña de millo: que si sabía el nombre de tal canción, que si sabía el autor de tal otra, que si conocía a tal intérprete, que si recomendaba a alguien para tal evento. Muchas veces no me contestaba y le perdía el rastro por semanas, e incluso meses. Cuando por fin me devolvía la llamada, me enteraba del porqué de su ausencia: “Fedefede (así me decía él), es que estaba en tal municipio dando cursos de caña de millo a niños, y allá no hay señal de celular ni internet”.

Esa era una de las tantas cosas que hacía Marlon de la Peña: viajar por meses a un corregimiento aislado de la región, contratado por alguna escuela o casa de cultura, a enseñar gaita o caña de millo a niños. Alguna vez le pedí que me contara más de esos trabajos y, como era habitual en él, su respuesta me sorprendió. Me dijo que era frecuente que fueran lugares con poca señal de teléfono e internet, y que se iba usualmente por dos o tres meses a dar cursos intensivos; que en ocasiones la alimentación tampoco era muy buena, al igual que las condiciones higiénicas, porque era frecuente la dificultad para conseguir agua potable, pero que para él eso eran experiencias maravillosas, que ahí era en los espacios en los que era más evidente cómo la práctica de la música contribuye a la sociedad. Le pedí que me explicara más y me contó, según lo recuerdo, lo siguiente:

Fede, imagínate que llego a la escuela y cito a los niños al siguiente día a las 7:00 de la mañana para empezar el curso. La última vez que lo hice eran unos nueve niños, niños y niñas. Yo llegué antecitos de las 7:00, preparé todo y esperé a que fueran llegando. Ninguno llegó puntual. El primero a las 7:05, y el último cuarenta minutos más tarde. Se veía que algunos que no se habían bañado, otros se veían con ropa sucia, a otro se le notaba que no había desayunado. Yo les empiezo a dar las clases y los niños van aprendiendo y se van entusiasmando. Pero a mí no me importa tanto que aprendan a tocar el instrumento, sino que aprendan a quererse. Les digo que por favor lleguen puntuales, los enamoro de la clase, de lo que hacemos, y les digo que se vistan bonito que la música se lo merece, y con el paso de los días voy notando que cada vez llegan más temprano, bañados, mejor vestidos, y si alguno definitivamente no logra desayunar antes de venir, le damos el desayuno aquí. Cuando llego y comienzo con las primeras clases, algunos niños se ven tristes, como sin alma, como si les faltara un abrazo. Luego de dos meses, y cuando ya podemos tocar todos algo y hacer una presentación, ya me voy dejando a los niños sonrientes, como con más dignidad, con amor propio y apasionados por las gaitas y el millo. Creo que al que le faltaba un abrazo, ya la música se lo da.

Las llamadas espaciadas seguían, y siempre había alguna sorpresa en su historia, alternando las buenas noticias con las malas. En una conversación me decía que venía de tocar en Carmen de Bolívar con la Orquesta Sinfónica de Bolívar un montaje para orquesta y caña de millo, en donde él era el instrumento solista principal. A la siguiente me decía que había estado muy enfermo de los ojos y tenía problemas de vista. En la que seguía me invitaba como ponente principal a un Encuentro Nacional de Cañamilleros, uno de los tantos eventos que se inventó y realizó, y en la siguiente me decía que había estado hospitalizado por problemas en los riñones. Parecía que sus problemas de salud, y diversas dificultades personales, se alternaban con proyectos maravillosos dirigidos a visibilizar, socializar y promover las músicas tradicionales de la región.

Yo no entendía por qué la vida le ponía tantas trabas, mientras que él respondía con ideas y sueños. Algunos los realizaba, eran sueños a corto plazo, pero también tenía sueños a largo mediano y largo plazo. Recuerdo que una vez lo visité en su casa del Bosque y me dijo que llevaba varios días sin nevera. Sin embargo, acto seguido me contó que se había ganado un dinero y había comprado un lote en no sé qué municipio del Magdalena. En mi cabeza, como buen citadino, pensé: ¿y por qué no te compraste la nevera?, pero en lugar de cuestionarlo, le pregunté: –Marlon, y ese lote por allá, ¿para qué lo compras? –Y me respondió: –Fede, porque algún día haremos Rosita y yo una Casa de Cultura allá para continuar enseñando nuestras músicas y danzas.

Y así, sus llamadas no me dejaban de sorprender. Un día me decía que quería conformar un grupo para participar en el Carnaval de Barranquilla, y a los pocos meses llegaba la noticia no solo de que sí había conformado el grupo y había participado, sino que se había ganado varios Congos de Oro. Finalmente, creo que, a mediados de 2022, me contactó con una idea en concreto. Me dijo: “Fedefede, quiero que armemos un grupo de jazz, con caña de millo y gaita, para participar en el festival de Mompox, y que tú lo organices y dirijas.”

Era una idea maravillosa, algo que yo había querido hacer desde hacía mucho tiempo y Marlon era el personaje indicado para acompañarme en esa fusión. Le propuse hacer un grupo y unos arreglos y composiciones para ello, pero le manifesté que yo quería que no fuera simplemente tocar temas de jazz con caña de millo o gaita, o temas de gaita o millo con instrumentos de jazz, sino que entre todos hiciéramos talleres para conocer ambos lenguajes y ver cómo los podríamos fusionar respetando ambas tradiciones. Es decir, quería poner a dialogar ambas músicas en igualdad de condiciones, en una relación horizontal, y que el resultado fuera producto de nuestra propia investigación e inmersión en ambas tradiciones.

Los músicos que llamé para ello eran Edgar Avilán en el piano y Christian Salazar en el bajo. Ambos son versados en el jazz y enamorados de nuestras músicas, pero poco conocedores de los lenguajes particulares de las gaitas y la caña de millo. Marlon, por el contrario, dominaba nuestras músicas, pero sabía poco de jazz. Yo fungía como el enlace entre ambos mundos ya que me había hamacado por años entre el jazz y las músicas tradicionales de la región. Hicimos una primera reunión en la que les expuse mi idea de la agrupación y el concepto de los arreglos. Les expliqué a los jazzistas, en compañía de Marlon, algunas lógicas musicales particulares de las gaitas y el millo y acordamos que ellos estudiarían esas músicas.

La siguiente reunión sería para explicarle a Marlon algunas lógicas del jazz, para luego a hacer jams y experimentaciones poniendo a dialogar ambos mundos. Sin embargo, el festival de Mompox primero se aplazó y luego se canceló ese año y por tanto el impulso que nos daba la idea de participar allí se esfumó. Cuento de manera detallada este proyecto, porque para inicios del presente año llamé a Marlon nuevamente para decirle que retomáramos la idea y nos presentáramos a una beca del Ministerio de Cultura que podría funcionar. Ese, entre muchos otros proyectos, quedó truncado con su partida.

Sí, partida. Creo que esa es la palabra que mejor lo define hoy. Inicialmente dije que Marlon seguía con nosotros, que lo sentíamos cerca, que nos seguía acompañando. No consideraba que las palabras habituales tras su accidente (muerte, fallecimiento, deceso) hacían justicia a la realidad. Pero por otro lado es exactamente así: Marlon ya no está con nosotros, se fue. Y nos hace demasiada falta.

Aún no me acostumbro a su ausencia. Aún, cuando quiero saber algo sobre la caña de millo, sobre los cañamilleros, sobre las prácticas musicales de la depresión Momposina, pienso en llamarlo; cuando se me ocurre un nuevo proyecto, pienso en incluirlo; cuando me preguntan por un experto en las músicas tradicionales del Caribe, lo recomiendo. Y cuando recuerdo que ya no está, que nos dejó, se me hace un nudo en el alma. Porque no hay nadie como él.

Su ausencia deja huérfanos una importante cantidad de encuentros, festivales, escuelas, planes y proyectos que benefician a las comunidades rurales, a la Colombia profunda de esta región. Rosita, Jorge Jimeno y tantos otros líderes, seguirán haciendo cosas bonitas, pero el impulso de Marlon, su omnipresencia en la región nos deja cojos, como andando en muletas en un camino de barro. Su espíritu nos acompaña, pero su ausencia física es una gran pérdida no solo para sus amigos y cercanos, sino para la cultura de toda una región. En todos nosotros está continuar su lucha por las manifestaciones culturales del Caribe colombiano, por la valoración de las músicas campesinas, por la reivindicación de las tradiciones ancestrales de su región, por llevarlas a distintos escenarios, difundirlas y reconocerlas en su enorme belleza.

Así que, para despedirme yo también, le digo a mi gran amigo Marlon de la Peña: La humanidad será más bonita mientras más la habiten quijotes como tú.

*Federico Ochoa es doctorado en Artes y docente vinculado a la Universidad Tecnológica de Bolívar. Es autor de “El libro de las gaitas largas. Melodías y canciones” (editorial PUJ, 2013), coautor de “El libro de las cumbias colombianas” (editorial U de A, 2018) y del libro-CD “La caña de millo: voz histórica y silenciada de la cumbia” (Discos Chaco, 2021). Junto con sus hermanos Juan Sebastián y Alejandro conforma el trío Aguaelulo.

 

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