❛Los mares de la luna❜: un diálogo con Juan Fernando Merino
Cuando uno se adentra en la vida y obra del escritor caleño Juan Fernando Merino, se viene a la mente el siguiente verso del poema “Ítaca” del escritor griego Constantino Cavafis:
“Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues - ¡con qué placer y alegría! -
a puertos nunca vistos antes”.
Merino tuvo el privilegio de realizar una larga travesía durante 37 años por más de 60 países. Experiencia que le permitió registrar en más de 40 diarios sus vivencias de esos viajes y que le han servido como material para sus relatos
El escritor, que hace siete años arribó a Cali, su ciudad natal, ha obtenido varios premios literarios nacionales e internacionales.También tradujo para la editorial Anaya de Madrid obras de Mark Twain, Daniel Defoe y Herman Melville. Además, fue compilador y traductor de la antología del cuento joven norteamericano ‘Habrá una vez’, publicada por Alfaguara.
Es autor de los libros de relatos ‘Las visitas ajenas’, ‘Viaje al reino maravilloso y El sexto mandamiento’, de la novela ‘El intendente de Aldaz’ y del libro infantil ‘El campamento de verano de Gaspar Guatín’.
Con él tuvimos la oportunidad de conversar sobre su más reciente libro de cuentos ‘Los mares de la Luna’ de la editorial Seix Barral.
Escribir, leer, viajar y traducir, son cuatro aficiones claves en su vida. ¿Cómo se convirtió en escritor?
En mi caso, la pasión por la lectura fue muy precoz, ha sido permanente y ha sido invariablemente feliz. Por su parte, la atracción por la escritura fue casi igual de precoz, ha sido menos permanente y no siempre tan feliz; a veces, todo lo contrario. A los cuatro años ya era un lector devoto, en buena parte gracias al estímulo de mis padres. A los siete me publicaron los primeros cuentos en el periódico del colegio y a los ocho un relato en Lecturas Dominicales de El País.
A raíz de esa publicación fue tal el bullying al que me sometieron los compañeros de clase —entre otras cosas me vetaron la participación en los partidos de fútbol de las tardes deportivas y hasta en los picaditos del recreo— que abandoné mi sueño de ser futbolista y el de ser escritor. Al fútbol no regresaría nunca, ni siquiera como espectador; a la escritura solo 18 años después —aunque nunca dejaría de ser lector empedernido, y ya no habría manera de detenerme.
Usted ha escrito crónicas literarias y periodísticas, ensayos, piezas breves de teatro, guiones para cortometrajes. ¿Por qué se enfocó más en el cuento?
No es que me haya enfocado solo en el cuento, sino que el relato literario me ha concedido más alas que otros géneros. Pero no descarto los demás y actualmente, ya dedicado por completo a la literatura, tengo proyectos en muy diversos géneros.
Lo que sí es verdad es que me siento muy cómodo en los relatos de mediana extensión —digamos entre diez y quince páginas— con un narrador semiomnisciente (que puede tener mucha información sobre los personajes, pero con frecuencia no está seguro de sus datos y no conoce del todo los motivos de sus acciones) y que en ocasiones le cede la introspección al protagonista o a otros personajes.
Han pasado 35 años de su primer libro de cuentos ‘Las visitas ajenas’ ¿Qué cambios importantes ha notado en su obra con relación a su más reciente libro ‘Los mares de la luna’?
Hay relatos de mis colecciones de cuento recientes, muy emparentados con algunos de los textos de ese primer libro, pero sí es evidente que hay cambios notables. Por ejemplo, he abandonado por completo los intentos de contar historias “como hablan” las personas de tal o cual sitio, de tal o cual condición. Me siento mucho más a gusto abordando historias cosmopolitas con personajes abigarrados, privilegio el tipo de narradores que me permiten acercarme mucho más a lo que podría denominarse, por simplificar, “una voz narrativa propia”.
¿Cómo nació ‘Los mares de la luna’?
Hace siete años, cuando me marchaba del todo de Nueva York, decidí deshacerme de casi todos los libros. Siguiendo la costumbre tan neoyorquina de abandonar en el andén frente al edificio de cada cual los libros que ya no se van a leer o los que podrían interesar a algún vecino, dejé tres cajas de libros. De la última caja se cayó uno de los volúmenes de una enciclopedia estadounidense, que por cierto había encontrado tiempo atrás en un montón de libros abandonados por otro vecino del barrio.
Como por no dejar, la abrí al azar (como hago con frecuencia para buscar ideas cuando un relato se me ha quedado atrancado) y el índice derecho fue a dar a unas páginas amarillas correspondientes a la sección ‘Earth in Space’. Y allí, en la página 168, encontré dos mapas de los mares de la luna, y en la parte inferior los correspondientes nombres en latín y en inglés.
Quedé fascinado con aquellos nombres fabulosos: Mare Anguis, Mare Nectaris, Palus Putredinis, Sinus Honoris, Lacus Somniorum, Mare Undurum. Entonces entendí que para darme ánimos en mi regreso y darle un poco más de sentido a mi larga errancia tendría que escribir una serie de cuentos que de alguna manera conectaran con aquellos nombres y con el concepto mismo de los mares de la luna.
En ‘Los mares de la luna’ usted lo lleva a uno como si fuera una cámara por curiosos escenarios, con unos personajes que atrapan, conmueven y desconciertan. ¿Ha pensado llevar estos cuentos al cine?
El cine ha sido otra de mis grandes pasiones y es obvio que me ha influido marcadamente en las historias, personajes y circunstancias que elijo para narrar. Por otra parte, mis dos hermanos son cineastas. Con ambos he trabajado en proyectos audiovisuales en el pasado y en este momento entre los tres estamos abordando los primeros borradores del guión —trabajando escaletas y personajes— para una película que incluya a varios de los protagonistas de mis relatos neoyorquinos, del presente libro y de otro nuevo que está casi listo. Enfatizamos en un grupo de mendigos de Brooklyn que se marcha de vacaciones, en el relato ‘Bahía del medio’.
Antes de leer ‘Los mares de la luna’ no sabía que existía la profesión de sexador de pollos ¿cómo surgió la historia de Rubén Benítez, quien tenía este oficio tan poco conocido?
En un trabajo que tuve con el Departamento de Salud del Estado de Nueva York los últimos tres años que viví en esa ciudad, a un funcionario se le ocurrió hacer un almuerzo de “acercamiento” o de “integración”, como decimos aquí. Reunió a la treintena de personas que, aunque trabajábamos en el mismo piso, solo cruzábamos los saludos de rigor y los comentarios sobre el clima.
Cuando le llegó el turno de presentarse a una joven chino-americana que trabajaba en las campañas de vacunación infantil, contó que era nacida en California en una familia de inmigrantes chinos, educada en Boston y que su padre, quien era sexador de pollos, le había insistido mucho para que, en lugar de ir a la universidad, heredara su trabajo, más lucrativo que cualquier campo que escogiera, según él.
Quedé muy intrigado por aquella profesión y cuando averigüé los detalles del oficio, me pareció particularmente descabellada y sumamente cruel. Decidí que un sexador bien merecía un relato, pero lo imaginé en España y lo envié en un periplo —en el fondo un ajuste de cuentas— que lo llevara en un largo viaje hasta el último rincón de Siberia, donde tenía un encuentro íntimo consigo mismo y su pasado.
¿Qué tipo de viajes le gusta hacer y por qué?
Por supuesto, los predilectos son los que llevé a cabo durante las décadas en que fui “viajero”, en mi interpretación personal del término. Llegué a entender que ser “viajero” en lugar de viajar significa echarse a rodar, así, sin límites, sin croquis y sin calendario; es decir, saber cuándo se sale, pero no cuándo se regresa. Dónde se detiene uno por una semana, un mes, un año, o el resto de la vida y eso determina a qué se dedica, en qué trabaja, cómo sobrevive.
Dejar que sea el camino el que te va mostrando hacia dónde debes continuar o necesitas viajar para seguir avanzando, en la experiencia vital, en la escritura, en el amor, o en lo que sea. El ser “turista” es una condición también maravillosa, que ahora disfruto mucho, pero, por largos, arriesgados y aventureros que sean los viajes, el turista (o viajero temporal) sabe, por el contrario, o al menos cree saberlo, cuándo y a dónde regresa.
¿Ha pensado escribir una novela sobre esos viajes?
No exactamente una novela sobre mis viajes, pues mi intención primordial no ha sido nunca escribir crónicas o cuentos viajeros propiamente dichos, sino elaborar relatos literarios a partir de mis lecturas, los viajes o estadías —cortas o largas— por numerosos países. Retomo los personajes y situaciones que he ido encontrando a lo largo de todos esos recorridos… o que podría haber encontrado.
Pero sí he pensado en una novela en los términos que acabo de nombrar, con un personaje que pueda abarcar un número de recorridos y de aventuras —externas e internas—… Quizá algún día.
Pero, de momento, estoy mucho más interesado en un proyecto híbrido que tiene como título de trabajo ‘Wamba’, en el que combinaría páginas textuales, o casi, de mis diarios de viaje. Conservo más de cuarenta relatos ya publicados o inéditos que salieron de esos cuadernos; reflexiones sobre el arte de viajar, el oficio de crear, y muchos otros temas que me interesan, más los ingredientes que vayan surgiendo en este nuevo viaje entre letras que, al igual que los viajes que más me gustan, deberá ir encontrando su propio rumbo.
De sus numerosos viajes por el mundo ¿cuál lugar ha sido el que le ha dado más duro partir?
Sin lugar a dudas, Nueva York. Fue la última etapa de mi errancia, la más prolongada y la más densa y cuando, después de 11 años viviendo allí —en 8 casas o edificios diferentes y en tres condados distintos—, tomé la decisión de volver a vivir definitivamente a Colombia, fue algo muy duro y muy doloroso.
Y es que no solo era el final de una maravillosa estadía neoyorquina (con los naturales altibajos, desde luego), sino también el final de toda esa aventura vital, del largo peregrinaje que me había llevado durante 37 años a tantos países de cuatro continentes y a tantas experiencias imborrables.
¿Cómo le ha servido el oficio de traductor a su obra?
Para mí, la traducción literaria es hasta cierto punto el arte de la actuación, de la “impersonación”. Hasta donde sea posible, como traductor, me esfuerzo por meterme en la vida, la época, la mente y la piel del autor y al hacerlo, me voy convirtiendo en su intérprete, y en el lector más cuidadoso, devoto e íntimo de la obra… casi que en su segundo autor.
Cuando uno tiene la suerte de que eso verdaderamente ocurra, no sólo está traduciendo sino también “reescribiendo” a los grandes narradores clásicos o contemporáneos. Creo que no existe mejor entrenamiento, o mejor escuela, para la creación de los textos propios.
¿En qué proyectos literarios está trabajando?
Estoy terminando un volumen de relatos breves con múltiples “contadores” de las historias, llamado ‘La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos’, y en otra colección, “Balada de la ciudad metálica”, —ya muy avanzada en su elaboración— con una docena de cuentos en el espíritu de Los mares de la luna, pero situados todos en Nueva York.