De los 58 años que Flor Gallego Hernández, con cierto aire de humor, dice tener encima, 26 los ha dedicado al cuidado y la protección del agua. En bosques, ríos, plazas, calles y tarimas del Oriente Antioqueño, enarbola su bandera: “proteger el agua es proteger la vida”. El estruendo incomprensible de la guerra la obligó a abandonar su terruño: la vereda La Esperanza de El Carmen de Viboral. Dejó allí, más que recuerdos, la memoria misma de dos hermanos y un esposo desaparecidos.
“Me mueve la fuerza de ser una lideresa en mi vereda, en El Carmen, en el oriente. Sigo adelante a pesar de que al 99% de los gobiernos y las instituciones poco les importe el agua y el territorio. A mí me mueve el cuidado de los recursos naturales”, dice Flor desde algún lugar de Antioquia; quizá una marcha, quizá una oficina, quizá un río.
Uno no alcanza a sospechar que, tras esa voz de delicada alegría, se halle una mujer que carga, casi en silencio, el peso tremendo de la violencia. No pocas veces ha recibido amenazas en su contra. ¿Quiénes la desprecian? O mejor: ¿quiénes se incomodan con su voz de protesta, con su sentido de colectividad, con su amor por los ríos? No nos importa. Es habitual que los violentos hablen desde el anonimato. Ella, en contraste, ofrenda su voz, su rostro y sus fuerzas para que el agua siga corriendo con plena libertad.
“Lo que tiene el Oriente Antioqueño es una riqueza bellísima. El agua vale más que el oro, más que todo. Por eso, el mensaje que le doy a los colombianos es que, por el agua, nosotros debemos poner nuestra vida; ser amantes de los ríos y las quebradas”, agrega con ímpetu.
Solo hay algo cierto: los ríos Melcocho, Samaná y Dormilón de esa próspera región llamada Oriente antioqueño, fluyen mejor porque Flor habla por ellos. Ha visto nacer proyectos de construcción de pequeñas centrales hidroeléctricas, y los ha visto caer. Ha sido testigo del poder de la colectividad, de esa marea casi imparable que se alza cuando la gente de un territorio jura proteger la vida, y de paso, el futuro.
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