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Detrás de la nostalgia del melómano

Así se escribió La nostalgia del melómano de Juan Carlos Garay hace 15 años. ¿Qué pasaba con los vinilos en ese entonces?

Por: Juan Carlos Garay.

Cuando tenía 28 años, emprendí una investigación periodística que nunca me imaginé que terminaría alimentando mi primer libro de ficción. Había llegado a mis manos un recorte de un periódico venezolano en que se hablaba de una posible grabación del cantante de salsa Cheo Feliciano con el guitarrista de blues Eric Clapton. La nota afirmaba que dicha grabación nunca había salido a la luz pública y que era un tesoro muy buscado por coleccionistas de salsa.

Comencé a entrevistar musicólogos, expertos, coleccionistas… en fin, me adentré en el mundo de los melómanos. Un colega de la radio, Jaime Rodríguez, me mostró lo más parecido al objeto buscado: una grabación de Cheo Feliciano en concierto con Santana. Sólo me aclaró que no era Carlos Santana sino su hermano, Jorge, también avezado guitarrista.

Para hacer breve la historia, nunca apareció la mencionada grabación, pero siempre quedó en el aire la posibilidad de que hubiera sucedido. Averigüé que en agosto de 1974 los dos artistas, Clapton y Feliciano, coincidieron en la ciudad de Miami. No tenía una certeza en lo periodístico, pero sí tenía una gran historia. Así que decidí narrarla en otro tono, el de la ficción. Ese fue el origen de “La nostalgia del melómano”, mi primera novela.

Han pasado 15 años desde que salió la primera edición y todavía me encuentro con gente que me habla de su lectura y de los personajes (el melómano Francisco, su amada Miranda, el gato Django) como si fueran amigos entrañables. La historia está ubicada en una ciudad indeterminada y, más que la ciudad, el escenario principal es la tienda de discos de Francisco. Pero había un detalle que hacía a la historia un poco exótica: la tienda sólo vendía vinilos, lo cual la convertía, por las características de su tiempo, en un anticuario de música.

¡Cómo cambian las cosas! Hace 15 años el vinilo estaba mandado a recoger: la gente vendía, regalaba o tiraba a la basura sus colecciones porque ya eran una cosa vetusta caduca. La modernidad estaba determinada por la digitalización de la música, y el formato que había “llegado para quedarse” era el compact disc. Francisco se resistía al cambio y decía, en las primeras páginas de la novela:

“Yo he encontrado en el pasado un tesoro cuya opulencia no alcanzan a imaginar aquellos que cerraron sus oídos al viejo murmullo y solo prestan atención al sonido digital. A mí me encanta el ruido de la aguja de diamante cuando toca el acetato de vinilo, ese pop, ese scratch, ese hisss que llena la sala unos segundos antes de que empiece la música, ese borboteo suave que alcanza a oírse al tiempo con los primeros compases, ese tono natural, ese sonido imperfecto pero sin artificios, esa música que hace el roce con el vinilo”.

¡Cómo vuelven las cosas! Tres lustros después, el vinilo ha regresado y las tiendas que venden estos discos ya no son una rareza. De hecho su precio ha subido, no sé si convirtiéndolo en un lujo o dándole el valor que siempre debió tener. Esas consideraciones, sumadas al hecho de que la novela había dejado de circular y la gente seguía recordándola, nos llevaron a mi editor y a mí a considerar una reedición del libro.

La edición conmemorativa de “La nostalgia del melómano” fue lanzada en la pasada Feria del Libro de Bogotá y ha logrado cautivar nuevos lectores, lectores de una generación que no alcanza a recordar los tiempos en que el vinilo estuvo muerto. Ahora el libro lleva una fotografía hecha especialmente por Carlos Mario Lema y un prólogo escrito por Luis Daniel Vega: ¿quién mejor? Los oyentes de Radio Nacional sabrán que Luis Daniel es el correalizador del programa “Los vinilos”, que va los sábados a las 6 de la tarde.

Los discos no dejarán de ser objetos hermosos: una carátula que resume visualmente su contenido, unas notas explicativas en la parte de atrás y cuarenta minutos de música que ha pasado por una curaduría. El orden de los temas es el mapa de viaje que el artista, o el sello disquero, proponen para nuestros oídos. El disco es corto, suficiente. A diferencia de un playlist en una plataforma digital, que tiende hacia el infinito, el disco exhibe sus cuarenta minutos como un libro que se abre y se cierra. Y sin duda está más cercano a los períodos de concentración de nuestro cerebro. Es decir, invita a escuchar y no simplemente a que suene como ruido de fondo.

Pero a la vez es simplemente un formato. Lo realmente importante es la música que habita en él. Hace cien años fue el fonógrafo, luego lo desplazó el gramófono. En mi adolescencia fue el walkman. Cuando escribí la novela, el aparato más moderno que existía era el discman. Luego inventaron el MP3 y ahora vuelven los tornamesas para hacerle contrapeso.

Es hermoso vislumbrar toda esa historia y corroborar que, de fondo, el impulso es el mismo: hacer todo lo posible por poseer eso tan etéreo llamado música. La esencia de toda esta historia se llama melomanía. Y entonces descubrimos lo que decía el compositor Aaron Copland: “La música es un arte que existe en el tiempo”. Es decir, que sólo la podemos poseer mientras suena y luego se desaparece. No vive en los discos, ni tampoco en las plataformas virtuales, vive en el tiempo. Esa es la nostalgia del melómano.

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