El pasado 12 de junio me llegó una noticia, lenta, como una oruga despertándose. Era una publicación en una red social, decía: “Murió Dora Castellanos, poeta sublime y la primera mujer que formó parte de la Academia Colombiana de la Lengua”.
Como todas las noticias fuertes, tardé unos minutos en procesarla. Cuando me di cuenta de lo que significaba, el dolor me atravesó el corazón como una aguja caliente, que perfora y al mismo tiempo cauteriza, para que la herida nunca cierre.
Dora Castellanos nació en Bogotá en 1924. Las múltiples biografías que le han hecho nos permiten entender que su vocación poética le venía en la sangre. Resulta que, de su familia, proveniente en gran medida de Venezuela, hacía parte el general Carlos Echavarría. Era un hombre reconocido por su amor hacia la poesía y por sus dotes como declamador.
Esa presencia, sumada a su gusto natural por la lectura y también a la presencia de sus profesores de literatura del colegio (en especial Víctor Mallarino, a quien recordaba con mucho cariño), hicieron que en ella brotara algo que me atrevo a llamar una “necesidad de poesía”: para vivir necesitaba escribir.
De este impulso nació, cuando apenas alcanzaba los 16 años, Clamor, un libro que publicó superando la escasez económica y en el que mostró con elegancia y buena pluma sus jóvenes, pero lúcidos, pensamientos.
Luego su vida, como la de todos, tuvo que enfocarse en la supervivencia, sin descuidar, eso sí, su trabajo literario, que mantuvo siempre vivo y que le permitió publicar más de una decena de libros.
Entre sus “oficios alimenticios”, que llamo así para distinguirlos de los literarios, fue secretaria privada de trece ministros de economía, relacionista de una empresa de telefonía y diplomática en Caracas.
También se dedicó al periodismo, campo en el que, durante mucho tiempo, escribió la Columna dórica. También escribió columnas como El Cofre de Pandora, la Columna de Granito y Cromosomas, una donde contaba noticias cortas sobre sus viajes y que se publicaba en la revista Cromos.
Con los años, como siempre, llegaron los reconocimientos. En el ámbito del periodismo recibió un Simón Bolívar y en el de la poesía recibió, en 1988, el premio Germán Saldarriaga del Valle.
En la entrega de este reconocimiento, Luis Tirado Vélez, oferente del premio, dijo lo siguiente:
“Es que en ella, agrego humildemente yo, lo personal, lo subjetivo, lo íntimo, trasunto de sus impulsos vitales, es surtidor multicolor de su riqueza interior; por eso canta con excepcional convicción al amor, al dolor, al mundo y a su patria, a su Dios; su verso, gallardo y musical, impregnado de colores, es una paleta verbal que tiene desde el carmín de una rosa hasta el violeta del amatista”.
En ese mismo discurso, Tirado Vélez recordó las palabras de Guzmán Esponda, quien, en su momento, dijo de Dora Castellanos lo siguiente:
“Ella no solamente ha sabido manejar tan diestramente las palabras, sino embellecerlas y acariciarlas en sus poemas y hacerlas fluir en su voz; cuando desgrana casi confidencialmente, sin teatralidad alguna, con la cadencia aterciopelada del habla de nuestras mujeres”.
Además de sus reconocimientos literarios (y una de las razones por las que muchos tuvimos noticia de ella por primera vez), fue que la designaron para formar parte de la Academia Colombiana de la Lengua. Era la primera mujer en lograr un puesto allí.
Esto ocurrió luego de 100 años de la creación de esta institución, en 1978. Desde ese día, y hasta el 12 de junio pasado, día de su muerte, Dora Castellano hizo parte de la Academia y participó activamente en sus decisiones.
Hoy su silla está vacía, pero sus palabras siguen vivas en cada página de los muchos libros que publicó y los otros tantos que dejó manuscritos. Sólo basta abrirlos para verlas volar.