“Lastimosamente las carreteras de nuestro país no son las más adecuadas para el desplazamiento a lugares alejados”, dice Alejandro en sonriente tono, pero en serio, muy en serio. No aparece en su tarjeta profesional la inscripción “Ingeniero de carreteras” o alguna rareza similar. Aparecen, en su lugar, tres adjetivos sucesivos muy dicientes: “Músico Instrumentalista Violinista”.
Pero Alejandro Vásquez Mejía es un músico que sabe de carreteras; las recorre -a cuestas sus instrumentos- porque entendió que afuera de la ciudad, allá, en las montañas que dora el sol de la tarde, se entreteje la música casi de forma natural.
Que conoció la música, como un perfecto enamorado, a los doce años; que el singular pálpito del barrio Aranjuez aún le mueve la sangre; que la improbable idea de crear orquestas filarmónicas pluriétnicas le roba el sueño desde hace siete años: es la lógica de la vida de un músico instrumentista y violinista que, en la plenitud de sus treinta y seis, encontró en el Resguardo Indígena Marcelino Tascón, del municipio de Valparaíso, su propio resguardo.
“En el 2016 decidí crear mi propia organización social, la Corporación Cultural Pasión y Corazón, donde creamos, desarrollamos y fortalecemos orquestas filarmónicas pluriétnicas. En la búsqueda de aliados, encontramos otra organización llamada Música para la Paz, que ya estaba en el resguardo. Lo que hice fue ir como voluntario durante dos años, darles clases y demás, y luego le presentamos el proyecto a la comunidad para fundar la primera filarmónica indígena de Colombia”, rememora con la sobriedad de un hombre ya recorrido.
Los emberá, los quinientos sabios emberá chamí de Valparaíso abrazaron a Alejandro, abrazaron sus instrumentos y dijeron “sí” porque comprendieron que la palabra “filarmónica” no respondía tanto al imaginario occidental, al “kapunía”, como suelen llamar a lo no indígena, sino que designaba a la gente de todo tipo, de toda raza, de toda sazón, que ama hacer música. Difícil intuirlo: las melodías de su resguardo saltarían al mundo.
Para ser una orquesta escuela, la Filarmónica emberá chamí ha gozado de un fuerte abrazo popular. Es querida, pedida, solicitada, recordada, escuchada. Viven, como suele suceder a los artistas de este pedazo de la Tierra, de muchas manos bondadosas, y por eso no se detienen: ensayan con mayúscula alegría; visitan, de cuando en vez, la extraña selva de Medellín; desmenuzan con sus ojos el pentagrama; dulcemente requieren el acompañamiento de la tambora…
“Para muchos de ellos fue amor a primera vista. Algunos, solo con ver los instrumentos, ya querían tocarlos. Fue una experiencia muy bonita. En la clase de iniciación musical, les mostramos cómo sonaban los instrumentos y de dónde venían, y cada uno escogió el que más le llamó la atención. No ha sido un proceso de imponer sino de compartir”, cuenta Alejandro.
Flautas, clarinetes, quenas, tamboras, cellos, violines, saxos, bajos, guitarras… Entre la Filarmónica y la orquesta escuela, suman ya 50 niños y jóvenes que, en un suceso casi espiritual, pulsan, soplan, tocan sus instrumentos con una suerte de sabiduría ancestral. Bajo la pompa de la tarde -a un costado la montaña se dora bajo los últimos fuegos del sol-, ellos llenan con sus acordes el aire profundo del Suroeste antioqueño.
“Dependemos mucho de los recursos que desde Pasión y Corazón podamos conseguir, porque mínimo tenemos que garantizar la alimentación y el transporte de los profesores voluntarios de la Filarmónica Metropolitana. Después de la pandemia tuvimos que arrancar de cero, pero gracias a varios conciertos de la Filarmónica Metropolitana hemos tenido algunos recursos para seguir aportando a este proyecto social”, manifiesta.
Cada fin de semana, con una puntualidad casi monacal, al menos un músico de la capital de Antioquia llega a Valparaíso. Ensaya con los jóvenes del resguardo, observa sus avances, deja tareas, enseña, guía, instruye. Ellos avanzan, acorde por acorde, con paciencia, porque persiguen un propósito común que se parece, más bien, a una esperanza: grabar un disco con canciones nacidas del imaginario de su propia comunidad. Por lo pronto, Alejandro insiste en que su quehacer no es otra cosa que una forma de agradecerle a la vida.
“Un programa similar en mi barrio, en Medellín, me permitió conocer un violín, conocer la música, conocer el mundo. Siempre he pensado en retribuir eso, no solo agradeciendo sino haciendo. Quiero democratizar la música sinfónica, no imponiendo ese uso de instrumentos y de música occidental, sino armonizando con el territorio, con sus músicas, con sus culturas, con sus creencias, aportando al restablecimiento de los derechos culturales”, concluye nuestro músico instrumentalista violinista, con una sonrisa bien afinada.