Es Viernes Santo. La Calle de la Ciénaga o de La Amargura, como también se le conoce, es un hervidero de gentes venidas de otras partes que están apostadas en las dos aceras de esta vía del municipio de Santo Tomás, situado en la banda oriental del Atlántico, a orillas del río Magdalena.
La música secular suena a volúmenes exagerados y de mano en mano se pasean latas de cerveza, botellas de agua y mecatos. Hay adultos y niños. Si no fuera porque es un Día Santo en las calendas católicas, cualquiera juraría que lo que allí está a punto de iniciar es un desfile de Carnaval.
Pero no. Los miles de espectadores que soportan el sol abrasante del mediodía esperan por los flagelantes, hombres —y últimamente mujeres— que deciden pagar sus promesas y mandas por milagros cumplidos golpeándose la espalda con un látigo en cuya punta oscilan bolas de cebo animal.
“La primera vez que yo me flagelé fue por un hermano mío. Se estaba muriendo y yo ofrecí la manda. Apenas la ofrecí se recuperó. Después mi señora se cayó y la operaron de la pierna. Volví a ofrecer la manda y ahí está, caminando”, dice sin muestras de dolor Ubaldo Ávila, a quien un conocido suyo le está ‘picando’ los hematomas de la espalda para drenar la sangre coagulada por los latigazos.
Ubaldo lleva casi 20 Viernes Santo flagelándose porque, según explica, la penitencia es de mínimo tres años por cada favor recibido por el Dios al que le reza. Incluso lo hizo en plena pandemia, aunque nadie lo viera.
“En el 2020 estaba lo del confinamiento y me alié con tres amigos y dijimos vamos a salir, nosotros no estamos para que nos vean sino para pagar la manda y cumplirle al Señor”, explica Ubaldo.
Lo dicho por Ubaldo hace referencia al espectáculo que se ha ido fomentando alrededor de esta práctica que cada año aglutina más de 20 mil turistas en Santo Tomás, lo que lo ha convertido, junto a la Batalla de Flores de Carnaval, en el evento más multitudinario que se lleva a cabo el municipio.
Esta práctica de la flagelación llegó de Europa a América en la época de la Colonia y la cristianización de los pueblos originarios. Inicialmente empezó en Centroamérica y se fue diseminando hacia el sur del continente.
El historiador y sociólogo Pedro Badillo Noriega señala que con la llegada en 1773 del sacerdote agustino Sebastián Balocco a Santo Tomás empezó la tradición de los flagelantes en ese pueblo del Atlántico.
“Desde entonces no ha habido un año en la historia en el que el Viernes Santo no se hayan flagelado los penitentes”, indica Badillo.
El académico recuerda que, sin embargo, fue en 1968 que esta tradición empezó a ganar masivamente adeptos locales y foráneos y estuvo relacionada con la suspensión durante siete años de cualquier ceremonia religiosa en el pueblo, como castigo de la Diócesis de Barranquilla por desobedecer la prohibición de los flagelantes.
Aquel episodio generó una asonada y desde entonces la caminata de los penitentes por Calle de la Ciénaga agradeciendo por los favores recibidos y exculpando sus pecados se convirtió en el único acto con sentido religioso, pese a que en 1965 el Concilio Vaticano haya decidido cuestionar y rechazar la flagelación por estar relacionada con costumbres paganas.
“Hasta 1968 eran apenas tres, cuatro, cinco flagelantes y solamente los veían algunos curiosos de aquí de Santo Tomás, de Palmar de Varela y Sabanagrande. Al año siguiente fueron casi 30. Después se convirtió en un hecho social que convoca más de 20 mil personas cada Viernes Santo”, acota Badillo.
En principio, los flagelantes eran solamente habitantes de Santo Tomás. Hoy vienen de todas partes del país a pagar su manda. Incluso, hay quienes se flagelan en favor de otra persona a la que ni siquiera conocen bien.
“Por ejemplo, nos contacta Fulanito. Nos dice que Dios le hizo un milagro y que quiere ofrendarle una penitencia, que si podemos flagelarnos en su nombre. Y uno acepta, porque también redimimos nuestros pecados de paso”, explica Felipe Fontalvo, otro de los veteranos penitentes.
La ceremonia arranca a la media mañana en el sector del caño de Las Palomas. Decenas de penitentes llegan acompañados de dos o tres personas, vestidos solamente con un faldón blanco, los torsos desnudos y los pies descalzos. Los rostros cubiertos con un velo o capucha.
Cuando se sienten preparados, inician la caminata de 2 kilómetros hasta la Vieja Cruz, una especie de altar al final de esta angosta vía que antes era de arena y que hace más o menos 10 años está adoquinada.
Dan siete pasos hacia adelante y tres hacia atrás, mientras rezan y se azotan la espalda con el látigo. Cuando las zonas golpeadas empiezan a inflamarse, uno de los acompañantes hace una incisión con una cuchilla para drenar la sangre.
“Esto busca emular el padecimiento de Jesús antes de la crucifixión”, dice Luis De La Hoz, habitante de Santo Tomás al que este acto ya le parece rutinario, parte del paisaje. “La gente que viene de afuera por primera vez se asombra, uno ya no. Los vecinos aprovechan y venden sus cositas para rebuscarse”, cuenta.
El camino tortuoso tarda dos horas en completarse. Cuando al fin coronan la Vieja Cruz, los flagelantes son rodeados por conocidos y curiosos y solo hasta ese momento pueden hidratarse.
Junto a ellos llegan otro tipo de penitentes, aquellos que cargan cruces pesadas de madera con corona de espinas reales y mujeres que practican el ‘Brazo de la Amargura’, que consiste en llevar la extremidad superior derecha amarrada a un listón de madera, sosteniendo una copa de vino. Deben evitar a toda costa que se derrame el líquido.
“Yo antes lo hacía, pero ahora prefiero flagelarme. Las mujeres también nos flagelamos porque María sufrió por su hijo Jesús. A mí me motivó hacerlo que mi hijo se levantó de la cama de un hospital”, cuenta Magdalena Fruto.
El presbítero Adalberto Reales Palmera es el párroco de Santo Tomás. El de este año fue su segundo Viernes Santo. Aunque guardó silencio ante la consulta de este medio sobre su posición con respecto a los flagelantes, es claro que la Iglesia Católica no está de acuerdo con esta práctica de la Edad Media, aunque convoque más gente que las procesiones.
Para los flagelantes eso poco o nada les importa, el próximo año de seguro volverán a la Calle de la Amargura los mismos penitentes —quizás más— a profesar su fe y agradecimiento lacerándose la espalda ante las miradas de miles de personas.