Imaginen ustedes esta conversación entre dos monjes, al caer la tarde en el patio del monasterio:
-Mi disco de cantos gregorianos llegó al número uno del listado clásico de la revista Billboard…
-¡Aleluya! ¿Y tu disquera ya programó una estrategia promocional de medios?
-No sólo eso, también se está planeando una gira de conciertos eclesiásticos.
Con todo lo gracioso que parezca, hay cosas que sucedieron (y otras que estuvieron a punto de suceder) en ese sentido. A finales del año 1993, uno de los discos más vendidos en el mundo era el de los cantos gregorianos de los monjes españoles de Santo Domingo de Silos. De entrada, el sello discográfico EMI Records registró 300 mil unidades vendidas, y la cifra siguió creciendo al año siguiente. De repente los cantos gregorianos se pusieron de moda.
¿Quiere esto decir que hubo 300 mil personas que tuvieron experiencias religiosas? Quizás no. El monje benedictino Ramón Álvarez, quien hizo parte del coro de esta grabación, recordaba años después: “el disco se vendió, más que por una dimensión espiritual, por un placer estético”.
Otra explicación señala que se trataba de un síndrome de fin de siglo: al acercarse el final del siglo XX y los albores del XXI, mucha gente sintió una especie de temor frente a lo desconocido y buscó instintivamente algo que le proporcionara paz interior.
Pero el fenómeno de los monjes de Silos no fue el único caso de una música sacra que alcanzara ventas discográficas importantes. En 1992 el sello Elektra publicó la grabación de la Sinfonía No. 3 del compositor polaco Henryk Gorecki. Se trataba de un compositor modesto, apenas conocido por unos pocos melómanos, pero esta grabación fue encontrando un número cada vez más grande de oyentes, primero en Inglaterra, luego en Estados Unidos y luego en el resto del mundo. La obra, que tiene un sentido melancólico y profundamente espiritual, llegó a vender más de un millón de copias.
En una entrevista que se realizó 18 años después del tremendo éxito de esta sinfonía de Gorecki, la cantante Dawn Upshaw recordaba lo que significó estar en esa grabación y decía: “no sé si hubo un secreto detrás de aquel fenómeno, más allá de que la obra habla con honestidad, es sencilla y apela directamente al corazón”.
Al año siguiente, este “boom” espiritual llevó a muchos oyentes a descubrir la música del compositor estonio Arvo Part. El sello disquero ECM lanzó su obra “Te Deum” (de claras
referencias religiosas) seguido por una gira internacional del Coro Filarmónico de Estonia. Así se cumplió algo que la industria de la música intentó pero no logró con los monjes de Silos: llevar a cabo un tour de música religiosa ortodoxa y explotarlo comercialmente. La revista Gramophone alabó la ingeniería de sonido de este proyecto, diciendo que estaba al servicio de Part tan devotamente como Part estaba al servicio de Dios.
En el año 1996 apareció el último documento de esta explosión de músicas espirituales. Esta vez fue una obra del músico finlandés Einojuhani Rautavaara. El sello disquero Ondine (con sede en Helsinki) alcanzó a vender 10 mil copias solamente en los primeros meses de publicación de una obra llamada “El ángel de la luz”. Rautavaara estaba muy interesado en la teología, y más exactamente en una de sus ramas, la angelología. Algunas personas menospreciaron esta obra diciendo que el compositor estaba entrando a los terrenos de la “nueva era”, pero hoy, pasado todo el ruido, la obra se sostiene en su verdadera profundidad.
Con la llegada del nuevo siglo, las ventas de música religiosa en disco empezaron a bajar, hasta llegar a los niveles acostumbrados. Es decir que, según la expresión comercial, volvieron a ser músicas “de nicho”. Pero quedan estos discos como testimonio de un fenómeno curioso que recuerda una de las meditaciones de San Agustín: en el siglo V, el santo se preguntaba si la gente iba a misa por escuchar las oraciones o, más bien, por escuchar la música.