Por: Ana María Lara.
En plena Edad media (siglo XII), cuando la Iglesia con el papa Gregorio VII, en el Concilio de Roma (1079), prohíbe el matrimonio a los sacerdotes y confina en los conventos a las mujeres intelectualmente inquietas, ocurre el encuentro de Abelardo y Eloísa, cuyos amores darán lugar a una leyenda que traspasó los siglos. Los enamorados del mundo entero siguen visitando hoy su tumba en el cementerio de Père Lachaise de París, al lado de grandes escritores y músicos.
La historia de estos dos humanistas va más allá de la tragedia que sufrieron. Es reveladora, por una parte, del deseo amoroso femenino asumido y reivindicado -excepcional para la época-, y por otra de la construcción de una relación intelectual y espiritual de profundo calado filosófico y literario.
Eloísa, gran lectora de los clásicos antiguos, desde la adolescencia dominaba el latín, el griego, el hebreo y prosiguió su educación al amparo de su tío, canónigo de la Catedral de París. Este confía el perfeccionamiento de la formación humanística de la doncella a un brillante y aclamado profesor de filosofía y teología, por demás muy atractivo y seductor.
El profesor es alojado en la casa del tío, feliz de impartir clases a la bella joven, 12 años menor, de cuyos méritos intelectuales ya había sido informado. Pronto, en los encuentros se mezclan las discusiones con las caricias. Abelardo cuenta: “mis manos se acercaban más fácilmente a sus pechos que a los libros”.
La pasión carnal los embriagó y Eloísa quedó embarazada. Este acontecimiento los pone a ambos en grandes dificultades: traición al tío, deshonra de la doncella y obstáculo para el futuro de Abelardo como teólogo destinado a alejarse del mundo de la carne para dedicarse totalmente a la reflexión y la enseñanza, no dejarse tentar por Eva que es la distracción y el demonio.
Sin embargo, se casaron en secreto, a pesar de las declaraciones de Eloísa contra el matrimonio, declaraciones que se deben más a la voluntad de no perjudicar a Abelardo que a una posición de vanguardia. El niño fruto de esta pasión fue llamado Astrolabio y entregado a una tía de Abelardo, en Bretaña; y Eloísa debió entrar al convento.
Pero el tío de Eloísa termina por tomar venganza, mandando dos hombres a castrar a Abelardo. Los amantes poco se volverían a ver, ella enclaustrada en el convento de Paraclito del cual llegó a ser abadesa, por 33 años, y él, culpándose de haber caído en la lujuria, pero, además, con el estigma del hombre castrado que por ello ha perdido el favor del cielo, recorriendo Francia para impartir su enseñanza de la dialéctica, siendo condenado por herejía pero terminando sus días apaciblemente en la abadía de Cluny. Antes de morir pidió ser enterrado en el convento de su amada.
Esta relación escandalosa se convierte, hasta la muerte de Abelardo, en un constante intercambio epistolar en el que Eloísa proclama su amor humano indestructible, y Abelardo, preso de la culpa, llevándola progresivamente a amarlo en Cristo y a buscar consuelo en la religión. Eloísa escribió:
“Cuando debería gemir por los pecados que he cometido, en verdad suspiro por los que no puedo cometer”. Y Abelardo: “Trate de deponer esta amargura; sin esto, no me puede gustar ni lograr conmigo la beatitud eterna.
La autenticidad de estas hermosas piezas literarias, para desconcierto de los lectores contemporáneos, ha sido puesta en duda por los historiadores especialistas del Medioevo: las cartas de Eloísa tal vez fueron escritas por el propio Abelardo, e incluso sobre la autoría de Abelardo de este intercambio epistolar, no hay acuerdo aún entre los investigadores.
Aun así, la leyenda de este amor nos sigue emocionando.