Por: Jimmy Andrés Cuadros Rojano.
Anselmo Molina Hernández, agricultor y director de la Cumbia Original de Chorrera, camina hacia su parcela bajo la canícula decembrina. Lleva su machete envainado y un calabazo. Se detiene, seca el sudor de su frente con una mano y con la otra destapa el recipiente y bebe un sorbo eterno de chicha de millo, un líquido perlado y delicioso.
“Por aquí, que nos toca caminar varios kilómetros para llegar a las parcelas porque solo hay caminos de herraduras, solo nos refresca esta bebida”, dice mientras agita su sombrero vueltiao como abanico.
Estamos en el corregimiento de Chorrera, en el municipio de Juan de Acosta, departamento del Atlántico. Se llama así por los chorros de agua que brotan de las montañas y caen al arroyo que rodea el pueblo como una serpiente enroscada.
Aquí muchas familias campesinas se dedican a fabricar artesanías, a la música y a sembrar y cultivar el millo, un cereal asiático traído a estas tierras por los españoles en tiempos de la Conquista.
“El millo es una planta que crece unos tres metros, da como fruto una especie de mazorca sin tusa, solo granos. Se cultiva entre julio y agosto y se cosecha en enero o febrero. Con el tallo se hacen además flautas con las que se interpretan cumbias y puyas”, explica Anselmo, de 72 años.
Las matronas chorreranas heredaron de los indígenas y negros esclavos los secretos de la preparación de productos a base de millo como las arepas, la chicha y los bollos, amasijos envueltos en tusas de maíz.
“Yo aprendí a preparar los bollos de millo con la receta que mi bisabuela le enseñó a mi madre. Aquí conservamos esta tradición culinaria”, afirma Juan Marcelino Ávila Ávila.
Este hombre, de 41 años, es hoy por hoy el cocinero de bollos de millo más conocido del corregimiento. Su fama ha llegado incluso a la cabecera municipal de Juan de Acosta, a donde llega cada dos días a ofrecer los envueltos y la chicha de millo.
“Cocinar para mí es orgullo. Mi mamá me decía: ‘cuando aprendas y te digan qué rico te quedó lo que cocinaste te darás cuenta de lo satisfactorio que es’”, cuenta Juan Marcelino en su centro de operaciones, un fogón de leña encendido en el traspatio de la casita donde vive, en uno de los puntos más altos de Chorrera.
Es una estructura sencilla, de fachada blanca, rodeada del verde de las plantas y las flores magentas que brotan de algunas de ellas. En la terraza hay un pilón en el que su hijo, Juan Carlos Ávila Buelvas, golpea incesantemente el grano del millo para descascararlo y poder empezar a procesarlo.
“Mi padre aprendió de los suyos y aquí estoy yo aprendiendo de él, para seguir con la tradición”, dice mientras avanza en su ardua tarea. Luego descansará para ayudar a Juan Marcelino en otra de sus especialidades: entusar y amarrar los bollos.
Después de pilar el millo, este se ventea y en eso es experta Yuris Buelvas Cermeño, esposa de Juan Marcelino. “Ventear consiste en separar el grano del afrecho, moviendo la ponchera como si estuviera echando viento”, detalla la mujer.
El millo, después de ser hervido un par de veces y lavado otras tres más, pasa al molino y allí se produce la magia: el grano se convierte en una masa acariciada con cuidado por las rústicas manos de Juan Marcelino.
Sal y azúcar al gusto. Cuando está en su punto, la masa se convierte en figuras cilíndricas que se arropan con tusas para flotar, por 20 minutos o media hora, en el agua que hierve en el fogón de leña.
“Mientras se reposan los bollos preparamos la chicha. La hacemos con la segunda agua con la que se hirvió. A esta le agregamos más millo y la ponemos a hervir hasta que alcance una consistencia espesa. La canela se hierve aparte. Luego ambas se mezclan y se endulza. Se le pica hielo y a disfrutar en totuma”, relata Juan Marcelino.
Al bollo de millo y a la chicha le sindican fuentes de hierro y vitaminas, pero también un poder afrodisiaco. Pero más allá de esto, significará por siempre uno de los rasgos identitarios de este rincón del Atlántico en el que la tradición culinaria parece una chorrera inagotable.