En 1959, el presidente Alberto Lleras promovió y autorizó el ingreso del Instituto Lingüístico de Verano a Colombia . No es desconocido el vínculo que Lleras mantuvo con Estados Unidos. El Instituto hacía parte de Wycliffe Bible Translator, una organización religiosa de vocación protestante que logró penetrar en varios países latinoamericanos con un pretexto evangelizador. En principio su finalidad era la de llevar el evangelio a regiones apartadas, particularmente a comunidades indígenas, con el ánimo de lograr que estas conocieran y tradujeran la biblia a sus propias lenguas, de la mano de lingüistas norteamericanos.
A finales de los años sesenta, la permanencia del Instituto Lingüístico de Verano en territorio colombiano empezó a ser denunciada por instituciones defensoras de derechos humanos, por organizaciones populares, campesinas e indígenas, así como por profesionales de la ciencias sociales. No obstante se mantuvo e incluso fue ampliando su radio de acción.
Incluso, en 1975, el periodista Enrique Santos, de El Tiempo, publicó un artículo en su columna Contraescape, titulado El poder oculto del Instituto Lingüístico de Verano. Para ese entonces el Instituto estaba adscrito a la División de Asuntos Indígenas. Anotaba Santos Calderón que en sus 16 años en el país, el Instituto ya era “una entidad todopoderosa y completamente autónoma que ocupa los dos últimos pisos del Mingobierno”. Y añadía: “Hoy trabajan con 37 grupos indígenas a lo largo y ancho del país; poseen una flotilla de aviones DC-3 y avionetas, 28 aeropuertos particulares, radio-transmisores directos a Estados Unidos y Panamá. Su sede central está en Lomalinda (Meta) donde han construido con trabajo indígena una verdadera ciudadela norteamericana en terrenos donados por el gobierno”.
Esa columna de Santos daba cuenta de aspectos claves del informe O1CERV-252 “Orinoquia” que había sido elaborado por una comisión de investigadores en cabeza del general José Joaquín Matallana, en ese entonces Comandante de las Fuerzas Armadas. Gracias a la columna sintética del periodista, la opinión pública conoció en un golpe de vista cómo un agente externo ocupaba la geografía a sus anchas y con fines poco claros.
Los profesionales que conformaron la Comisión representaban a varias instituciones: el Ministerio de Minas y Energía, el Inderena, el Instituto Colombiano de Antropología. el Instituto de Asuntos Nucleares y el Ministerio de Gobierno. Se trataba de un grupo interdisciplinario con capacidad de observar y registrar lo que estaba sucediendo en Lomalinda. El informe fue extenso; aspectos técnicos y geográficos fueron evaluados al detalle; la ocupación territorial y la autonomía con la que entraban y salían personas y materias primas desde las pistas, hacia y desde Estados Unidos dejaron asombrados a los comisionados. También se observaron aspectos culturales. En un aparte, el informe transcribe palabras del supervisor del Departamento técnico de Lomalinda, un estadounidense que afirmaba lo siguiente: “nosotros solo llevamos la palabra de Dios; si hay deculturización, es la obra de Dios. Nosotros no transformamos a nadie; el único que tiene capacidad de transformar a los hombre es Dios”. Aquello resumía la razón de las denuncias que hicieron de manera reiterada varias comunidades indígenas.
La soberanía nacional estaba dentro de las preocupaciones de la Comisión. La presencia de extranjeros que, sin control alguno, transitaban por el territorio terminó siendo detectada y descrita en el informe de la Comisión, para el que no solo se trataba de aculturación, sino de una gran oportunidad para inventariar y ubicar con buena tecnología recursos naturales:
“Desde hace años personal extranjero no identificado por autoridades de la región, generalmente norteamericano, recorre los territorios nacionales del Oriente en actividades de reconocimiento del área y localización de recursos naturales. (…) El extremo norte de la cordillera y la serranía de La Macarena han sido motivo de permanentes excusiones de reconocimiento, toma de muestras del suelo, marcación de puntos en el terreno y actividades más o menos clandestinas de personal extranjero no identificado, algunos de los cuales han utilizado para ello instrumentos de medición, cartas geográficas y baquianos de la región. Se comprobó por diversos testimonios serios, que se han ejecutado vuelos con aviones livianos provistos de un dispositivo suspendido fuera de la nave en vuelo, que bien puede ser un instrumento de medir o detectar radiaciones o minerales, o un bulto con abastecimientos para ser lanzado a personal que opera en tierra, en reconocimiento, en búsqueda de muestras o en explotación del subsuelo”.
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El informe de la Comisión fue amplio y preciso. Su elaboración respondió también a la necesidad que tenía el gobierno de Alfonso López Michelsen de renovar el contrato de permanencia del Instituto en el territorio. A pesar de lo observado y registrado, López renovó el contrato de permanencia y los funcionarios del Instituto fueron yendo y viniendo en cumplimiento de sus particulares labores, hasta el año 1995.
Las denuncias sobre la aculturación siguieron en pie; la evangelización que adelantó el Instituto con sus métodos lingüísticos parecía llevar detrás otros fines bien retratados en el Informe Orinoquía. Las décadas en las que permaneció el proyecto constituyeron uno de los extensos episodios vividos por comunidades indígenas sometidas a una dominación simbólica. El informe de la comisión dirigida por el general José Joaquín Matallana resultó ser un llamado urgente a preservar la soberanía de un país que debía cuidar bien sus territorios, sus recursos y a su gente.