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Tres leyendas contadas por pescadores del río Magdalena

Más que por tradición, las leyendas persisten por las vivencias que aún suenan en los relatos de los pobladores.
Diana Leal

Los mitos y las leyendas tienen una fuerte presencia en la cultura colombiana, incluso son enseñadas a los niños en los primeros grados de su vida escolar. Eso sí, cada región tiene sus propias leyendas con una historia que se ajusta al contexto y perduran en el tiempo gracias a la tradición oral que las inmortaliza.

Hay quienes no creen en la existencia de estos seres míticos o legendarios que deambulan y hacen apariciones esporádicas para dejar lecciones o reprender por las malas conductas; así como hay quienes creen fielmente en que son reales por las experiencias vividas, y por ello las respetan y honran con tributos.

“Son espíritus verdaderos, que la gente las volvió leyenda y dejó de creer en ellos, pero de que existen, existen, porque hay cosas que simplemente no son humanamente explicables”, dice Gregorio Martínez, un hombre que se dedicó a la pesca durante más de 30 años, pero que hace menos de dos años dejó este oficio para dedicarse de lleno a las artesanías, que son hasta el día de hoy su pasión y su sustento, y que sin duda es un oficio en el que es uno de los mejores por su dominio de casi cualquier material en distintas técnicas.

Conversamos con Gregorio y Libardo Castillo para conocer aquellas experiencias que, hasta el día de hoy, los hacen dar fe de la existencia de las leyendas.

El Mohán

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Foto: Jesús Díaz 

 

Libardo Castillo vivió durante los primeros años de su vida en una casa a la orilla del río Magdalena, en Arrancaplumas, Honda. Allí, cuenta que tenía una vista privilegiada a la ‘Piedra del Mohán’, un gran fragmento mineral que estaba en la mitad del río y que era especial por su enorme tamaño y su curioso color casi rojizo que la distinguía de cualquier otra piedra del río.

“En mi familia teníamos la creencia de que para mantener al Mohán feliz había que dejarle en las noches un cigarrillo, o tabaco, y un trago de aguardiente. Al otro día la copa amanecía vacía y el cigarro desaparecía”, cuenta Libardo.

Un día de diciembre, como cada año, llegaron los primos de Libardo junto a unos amigos a pasar las festividades en Honda. En la noche, Libardo bajó a dejar el cigarrillo y el aguardiente en una piedra bajo la casa. Uno de sus primos conocía de este ritual, pero no creía en el Mohán, por lo que durante varias noches esperó a que todos se durmieran para salir a tomarse el licor y fumarse el cigarrillo.

“El río se puso bravo y nosotros no sabíamos por qué. Un día nos fuimos en la noche a acompañar a la familia al terminal y él se quedó solo. Entonces, en la noche empezó a escuchar alguien que caminaba por toda la casa con pasos pesados, y en la cocina, empezaron a lanzar los platos y las ollas al piso y a las paredes”, relató.

Su primo estaba solo en la casa y pensó que se trataba algún ladrón que se había entrado, pero el sonido persistió por horas. Cuando se decidió a salir, sonó de repente un fuerte choque en la carretera, lo que lo hizo asomarse con más prisa y se sorprendió al ver que no había un solo plato roto o en el piso, todo estaba en orden, y al salir de la casa notó que no había pasado nada, no había carros accidentados ni ningún vecino cerca.

“Hay quienes dicen que pudieron ser las brujas, pero eso fue el Mohán. Cuando regresé a la casa él nos contó lo sucedido y confesó que había tomado las ofrendas que yo dejaba en la noche. Desde ese día les teme mucho a las almas y las respeta”, concluyó Libardo.

El Mohán es quizá uno de los personajes legendarios más conocidos y respetados en el Tolima. Ha sido descrito como un hombre negro corpulento y velludo, con largo cabello negro y dientes de oro. Se dice también que enamora mujeres jóvenes a la orilla del río y se las lleva a cavernas que sólo él conoce.

En los grandes ríos como el Magdalena y el Saldaña, lo llaman el Poira, tal como lo nombraron los indígenas Pijaos en su momento, quienes lo consideraban un curandero, chamán, sacerdote y oráculo. Así mismo, los ribereños y pescadores lo conocen como la fiera del río grande y suelen darle tabaco y licor para que tranquilice las aguas y les de mejor pesca.

La patasola

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Gregorio, durante su juventud recorrió muchos municipios de Colombia, cuenta que una vez, en uno de esos municipios se fue de cacería con un amigo detrás de un venado al que llevaban observando varios meses, ya sabían la ruta que frecuentaba todos los días, y estaban decididos a volver con el animal.

“Conocían el camino de ida y regreso como, diga usted, conocer la palma de la mano, entonces podíamos caminar a la hora que fuera, incluso de noche y no nos perdíamos nunca”, expone Gregorio.

El día que decidieron ir por el venado, llegaron al lugar entre las 4:00 y las 5:00 p.m. Vieron el venado, lo persiguieron, y finalmente lo cazaron a aproximadamente a las 8:00 p.m. “Nos amarramos ese venado al hombro, cada uno en un palo, y dele pa’ la montaña otra vez, y empezamos a dar y dar vueltas, y eso que conocíamos la montaña”, añade.

Cada vez que veían un camino conocido lo seguían, con la fe de salir nuevamente a la vereda de donde partieron. Pero todos los caminos los regresaban al mismo punto. Empezaron a escuchar pasos alrededor, como si alguien estuviera saltando detrás de ellos, pero no veían nada. “Yo que era joven dije: que se venga lo que sea que haya que no le tengo miedo. Normalmente cuando escucho ruido yo voy y los busco, pero no les tengo miedo, les tengo mucho respeto, eso sí, porque eso no le hacen nada a uno cuando son animales. La cosa es que allá no había nadie, ni un animal, ahí sí me pasmé por el miedo”, recordó.


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Siguieron dando vueltas sin éxito y prefirieron sentarse hasta que amaneció. Ya con la luz del día retomaron el camino y llegaron sin dificultad alguna. “Supe que había sido la patasola las que nos hizo perder por haberle hecho daño a la naturaleza”, dedujo.

La patasola era una linda mujer campesina de cabello largo y negro que fue víctima de un inhumano castigo, del cual hay varias versiones, una de ellas es que su esposo le cortó la pierna causándole la muerte, y desde entonces deambula en los espesos bosques del país, en su única pierna que se volvió una pesuña, vigilando a quienes entran en su territorio a cortar árboles o matar animales, pues no permite que les hagan daño y los asusta si lo hacen.

Se dice que odia los machetes, las peinillas y las hachas, porque le recuerdan su herida que ahora está extendida por todo el bosque. Esta leyenda se ha catalogado como una metáfora de la naturaleza herida, y la bravura del monte que castiga a quienes no lo respetan.

El pescador fantasma

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Foto: Diana Leal

Se trata de un espíritu conocido por los pescadores, pero poco documentado por la cultura popular que ha hecho más conocidas a las demás leyendas. El pescador fue un hombre que hasta su muerte se distinguió por ser reservado, solitario y muy trabajador, tanto que aún de muerto sigue siendo visto en el río pescando.

“Cuando uno va a pescar, más que todo en la noche, escucha como un bote se acerca a uno, pero no hay nada, y se ven las olas en el río de cuando pasa, a veces para y lanza el chinchorro, espera, lo levanta y se va, y repite lo mismo más adelante, eso sí nunca saca pescados, pero se siente su presencia y se ven sus movimientos”, expone Gregorio.

Según cuenta Gregorio, cuando el pescador aparece no se afecta la pesca, pero si uno pasa por donde lo vio se pueden lograr buenos resultados. Sin embargo, es un mito popular propio del pueblo pescador, que quizá solo quienes son supersticiosos o quienes crean en los espantos conozcan.

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