Un día llegó un mensaje de correo electrónico: “Hola, Edu. Es que el 17 de abril se conmemora un año más del fallecimiento de García Márquez. ¿Escribes algo sobre él para esa fecha?”
Con el mensaje viene el reto. ¿Qué escribe uno sobre alguien de quien han escrito tantos y tan bien?
Así, de pasada, recuerdo Aquellos años del boom, el maravilloso libro del español Xavi Ayén, donde recoge innumerables historias y análisis de ese movimiento literario y, por supuesto, le dedica sus buenas páginas a García Márquez, reconstruyendo con detalle anécdotas que apenas se conocían y estaban borrosas, haciendo un perfil de escritor que se llena de humanidad.
Y, siguiendo con una brevísima lista de quienes han dibujado a García Márquez con precisión, también recuerdo esa monumental biografía que escribió Gerald Martin, titulada Gabriel García Márquez: Una vida. En este librote (porque es gordo y de páginas grandes), Martin recoge con cuidado 17 años de investigación y dibuja varias líneas que definen la vida del nobel. Entre otras cosas, habla sobre sus amistades con escritores y políticos y, también, sobre las ciudades que sirvieron para que García Márquez llegara a ser quien fue: Aracataca, Barranquilla, Bogotá, Barcelona, México D.F.
Entonces, con el mensaje también llega la sensación de “¿y yo qué voy a decir que no haya sido ya dicho por alguien más (y seguramente mucho mejor)?”.
La respuesta se demoró en aparecer, pero resultó más sencilla de lo que parecía: puedo hablar de lo que significa para mí García Márquez.
La primera cita:
García Márquez apareció en mi vida en forma de libro, uno de portada amarilla que tenía el dibujo de un barco a vapor en la parte inferior derecha. Era la primera edición de El amor en los tiempos del cólera. Alguno de mis padres lo había comprado y estaba encima de la mesita de noche de mi mamá. Antes de dormirse lo leía y también cuando tenía algún minuto libre en el agite de la vida.
Ese libro se convirtió en su “lugar secreto”. Cuando le pregunté de qué se trataba me respondió con precisión y seguridad: “sobre el amor, hijo. Sobre el amor”.
Un día me atreví a abrirlo en la primera página y empecé a leer. Me aburrí como a los diez renglones y regresé a jugar con mis robots.
Veintitantos años después volví a abrirlo, ese mismo libro de carátulas amarillas. Había pasado de la biblioteca de mis papás a la mía. Durante una semana pasé horas perdido en el que ahora era mi “lugar secreto”.
La relación tóxica:
En el colegio, en octavo de bachillerato, la profesora Ana Mercedes nos dijo que debíamos leer a García Márquez, que escogiéramos uno de sus libros. Yo escogí El coronel no tiene quien le escriba porque lo tenía en la casa y era de los más corticos. En ese entonces (y aún hoy) no tenía paciencia para los libros largos.
Lo leí completo en una tarde, después de llegar del colegio.
Por la noche no me aguanté las ganas y lo volví a empezar. Me quedé dormido con el libro acostado al lado, compartiendo la almohada.
Después de esa noche volví a leerlo no sé cuántas veces más. Mi desconcierto fue mayúsculo cuando, un día, me sorprendí recitando de memoria algunos pasajes de la novela. Sentí que algo funcionaba muy bien con ese libro, pero también que me estaba obsesionando, así que decidí que nos diéramos “un tiempo”.
Ese tiempo duró casi treinta años. Solo hasta entonces lo leí de nuevo y mi sorpresa fue todavía más grande. Me volví a quedar dormido con él, compartiendo almohada.
El parricidio:
Un día dije que quería dedicarme a ser escritor y me puse a la tarea: escribí. Lo que salió fue una especie de vómito con matices literarios que era tan, pero tan malo, que no le gustó ni a mis amigos más queridos. Sin embargo, insistí y me inscribí en una maestría en escritura creativa. La terminé con una novela menos mala que la anterior, pero todavía floja. Era pura fuerza y poco fondo. Además me las daba de “raro” y jugaba a desestructurar todo porque sí, porque era chévere.
Sin embargo, un día una amiga escritora me dijo: “¿cómo puedes decir que es facilista la estructura narrativa lineal si nunca has escrito algo así?” Tenía razón, por eso me propuse escribir una historia que fuera del punto A al punto B.
En ese entonces había leído El otoño del patriarca, la novela que García Márquez publicó en 1975, ocho años después de que saliera Cien años de soledad. Según se dice, El otoño del patriarca la escribió para sacudirse del peso de Cien años de soledad. Quizás por eso es tan “retadora”. En ese libro García Márquez transgrede convenciones gramaticales, juega con los tiempos, salta constantemente entre perspectivas de narración y se arriesga a combinar registros de voz de los personajes. Para decirlo brevemente, hace lo que se le da la gana. Y le queda muy bien.
Entonces, con García Márquez en la cabeza y el reto de narrar una historia linealmente, escribí una novela basada en su manera de contar. Fue sorprendente descubrir la solidez de sus argumentos y lo bien ajustado que estaba cada elemento. García Márquez era, además de un autor con una prosa insuperable, un ingeniero meticuloso que ajustaba cada pieza con pinzas. Quedé deslumbrado y agotado. Era natural, eso pasa cuando uno tiene la soberbia de ponerse a correr al lado de un genio.
Terminé esa novela y decidí que buscaría mi propio camino. Sólo volvería a García Márquez para disfrutarlo.
Conclusión:
Una vez le escuché a una colega escritora que definía su relación con él como la que se tiene con un abuelo. A los padres se les odia y, en un momento de la vida, se rompe con ellos. Pero a los abuelos siempre se les quiere porque nos consienten, nos malcrían.
Creo que García Márquez es el abuelo literario de la generación actual de escritores. Una figura que se mira con respeto y admiración, pero con la que ya no se pelea. Solo se le quiere.