Aunque volar cometas es una actividad que en Colombia se practica una vez por año, durante el mes de agosto cuando la fuerza de los vientos aumenta considerablemente, Miller Quintero suele hacerlo cada vez que quiere. A este volador profesional de cometas, cualquier viento le es suficiente para poner en órbita sus multicolores obras de arte.
Miller Quintero es un personaje inquietante. Delgado, estatura promedio, se hace notar a donde quiera que llegue por su forma de ser. No hay un momento en que no se quede quieto. Ni siquiera cuando habla por teléfono, porque desde el otro lado del audífono suena siempre agitado.
No es que esté corriendo todo el tiempo detrás de una cometa intentando elevarla. De hecho, su único trabajo no es ese. Junto con su esposa, Sandra Prada, tienen un local comercial en San Andresito La Isla, en el que venden gafas, que les permite sostenerse y al mismo tiempo disfrutar de su hobby: buscar sitios en donde pegue el viento suficiente para “cumplir las fantasías del viento”, o pintar el cielo. Nombre romántico que le ha puesto a su hobby para referirse a los cientos de colores que hacen juego con el azul del cielo cuando hay muchas cometas en el aire.
Fue hace 17 años cuando este volador de cometas se enamoró profundamente de esos retazos de tela que, atravesados por un palo de bálsamo y amarrados a una pinta, se ponían en órbita. El gusto lo heredó a través del amor que le impregnó su señor padre por las cometas, con quien Miller tiene recuerdos de esas primeras cometas que él le enseñó a fabricar para luego volar. Y desde hace ocho años tomó esta actividad como una profesión.
Su esposa, quien le acolita como a un niño este hobby y lo acompaña a cada nueva volada, es quien se encarga de ayudarle en todos los detalles. Después de descargados los tres o cuatro bolsos gigantes, ella alista y mantiene en orden todas las herramientas que Miller pueda necesitar.
“Yo lo he apoyado desde siempre, al principio con cometas de estructura, de palos de madera, pero ahora ya con cometas de alto nivel, acrobáticas y con celdas de aire. Hemos viajado a todas partes y lo que siempre queremos es generar un ambiente agradable”, cuenta Sandra. Sobretodo para los niños, que son los principales espectadores de estos objetos voladores y a quien Miller, cada vez que puede, invita a presenciar sus espectáculos.
Volar una cometa parece una actividad sencilla. De hecho, cada agosto los padres se creen expertos y sus hijos unos aprendices. Extienden la tela, atraviesan el palo de madera, desenrollan y amarran la pita como corresponde y ponen a los más pequeños a que corran para que se eleve el artefacto.
Miller, en cambio, cada vez que sale a volar algún ejemplar de sus más de 80 cometas, carga consigo un banderín que clava en el piso y le indica la dirección del viento. Detalle con el que se quedó después en uno de sus siete festivales de cometas a los que ha asistido en Villa de Leyva, en los que en una oportunidad obtuvo un trofeo. Además, utiliza un anemómetro, un objeto que parece un celular, pero se diferencia porque en su parte superior tiene un ventilador que a través de una pantalla le registra la velocidad a la que está corriendo el viento.
Con velocidad de menos de tres metros por segundo es imposible, siquiera, intentar elevar alguna cometa. “Estamos con 2.3 de área de viento”, dice Miller después de varias corridas frustradas en las que la tela intentó desplegarse en el cielo, pero en pocos segundos volvió a caer al suelo.
Es mediodía y en este lapso de tiempo el aire suele desaparecer por completo. Tanto así que el cielo continúa de un solo color: azul. “Habrá que esperar un rato”, atina a decir Miller mientras sigue extendiendo sobre el suelo todo el arsenal que tiene. “Hay cometas de dos hilos, de cuatro hilos, hay cometas acrobáticas y además traje un Super Mario”, dice.
El día previo al vuelo, en sus redes sociales compartió la foto de un inflable con forma de este personaje icónico de los videojuegos. Todos los que acompañamos esta jornada estábamos inquietos por saber qué haría con esa figura.
De repente, el aire empezó a pegar y las primeras brisas vespertinas fueron suficientes para que Miller comenzara la parte más impresionante del show. Extendió sobre el suelo una tela blanca de seis metros de envergadura. Tres personas la sostenían, mientras él se alejaba con la cuerda y en pocos segundos, esa figura extraterrestre empezó a tomar vuelo como si tuviera vida propia. El carrete de la cuerda se extendió, por lo menos 50 metros.
“He volado hasta 200 metros cometas así”, dice Miller intentado explicar su maestría en este hobby.
La fuerza que se necesita para sostener esa cuerda es descomunal. Tanto, que si un niño quisiera agarrarla por sí solo, correría el peligro de salir volando. Literalmente. Por eso, previamente Miller había clavado una estaca de hierro en el suelo, a la que le sujeta la cuerda para que la gente pueda tomarse una foto.
“Ahora, vamos a colgarle el Super Mario”. Suspendida en el aire cual el objeto volador, y sin riesgo de que siga alejándose, Miller despliega el inflable, lo llena de aire como puede y se lo engrapa a la cuerda por medio de dos nudos ciegos. “Listo, ahora démosle más cuerda”. De a poco, el extraterrestre de 6 metros empieza a verse diminuto en el cielo azul y el Super Mario, también.
Uno por uno, los pocos espectadores piden permiso y se toman una postal para el recuerdo. De cerca, la persona sonriente aprieta la cuerda y mira la cámara mientras sonríe. A lo lejos, las dos obras de arte coloridas flotando. Miller, desprevenido, observa a los niños y sonríe por haber cumplido con su labor del día. Hacer felices a quienes les encanta volar cometas. O como él mismo dice, pintar el cielo de colores.