Cuando apenas tenía 14 años, José Armando Torres tuvo dos certezas: que su vida estaría ligada a los tambores y que en algún momento habría de conocer personalmente a Tito Puente, su ídolo. En una entrevista concedida a la Radio Nacional de Colombia el 25 de abril de 2018, entre carcajadas sonoras Torres contó los avatares de aquellas convicciones:
“En aquellos años, estamos hablando de finales de la década de los cincuenta, mis padres me regalaron un magnífico reloj suizo a cuenta de mis méritos escolares. Por esos días yo ya tenía fama de baterista, aunque no tenía instrumento, solo un par de baquetas. A sabiendas de mi gusto por la percusión, un amigo que recién había llegado de Nueva York me dio a escuchar un disco. Se trataba de ‘Tito Puente on percussion’. Apenas sonó yo supe cuál era mi destino. Le dije que se lo compraba, pero no me alcanzaba el dinero. Yo sentí que la vida se me iba cuando me dijo que otra persona estaba interesada. Inmediatamente me acordé del reloj y… así de simple, ¡se lo cambié! A partir de ese momento se me metió en la cabeza que tenía que ir a Nueva York para ver si me encontraba de frente con el que era un dios para mí”.
Nacido en Bogotá el 19 de enero de 1942, José Armando Torres se embelesó con los tambores cuando vio en una película al célebre Gene Krupa. Aunque en su casa sonaba música clásica a diario, sus padres nunca quisieron que su se dedicara a los oficios sonoros. En contra de esa voluntad se formó de manera autodidacta escuchando discos de jazz que compraba en Almacenes Daro, además de curtirse como primer redoblante en la banda de guerra del Instituto de la Salle.
Justo antes de graduarse como bachiller, un día lo abordó Joe Madrid en la Biblioteca Nacional y lo invitó a tocar en el Grill Colombia. “Yo no tengo batería”, le dijo el joven Torres al que ya era un experimentado pianista, quien ágilmente le respondió: “Eso no importa, te montas en la de la orquesta a la que le vamos abrir esta noche”. Entre el disgusto y el llanto, su mamá le preparó el ajuar que luciría en el anhelado debut que Torres recordó así: “Me senté en la batería, probé aquí, probé allá, y dije ‘arranque, maestro’… hasta el día de hoy”.
En 1964, cuando los discos de los Beatles no se habían prensado en Colombia y su popularidad era apenas un rumor, un piloto conocido por el baterista trajo en su maleta la grabación ‘Meet the Beatles’. Anonadado por el sonido, José Armando, junto a los guitarristas Luis Gutiérrez, Jaime Mondragón y Alberto Botero, conformaron Los Pelukas, agrupación pionera del rock grabado en Colombia. Tan disparatada como la portada de la única grabación que hicieron resulta la historia de este combo efímero.
Resulta que el empresario mexicano Miguel Ángel Gómez los descubrió una noche y no dudó en impulsarlos en su programa ‘Bailando en T.V’. Al término, les dijo que tenía una propuesta de un sello en Medellín. Se montaron al avión, desempacaron en el Hotel Nutibara, y al llegar a la discográfica se enteraron de que la tal oferta no existía; sin embargo, insistieron en otras empresas hasta que a Sonolux le sonó la idea. Además del disco, lograron que los alojaran tres meses en el lujoso hotel, más 100 pesos diarios de viáticos para cada uno de los despelucados. Al término grabaron ‘Son la locura desatada’ (1964), una placa que contiene baladas italianas, dos originales del grupo a ritmo de twist y seis versiones de canciones de Los Beatles interpretadas con cierto aire de ingenuo swing.
Gabriel Cuartas Franco –adlátere de Hernán Restrepo Duque en Sonolux- escribió de ellos en las notas de la grabación: “Cuando la fiesta toma una prolongada dimensión juvenil, el baile se retuerce, desvertebra y hasta casi descoyunta, el ritmo se huracana y, -en fin-, se desata la locura, esa histérica alegría que va identificando nuevos movimientos de la música popular en todo el mundo, es porque, -puede asegurarse-, han llegado… Los Pelukas”.
El estreno del disco, que se llevó a cabo en el Teatro México de Bogotá, le costó a Torres la ruptura de los meniscos de la rodilla durante una pirueta. Lo atendió el insigne médico Gabriel Ochoa Uribe, quien le dictaminó inmovilidad absoluta. A fuerza de las circunstancias, ‘Cocacolo’ –como ya era llamado en ese entonces- tuvo que abandonar el cuarteto justo cuando iban a iniciar una gira promocional que los llevaría a Centroamérica. En plena convalecencia se enteró, semanas después, que su reemplazo había muerto en un accidente automovilístico en tierras mexicanas.
Luego del infortunio, el baterista adoptó el nombre artístico que lo acompañaría hasta el final de sus días. Junto a su sexteto –conformado, entre otros, por Héctor Llamosa en la voz, Édgar Bernal en el bajo, Hernán Gutiérrez y Armando Manrique en el paino y el vibráfono, y Toño nieto en las congas- Joe Armando fue uno de los protagonistas más recordados del Grill Candilejas donde tuvo la oportunidad de alternar, y a veces tocar, en las orquestas de Pacho Galán, Alex Acosta, Benny Bustillo, Joe Madrid y Lucho Bermúdez, quien fue gran amigo suyo. Fue en ese local del centro de Bogotá donde el barítono Carlos Julio Ramírez le propuso un viaje a Canadá para participar en la Expo 67 de Montreal.
De camino a las tierras del norte, en un viaje que emprendió con la agrupación Colombia Cumbia, Joe Armando hizo escala en Nueva York. Según recuerda el baterista, algo le decía que aquel sueño adolescente pronto se iba a cumplir. En efecto, ¡Tito Puente iba a dar un concierto en la primera noche que Torres pasaría en la ciudad! De nuevo alistó su mejor pinta, de la misma manera que lo hizo cuando se estrenó como baterista junto a Joe Madrid, y se dirigió al famoso Corso, una discoteca de Manhattan donde, dicen, se inventó la salsa. Cuenta Armando que sintió un estremecimiento similar al que lo paralizó esa vez durante el concierto de Los Pelukas. Fue premonitorio ese prólogo de su viaje a Canadá donde se quedó a vivir durante 60 años.
El pasado 23 de septiembre, en el Hospital Sacre Cour de Montreal, Joe Armando murió. Según su hijo, el percusionista Yoito Alexis Torres, “… estaba pacífico cuando tomó su último aliento: su piel brillaba y lucía tan hermosa mientras estaba allí”. Colegas y familiares le recuerdan como una persona luminosa y alegre. Fue ajeno a la fama y se dedicó a la enseñanza. Pese a ser uno de los timbaleros más reputados del circuito latino en Canadá, nunca grabó a nombre propio, ya que era escéptico frente a la ilusión del éxito y las malas mañas de la industria musical. Queda, entonces, su desatada historia juvenil en Bogotá y su familia musical con la que grabó para un programa de televisión una sesión en la que, junto con la Orquesta Picante, dejó el testimonio de dos de sus amores sonoros: el jazz y la cumbia.