A Fernando le gustó el boxeo desde la primera vez que puso sus ojos sobre un ring, en el que había otros niños, pero con pantalonetas particulares, de cinturón ancho y con botas hasta la canilla. Una pasión desenfrenada por el boxeo nació en ese momento, aunque no sabía ni siquiera cómo se llamaba tal actividad.
Ese día, Fernando Flórez Villegas ayudaba a su padre a tomar fotos en una primera comunión y afuera de la iglesia en el parque principal de Florida, Valle del Cauca, estaba la escena que cautivó por completo su atención y que le daría un vuelco a su vida de niño rural.
Nacido de padres paisas que se conocieron en este municipio, Fernando experimentó desde temprana edad los altibajos de una rutina marcada por la adversidad. Sin embargo, recuerda con cariño el campo, las gallinas, la leña para cocinar y a su madre, que fue su ángel guardián desde el primer día hasta el último.
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Tenía solo doce años cuando su padre, después de insistirle hasta el cansancio, decidió acompañarlo a inscribirse a boxeo en el coliseo municipal; allí, el profe Quinovaldo le pidió como requisito una escoba y supo en los tres días siguientes, que un implemento de aseo era el precio general para todos.
No completó la semana de aprender jabs, rectos, cruzados y ganchos, pero esa pequeña prueba fue más que suficiente para que todos sus caminos lo condujeran ahí de regreso.
Fernando tenía una guardia casi inquebrantable, pero sus deberes en la finca eran más urgentes. Volvió luego de sus dieciocho años, pero don Quino ya no estaba sino en espíritu.
La guardia baja
Golpe tras golpe seguían asestando la defensa de Fernando en todos los ámbitos, sin embargo, en el deportivo fue la gota que rebosó el vaso.
El gimnasio, cosa que aún ocurre, se llenaba de aguas negras cada vez que llovía con fuerza; la entrenadora tenía más de cinco salarios en mora y las puertas del gimnasio se cerraban en la cara de sus alumnos. La calle empezó a llamar y como un luchador que se da cuenta que va perdiendo, dio varios guantazos a la lona y se bajó.
22 años tenía ya y un sinfín de oportunidades de las malas lo buscaban con insistencia. Llegó a sostener millones en sus manos, pero su corazón no encontraba paz fuera del cuadrilátero y fue así como se halló en un espiral de eventos desafortunados, enfrentando trabajos peligrosos y con una lucha interna contra sus propios demonios.
Pero la vida, o Dios, siempre impredecible, le ofreció una segunda oportunidad: convertirse en padre y encontrar su vocación, pero esta vez, como entrenador de boxeo.
La falta de apoyo
Ese humilde gimnasio lo recibió nuevamente y con el correr de los años, se convirtió en una incubadora de talento, produciendo campeones departamentales y nacionales. Su dedicación incansable y su fe en el potencial de sus pupilos, los llevaron a visitar otros continentes, pero más allá de las medallas, su mayor logro radica en la capacidad de inspirar a otros a perseguir sus sueños sin importar las circunstancias.
Hoy, el legado de Fernando, quien cuenta con cuarenta años vividos uno a uno, trasciende las fronteras de su comunidad con más de quince boxeadores profesionales formados bajo su liderazgo y miles de ‘peleas invisibles’ que se superan a diario.
‘Atila Box’, como se llama este grupo emergente, está estrenando gimnasio y aunque aún faltan peras, guantes y sacos, esperan poder con todo, seguir dejando el deporte en alto y hacer entender a los vallecaucanos que vale la pena apostarle al boxeo y cualquier disciplina que enfoque a los jóvenes en una vida mejor.