Este artículo, en primera persona, fue escrito con base en la entrevista a Laura Furones en el programa ‘El Mundo es un Pañuelo’ de la Radio Nacional de Colombia. Laura Furones es coautora del informe ‘Última Línea de Defensa’, publicado por Global Witness, sobre 227 asesinatos de defensores y defensoras de la tierra y del medio ambientes en 2020, uno de los motivos por los cuales se han movilizado miles de activistas en todo el mundo con ocasión de la COP-26 en Glasgow (Escocia).
En 2020, Global Witness registró 227 asesinatos de personas defensoras de la tierra y del medio ambiente. Del total, 65 ocurrieron en Colombia, 30 en México, 29 en Filipinas, 20 en Brasil, 17 en Honduras, 13 en Guatemala, 12 en Nicaragua, 6 en Perú, 4 en la India, 3 en Indonesia y Sudáfrica, dos casos en Sudáfrica y Tailandia, y un caso en Costa Rica, Nepal, Kiribati, Uganda, Arabia Saudita, Irak, Argentina, Canadá y Sri Lanka.
Es la cifra más alta desde que se inició el monitoreo, en 2012. La tendencia ha venido de mal a peor, está lejos de mejorar y ha llegado a un punto crítico: existe correlación entre el agravamiento de la crisis climática y el aumento de los asesinatos y otras violencias contra las y los defensores de la tierra y el medio ambiente.
No siempre es fácil identificar a los instigadores. Con suerte, se logra señalar a los perpetradores materiales, a los que usaron un cuchillo o pulsaron el gatillo de una pistola, pero detrás están industrias agroindustriales o extractoras de minerales o combustibles fósiles que operan en territorios donde habitan comunidades que experimentan la extinción de sus recursos naturales y que se han organizado para defenderlos pacíficamente. No obstante, sus líderes y lideresas son perseguidos, estigmatizados, judicializados, desplazados, desaparecidos, violentados sexualmente o asesinados.
Han asesinado a 227 personas que realizaban una labor que nos debería corresponder a todos, sin excepción. Lo que han hecho para ellos y sus comunidades, en realidad lo han hecho por todos nosotros. No hay duda de que los factores que aceleran la crisis climática nos afectan a todos y a algunos de manera dramática.
Los defensores de la tierra y del ambiente son quienes, por su trabajo, están en la primera línea de resistencia contra todos los factores que destruyen el planeta. Viven en un estado de mayor vulnerabilidad porque son perseguidos y criminalizados, paradójicamente, por defender los recursos de los cuales depende nuestra sobrevivencia en el planeta.
Los 227 asesinatos son apenas la punta del iceberg de los ataques letales. Hay una gama amplia, muy amplia, de agresiones no letales, pero igualmente graves: hostigamientos, intimidaciones, violaciones, expulsiones desde sus territorios, despojos jurídicos o la destrucción de sus bienes materiales.
Somos conscientes de que todos los ataques no letales constituyen un espectro muy amplio de persecución y bloqueo al trabajo de los defensores y defensoras de la tierra y del medio ambiente. Nuestros datos son extremadamente conservadores porque solo reportan los casos más extremos y letales.
A los casos no letales se les suele prestar menos atención porque se les considera menos graves, aun cuando todos sabemos que son miles y complejos de resolver, entre otras razones, porque para las víctimas es casi siempre difícil acceder a la justicia; en muchos países, no son prioritarias para los jueces.
Nuestro objetivo, en todos los casos, es la comunicación y la colaboración permanente con organizaciones de la sociedad civil en distintos países. Son ellas —más que los gobiernos y el sistema judicial— las que suelen tener información de primera mano sobre los asesinatos que ocurren en sus territorios.
Por su experiencia y conocimiento, las organizaciones civiles son claves para entender el origen de los asesinatos, el contexto local, la historia personal y comunitaria y, sobre todo, para tener certeza de que son personas que han defendido la tierra y el medio ambiente de manera pacífica—un requisito sin el cual, el caso no se registra en nuestra base de datos—. El asesinato tiene que estar relacionado con la defensa de la tierra y el medio ambiente. Son datos específicos que no se encuentran fácilmente en los registros de prensa, por ejemplo.
Solemos reportar muchos más casos de América Latina. La razón es que hay más organizaciones de la sociedad civil recabando la información que buscamos. Uno puede llegar a pensar que en América Latina hay más casos que en África, cuando en realidad hay muchísimos menos que allá. Los casos africanos tienen menos visibilidad solo porque no llegan a nuestros oídos y no los documentamos; no porque no existan.
Por desgracia, este año América Latina siguió figurando en primer lugar, conforme a la tendencia histórica. Es la región con más asesinatos: en 2020, tres de cada cuatro crímenes; entre siete de los diez países más afectados a nivel mundial. Pensemos en Brasil, en la región centroamericana y en tantos contextos de conflictos, a veces muy complejos.
En Colombia, los asesinatos de defensores de la tierra y del medio ambiente ocurren en un contexto de mucha impunidad y poco seguimiento a la investigación judicial. Se podría decir que es muy fácil asesinarlos porque es muy difícil que haya consecuencias para los perpetradores.
No obstante, hay que decir que las organizaciones de sociedad civil en América Latina son posiblemente de las más activas a nivel global. Esto tiene la enorme ventaja de que se visibiliza mucho más la labor de los defensores, aunque por ello están más expuestas. Creemos que existe una relación entre el hecho de que las organizaciones de la sociedad civil sean más activas con que tengan que enfrentar más amenazas.
El aumento del número de casos en México es escalofriante. Aunque históricamente ha sido un país complicado para los defensores de la tierra y del medio ambiente, llama la atención que, de los treinta casos registrados en 2020, muchos están ligados a la tala de bosques, es decir, al sector de las industrias madereras.
La pandemia ha tenido un impacto tan devastador para los defensores y defensoras del territorio, como para el común de los ciudadanos, pero con situaciones más apremiantes para las comunidades marginadas y los pueblos indígenas.
Los defensores y defensoras de la tierra, por lo general, son personas anónimas para el resto de la sociedad, pero muy importantes para sus comunidades porque viven con ellas defendiendo el territorio. Lamentablemente su trabajo ha sido minado por los efectos en la salud, la pérdida de ingresos y dificultades en el acceso a la justicia debido al cierre de muchas instituciones o a la prestación parcial de servicios. Muchos asesinatos han quedado por ahí como escondidos, en medio de las urgencias asociadas a la pandemia.
Algunos gobiernos —como los de Colombia y Brasil— han aprovechado la pandemia como pretexto para impulsar medidas legales de mayor control sobre los ciudadanos, algunas de ellas draconianas, con impacto sobre las personas individualmente consideradas y sobre la democracia y los derechos humanos. La pandemia nos ha hecho retroceder en materia de derechos humanos.
No podemos subestimar que los gobiernos tienen absoluta responsabilidad sobre sus ciudadanos y que los defensores de la tierra viven en situación de especial vulnerabilidad; por tanto, deben ser objeto de una especial protección por parte del Estado. Los gobiernos no la están proporcionando como se requiere para que puedan realizar su labor sin poner en riesgo sus vidas.
Los gobiernos tienen la obligación de garantizarles su integridad personal y su rol social, no solo atacando las causas subyacentes sino también esclareciendo quiénes les matan; proporcionándoles protección efectiva; tomando en serio las alertas tempranas cuando son amenazadas o estigmatizadas; actuando con toda la fuerza del sistema judicial para que la impunidad quede relegada y los responsables sean enjuiciados; y reiterando el mensaje de que el Estado no cohonesta los asesinatos y otras violencias contra los defensoras y defensoras de la tierra.
No es coincidencia que todos los asesinatos, menos uno —en Canadá— ocurrieron en países del Sur global que, en general, aparecen en los escalones más bajos del ranking de la gobernanza, la transparencia y los logros contra la corrupción.
El papel de las empresas es fundamental, aunque es difícil decir hasta qué punto. Por desgracia, detrás de muchos asesinatos —no de forma material, pero sí intelectual— son determinantes los intereses empresariales. Las empresas pueden y deben reglamentar sus formas de intervenir en los territorios y frente a las comunidades que los defienden. Tantos las transnacionales como las locales tienen deberes morales y esperamos que legales: asegurar que sus operaciones no están ligadas de ninguna manera a violaciones de los derechos humanos.
Las empresas pueden hacer mucho por generar condiciones laborales dignas y respetar los derechos humanos de sus trabajadores y de quienes son víctimas de amenazas o intimidaciones por defenderlos y por defender los territorios y los recursos naturales de los que depende su vida. Por fortuna, hay experiencias inspiradoras en esa materia. Hay empresas que han asumido una actitud proactiva en materia de derechos humanos. En todo caso, el mercado debe estar regulado por el Estado para que la vida de los defensores de la tierra y del medio ambiente no dependa solo de la buena voluntad de unos cuantos.
El Acuerdo de Escazú en América Latina es una iniciativa encomiable, como también la Ley sobre responsabilidad corporativa que está en la Mesa de la Comisión Europea. Ambos son instrumentos que, bien aplicados, pueden convertirse en una oportunidad para que las empresas se impongan límites y dejen de hacer cualquier cosa en cualquier lugar. Como cualquier ciudadano, las empresas deben operar bajo reglas claras que señalen qué pueden hacer y qué no pueden hacer. Y no hay duda de que una tarea básica a los defensores y defensoras de la tierra y del medio ambiente.