Por: José Oquendo. Radio Nacional de Colombia Barranquilla
El canto del gallo y el cacareo de la gallina se vuelven más intensos. Olivia Carmona, con su paciencia a prueba de balas, espanta a los animales amagando una carrera corta para que se vayan al traspatio sin alborotarles más el ánimo. Luego, explica que antes de encementar una amplia zona del piso del patio y ampliar el techo de paja, estos andaban a sus anchas y en armonía con el perro de la casa.
Ahora, sentada en una silla plástica pintada de un blanco venido a menos por el uso constante, reprocha a los tres que no se adapten al nuevo ámbito del traspatio, con guacal y vegetación abundante, pero reducido. Acto seguido, reconoce que se sentiría igual si no fuese porque allí funciona el taller-escuela que lleva su nombre –el primero constituido bajo ese concepto y reconocido por el Ministerio de Cultura– y en el que diez jóvenes de San Jacinto (Bolívar) reciben todo lo que Olivia Carmona sabe sobre tejeduría.
En el lugar hay telares, están colgadas varias hamacas y mochilas, además de los devanadores que enrollan el hilo de tejer. La madera de monte, materia prima de las herramientas para tejer, impregna todo con su olor, desde las maticas de ají que picotean el gallo y la gallina en el traspatio, hasta el tanque metálico donde se almacena el agua. Hay mucho más que en el patio de la vieja casa donde su abuela se dedicaba a los tejidos sin más pretensión que espantar el tedio en las tardes de bochorno insoportable, mientras Olivia la observaba con especial interés.
En aquella época, Olivia hacía preguntas que su abuela no podía responderle, pues en su afán por conocer más sobre la tejeduría la llevaba a un pasado remoto en el que poco interés tenía la abuela, envuelta en la rutina de trabajar y vender sus artesanías para ayudar a sostener el hogar.
Siendo adulta, Olivia y tres sanjacinteros más emprendieron una empresa que a muchos les pareció delirante a principios de los años 70: investigar la historia del municipio. No había libros de referencia –aún no los hay–, ni fotos. Las conversaciones con los ancianos del pueblo los llevaron a la extracción de las materias primas de la tejeduría como pilar de la cultura local, empezando por el hilo, el cual se obtenía del algodón, y el proceso de teñirlos artesanalmente. “Había pinturas industriales, pero nosotros queríamos profundizar en los indígenas zenúes porque ellos teñían con las plantas”, dice Olivia.
Por ese camino aprendieron que antes de la llegada de Antonio De la Torre en 1776, había una civilización indígena organizada en torno a la naturaleza, con la artesanía, la música y la caza como principales actividades. Aún es posible ver en San Jacinto casas que guardan relación con las de aquella época, con pisos de tierra y paredes de bahareque coronadas por un amplio techo de paja que cubre la terraza y el andén, proyectando una sombra providencial que protege del sol inclemente.
De lo que nada queda es de la costumbre indígena de trocar artesanías por víveres: quien quiera una hamaca o una vasija debe pagar el precio justo por ello. “Descubrimos nuestra historia y nos conocimos a nosotros mismos, pero eso no quiere decir que nos vamos a quedar en el pasado. No; hay que evolucionar”, asegura Olivia, acompañando sus palabras con el delicado vuelo de sus dedos esmaltados.
Todo lo aprendido en aquellas jornadas de entrevistas le permitieron afirmarse en su pasado y proyectarse. Varios años después, a inicios de la década de los 90, fue elegida para dar clases en un colegio rural en el que enseñaba tejeduría e historia de San Jacinto. Aquello se truncó de golpe por circunstancias que escapaban de sus manos, y creyó que era el fin de su corta carrera de docente. Tuvieron que pasar más de 20 años para comprender que era una estación intermedia.
Fue hace aproximadamente un año, cuando el Ministerio de Cultura puso en marcha un proyecto para formalizar las escuelas de artesanía que funcionaban en el pueblo. Luego vino la apertura de una convocatoria para dirigir el primer taller de la región, a la cual aplicaron siete reconocidas artesanas para medir sus conocimientos.
En los resultados Olivia fue la que mejor calificación obtuvo. “Es un gran orgullo, pero también una gran responsabilidad. Más que todo, me entusiasma trabajar con jóvenes porque ellos no estaban muy interesados por el mal pago. anteriormente, éramos solo mujeres las que tejíamos, pero ese paradigma se ha roto”, asegura Olivia.
Esta maestra junta y separa sus manos por un breve lapso, a la altura del mentón, para formar un círculo que se cierra en el vientre con los dedos entrelazados otra vez, una circunferencia que simboliza el mundo de San Jacinto magnificado por sus nostalgias.
A pocos metros de allí, tres de sus discípulos trabajan en sus tejidos propios y miran de reojo la imponente hamaca multicolor de dos metros y medio de ancho que está al fondo. Se trata del examen final del taller en el cual deben trabajar todos. Mauricio, el único hombre aprendiz a esta hora, se anima a reanudar el diseño que dejó a medias en la última sesión, una figura indígena que simboliza la comunión entre el hombre y a tierra.
El telar de once franjas está soportado por dos largueros verticales que sostienen todo el peso, dos travesaños delgados unidos a los largueros, dos palos conocidos como latas de cabeza y de traba –ubicados en los extremos superior e inferior de la estructura–, la paleta que da mayor precisión para el artesano y la lanzadera que envuelve el tejido, una cuña que mantiene la tela tensa y un templador que mide el ancho del diseño.
Mauricio retoma el trabajo con gran destreza, sus manos se mueven por todo el telar sin tropiezo, como murciélago en las tinieblas. Simboliza una generación de sanjacinteros jóvenes que se preparan para recibir el legado de los viejos artesanos, y de unos hombres que ya le están haciendo más caso a la vena artística que a los estereotipos.
A Olivia Carmona le bastaron un par de preguntas informales y fijarse en el claro de sus ojos para darse cuenta de que Mauricio tiene futuro como artesano. Fue una entrevista diferente a las que sostiene con todos los que manifiestan voluntad de inscribirse en su escuela, pues para ella era también un reto enseñar tejeduría a un hombre porque, históricamente, en San Jacinto ellos solo podían dedicarse al campo y la música.
Pero en todo caso no se trataba de un terreno inexplorado, pues una de las tantas luchas libradas por las artesanas ha sido por un espacio propio para reunirse y buscar más salidas para sus productos sin ser vistas como transgresoras. A ella misma le había tocado hacer malabarismos para aplacar el recelo de su marido e hijos y dejarles clara su determinación indesmayable de abrirle nuevos horizontes a la tejeduría. Nada fácil, diría un incauto, para quien cumplía con el encargo de sus clientes mientras atendía todos los menesteres de su hogar. Por el camino se quedaron varias artesanas que no se atrevieron a desafiar el orden establecido.
Si Olivia Carmona había logrado doblegar el carácter férreo de su marido, enseñar a Mauricio se antojaba “papita pa’l loro”, como dice ella para definir una actividad fácil de realizar. “Todo es arte. Uno coge un mango y se lo come, pero no mira sus colores. Fíjese que todos los colores en la naturaleza se mezclan con armonía: el naranja con rojo del mango maduro, el blanco con negro del mico tití, el arcoíris. Solo hay que ver”, sostiene Olivia.
En este punto, orgullosa e imponente, dice que en toda su vida no se ha encontrado con nadie que no haya aprendido a tejer con excelencia bajo su guía, hombre o mujer. Pide que ojalá le tocara un caso aparte, alguien de veras negado para esto y convertirlo en un artesano como Dios manda. Hasta que en el traspatio el gallo la gallina se trenzan con el perro mientras que Olivia Carmona apura otra carrera corta para espantarlos.