Por: Adriana Chica García
Entre la frondosa vegetación del sendero Guasimo, los rayos cálidos de los 35° de La Virginia apenas se sienten. Y la humedad se enfría con el agua de la quebrada que cae de pequeñas cascadas. Allí, dentro del bosque seco tropical, los campesinos de la vereda El Aguacate encontraron la forma de obtener recursos mientras protegen y conservan los humedales y la naturaleza de los que viven y en los que viven.
Hace casi nueve años, en parte de las 1.331 hectáreas de la vertiente occidental de la cordillera Central, donde se ubican las veredas La Palma y El Aguacate -las únicas dos existentes en el municipio de La Virginia, en Risaralda-, fue diseñado por los mismos habitantes de la zona el sendero Guasimo, en medio del bosque del que solo queda el 8% de la cobertura original en todo el país.
El ecosistema está entre los 0 y 1.000 m.s.n.m., formado por acueductos veredales de manantiales fríos. La zona de recuperación está intervenida con escalinatas, pasarelas y 9 puentes de hasta 17 metros, elaborados en guadua por los mismos vecinos de la vereda, quienes además instalaron señales de interpretación, bancas de descanso y observación y un módulo turístico.
“Es un camino peatonal de casi dos kilómetros, faltan 37 metros para completarlos, pero no lo creamos nosotros, eso lo fue formando la misma naturaleza, nosotros solo aprovechamos los caminos de los ríos”, explica Hoover Barreneche guiando los pasos por el sendero. Él es el presidente de la Junta de Acción Comunal de El Aguacate y quien tomó la iniciativa de proyectar su vereda como sitio propicio para el senderismo y el avistamiento de aves.
Con la de él, son 24 familias las que conforman El Aguacate, la mayoría dedicadas a la agricultura de plátano y cacao, algunas con un pequeño ganado y otras, como Hoover, cultivando peces en piscinas naturales. En la década de los ochentas y noventas fueron muchos más, pero la crisis de los cafeteros y el narcotráfico fueron reduciendo el poblado, cuenta Hoover.
“Los cafetales fueron decayendo por las altas temperaturas de acá, y las enfermedades que les cayeron. Y la gente ‘bobita’ empezó a vender sus tierras a esos narcotraficantes, que tenían la idea de sembrar coca aquí, pero nunca lo hicieron; esos terrenos ahora están en extinción de dominio”, asegura Hoover. En todo caso, de la agricultura están malviviendo, con recursos apenas para sobrevivir, por eso le apostaron al turismo.
“Había dos problemas, la contaminación de las fuente hídricas y la situación económica difícil”. Hoover parece recordarlo al toparse con bolsas de mecato tiradas cerca de una de las quebradas que conduce el sendero, una de las más visitadas por sus aguas profundas y frías, dice. Luego de recibir apoyo de la comunidad, se puso en la tarea de gestionar los recursos para poder construirlo, y fue a parar a la Carder -Corporación Autónoma Regional de Risaralda-.
Así, guía hoy expediciones -sobre todo de extranjeros- por los caminos que ha transitado desde chico, buscando los animales que le han aparecido desde entonces y cuyos nombres científicos ha aprendido a conocer con las visitas de expertos. Turpiales, guacamayas, azulejos, loritos y pavas son algunas aves que llegan a avistar; pero también han visto miquitos, armadillos, serpientes, nutrias y hasta panteras.
Durante el recorrido las hojas de los árboles y el pasto a veces se movían por el paso de algún animal, pero ninguno se dejó ver en la hora de senderismo. Pero ahí están, asegura Hoover, quien se proclama su guardián. “¿Si no los cuidamos nosotros, quién?”, se pregunta. “Yo amo el campo, soy nacido en el campo. Y si esos humedales se secan nos lleva el ‘verriondo’, o a nuestros hijos, porque nos quedamos sin agua. La gente tiene que tomar conciencia de eso”, sentencia.