Por: Natalia Cabrera.
Según los historiadores los primeros indígenas que habitaron las tierras fértiles, cálidas y húmedas del litoral Pacífico nariñense fueron los Sindaguas.
Sin embargo, esta comunidad fue vencida y obligada a refugiarse en la selva para evitar el exterminio. Alrededor de 240 años después, cuando el francés Edouard Andre llegó hasta Altaquer (hoy corregimiento de Barbacoas) encontró a los descendientes de los guerreros Sindaguas, es decir a los Kwaikeres (nombre con el que fueron bautizados por los blancos por estar al lado del río Kwaiker, hoy Guisa).
Y desde ese entonces siguieron luchando para no caer como esclavos, para defender sus tierras, para que sean respetados como comunidad: los Awá van por el mundo, con pasos llenos de tradición como los que han recorrido sus ancestros en el piedemonte costero, tierra de los municipios de Barbacoas, Ricaurte y Tumaco en Nariño.
“En realidad ellos provienen de un valiente pueblo guerrero, pero hay una cosa que hay que destacar de los actuales Awá es la sabiduría para enfrentar la violencia solo por medio de la palabra, ellos no tienen arma distinta que las deducciones lógicas sobre los males que causa la guerra”, asegura Eduardo Zúñiga, exgobernador de Nariño y antropólogo.
Lo anterior se refleja en su modo de expresarse y vestirse, son personas de estatura baja, con una mirada profunda, tes trigueña, cabello liso y negro. Son cautos al hablar, saben que una palabra dicha no tiene retorno.
Son amantes, conocedores y protectores de la naturaleza:
“Para nosotros la selva es vida, es un espacio donde recreamos la historia, la relación con madre naturaleza, tanto el hombre como la mujer, porque de ella vivimos y de ella aprendemos”, dice Jaime Pascal, quien relata la sensible relación de su comunidad con la tierra que pisa y que muchos han intentado arrebatar.
Memorizan la selva día tras día, son nómadas, desde el principio de su existencia, sus pies han pisado diferentes suelos, por eso sus viviendas están separadas por kilometrados caminos de espeso monte de hasta tres horas de recorrido a pié. Jaime toma aliento y aprovecha el espacio para reclamar, pues en la selva colombiana sus antepasados no eran reconocidos.
“Hace un siglo no ha habido un reconocimiento por parte del Estado, además podemos decir que hemos vivido así en plena selva, pero en el año 1990 se trata de organizar como cabildos y resguardos para que haya reconocimiento”, explica.
Son hablantes de awapit, ‘el idioma de los hombres’, y protegen las tradiciones con recelo. Los hombres deben salir a cazar, a trabajar la tierra para demostrar que pueden mantener a la familia.
Mientras tanto, las mujeres se quedan las chozas tejiendo la igra, un tejido tradicional, un producto cultural que integra elementos de la naturaleza desde el momento de la recolección de la fibra, como son las fases de la luna; el cueche que representa un transitorio de la vida, y se visualiza al cerrar el cuerpo de la mochila. Ellas son quienes mantienen vivas las costumbres y le enseñan a los hijos el awapit.
“Nosotras estamos planteando como mujeres que tenemos un papel muy importante dentro de nuestra comunidad, porque somos las encargadas de transmitir los saberes propios”, señala Elvia Bisbicuz Canticus.
Hoy son 30 mil indígenas Awá y se reconocen por sus ocho apellidos que llevan con orgullo. Jaime Pascal llama la atención a Colombia, diciendo que viven en territorios sagrados y que sus derechos deben ser respetados como los de todos, en igualdad de condiciones.
“Como pueblo y como inkal Awá yo digo que nos siga reconociendo y que nos valore nuestra cultura y por otro lado que nos respete la vida, la familia porque nos está masacrando”, puntualiza.
Estas son las huellas de los hijos de la montaña, un pueblo que se opone a ser olvidado, una cultura aferrada a la tierra. Son Awá, un pueblo que se niega a desaparecer.