Una Constitución es como la hoja de ruta de un país. Fija la división de los poderes del Estado, sus relaciones con los ciudadanos y pretende ser un marco para el desarrollo de la sociedad.
En Colombia, la Constitución de 1991 sustituyó la anterior que llevaba más de un siglo, la constitución de 1886, centralista y confesional, insuficiente para reconocer las complejidades de nuestra sociedad.
El proyecto para una nueva constitución se desarrolló desde 1989 con la “séptima papeleta”, iniciativa del movimiento estudiantil para llamar a una Asamblea Constituyente, que, con 70 miembros, inicia su labor el 9 de diciembre de 1990, y culmina el 4 de julio de 1991.
La conformaron representantes de los partidos conservador, liberal y fuerzas de izquierda, indígenas y voceros de las guerrillas desmovilizadas. Fue firmada por Álvaro Gómez, Horacio Serpa y Antonio Navarro. Esta Carta buscó recoger y reflejar la realidad del país, con un modelo económico liberal, con la desmovilización de varios grupos guerrilleros, en especial del M-19, y la visibilización creciente de las comunidades étnicas, de las mujeres, y de las personas LGBTI y la lucha por su reconocimiento.
Todos somos ciudadanos, pero el proceso constituyente quiso poner de presente que había unos ciudadanos ignorados, excluidos o estigmatizados, y con la Constitución de 1991 se pretendió remediar esta situación, abriendo la puerta a una democracia participativa para todos.
En la nueva Constitución, las comunidades indígenas y afros, otrora consideradas como ciudadanos de segunda clase, como menores que habían de ser tutelados, son reconocidas como sujetos colectivos y sus culturas con sus propias normas deberían ser respetadas. Así mismo, el artículo 13 estableció que no habrá discriminación por razones de sexo, raza, origen familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica de las personas. En el artículo 19, se reconoce y garantiza la libertad de cultos y la pluralidad religiosa.
Según el censo de 2018, la población colombiana se compone de 87.58% de blancos y mestizos, 9.35% de afros, raizales y palenqueros; 4.4% de indígenas y 0.006% de Rom (gitanos). Desde 1991, las minorías son reconocidas y protegidas por la Constitución. El artículo 7 de la Carta enuncia: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”. El artículo 8: “Es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la nación”.
Igualmente, la Constitución estableció curules especiales en el Congreso de la República para los indígenas y los afrodescendientes. Además, promueve la etnoeducación y cupos especiales para personas indígenas y afro en las universidades públicas.
En cuanto a los grupos afro, con la promulgación de la ley 70 de 1993, en desarrollo del artículo transitorio 55 de la Constitución, se reconoce el derecho a la propiedad de los territorios ancestrales de estas comunidades, con la titulación de tierras colectivas. Este último proceso, en muchos casos, es objeto de litigios aún no resueltos. Por su parte los Rom, con el decreto 2957 del 6 de agosto de 2010, logran el reconocimiento de su cultura y la creación de políticas públicas especiales para sus comunidades.
Estos progresos inscritos en la Constitución se hacen realidad progresivamente. Sin embargo, tienen que enfrentar los prejuicios y los intereses arraigados en una sociedad aún impregnada de valores conservadores, y reacia frente a la autonomía de los individuos. Así mismo, frente a la cuestión de la tierra, todavía priman intereses de sectores latifundistas. A través de luchas organizadas con movilizaciones de las minorías, a veces con un alto costo en vidas y de acciones como la tutela, la acción popular o la consulta previa, las minorías se han ido empoderando y han logrado cada vez mayor reconocimiento y respeto.