Landero, el rey de la cumbia
Por: Jorge García Usta
(A Rocío García)
El hombre delgado y cincuentón, de pómulos francos y sombrero de vaquero, había pasado tocando su acordeón durante tres días con sus noches en un pueblito perdido donde los campesinos, casi todos de raza negra, le dicen que sus cumbias son un regalo de Dios. A su regreso, la sala de su casa parecía estar saliendo de un naufragio. En la repisas, las bocas de vioejos trofeos mostraban facturas de pagos y plumas de pavorreal y vasos y botellas, y debajo de las mecedoras papeles y escupitajos.
Así quedaba la sala cuando el hombre regresaba de alguna correría por los montes, seguido de sus compadres. En plena era del esplendor de la televisión y los grandes negocios musicales en las capitales, el hombre seguía metiéndose en los montes como si ese fuera su designio. Solo el acordeón permanecía ajeno a este término de vendaval –que era su regreso-, mimado dentro de un estuche aislado, en uno de los cuartos de la casa.
Ahora, yacente entre colillas de cigarrillos y botellas vacías, el hombre entrecerró sus ojos cansados y se recostó en la mecedora para oír mejor la canción que cantaba Jorge Oñate, un cantante que le gustaba, y hablaba de la fugacidad del amor y la brevedad de la vida.
Mientras cabeceaba, iba aprobando la canción. Luego, hizo un gesto de regusto, espantó un revoltijo de moscas y escupió en una charca de saliva, donde también escupían dos de sus compadres que dormían la borrachera a su lado.
Del otro lado de la sala, el rostro de perdulario de su compadre Carlos Mendoza lo estaba mirando con una perrería cifrada.
-Oiga compadre –le dijo Mendoza-. Y usted disque duró 3 días perdido con el negrerío del Flamenco. Y dizque solo tocando, no me friegue.
El hombre revolvió el sombrero en las manos con un adermán incierto, perdiendo su perfil mimoso. Dijo:
-Mire, compadre, yo voy donde me quieren. Y no es usted la persona…
El compadre Mendoza prosiguió, implacable y teatral:
-Y este hombre, el señor Andrés Landeros (y lo mostró al resto de los asistentes al fin de la parranda) se puso a bailar con esas mujeres que ni que se metan en el arroyo se le moja el pelo.
Aún aletargado, en medio de algunas risitas, Landeros logró dirigir a su compadre una mirada de dureza especial.
-Está bueno de pendejadas, ya se para donde va usted.
-Hediondas a bijao todas –insistió Mendoza-. Pero usted estése tranquilo, compadre. Ya sabemos qué es lo que Andrés Landeros busca en Flamenco- agregó y miró a la mujer ancha, sonriente, de ojos verdes intensos, que acababa de aparecer en la puerta de la cocina atraída por las voces.
Landeros pareció envararse un solo instante.
-No me friegue más –dijo- que si es por mi mujer, cuando yo hablo primero en esta casa, ella obedece. Cuando ella manda, yo obedezco. Así que acabe la pendejada.
Casi enseguida el compadre Mendoza desvió la mirada hacía el televisor y pidió que lo encendieran sin decir para qué.
Landeros volvió a mirarlo.
-Ay, ay, ¿con que novelitas? Farto. Oiga mis canciones para que conozca la vida.
Dicho esto, Landeros se tomó un trago y se puso en pie para sacar a bailar a su mujer. El compadre Mendoza lo miró caminar, sonriendo.
-Ah, carajo –grito- para el hombre que duró tres días sin bañarse y ahorta viene a apretujar a la comadre. Vea lo que sufren las mujeres.
Landeros pegó su mejilla a la de su mujer, y esta lo envolvió con un grueso brazo de amparo. Comenzaron a bailar suavemente la canción que, ahora, insistía en la brevedad de la vida. Cerraron lo ojos y dieron tres vueltas casi danzando.
-Este es el reino de los querendones –grito Landeros, abriendo, con dificultad, un ojo- y al que le duela, que le duela.
Y volviendo a cerrar los ojos y prensando en los labios un gesto de sabrosura, apretó a su mujer, y ella sonrió dulcemente con los ojos cerrados.
La infancia
Cincuenta años atrás, su madre Rosalba Landeros –de la que heredaría el apellido y la obstinación- le había gritado, desesperada: “como la casa te pica, te vas pal monte”. Landeros llevaba la vida normal de un niño costeño, con sus emperramientos con las delicias de la calle: cometas, trompos y bolitas de uña: el verdadero paraíso.
La decisión de su madre lo hizo abandonar San Jacinto para internase en los montes aledaños, donde lo esperaba su padrastro, Dolores Estrada, con una muequieta de mundo que él no olvidaría nunca.
Elmonte –los arrozales son nadie, las vacas, la soledad demasiado grande- resultaba un mundo impuesto que se le malquerenció a los pocos días; le mereció un encarnizado desprecio solitario. Una semana después, Landeros no desperdiciaba ocasión para agredir ese mundo, sometiéndolo a desquites inmediatos. Pisaba con desgano los caminos, escupía sin gracia, trozaba sin causa las matas de plátano.
Su padrastro, quien a diferencia de los otros familiares, pensaba que la mejor música era el silencio del campo, lo dejó hacer. Le encomendó, en cambio, distraído, un montón de faenas amontonadas para irle bajando la espuma al orgullo.
La persistencia del padrastro terminó por afirmarle a Landeros la querencia por la tierra con la lentitud del animal retobado y con su mismo amor invariable, hasta el extremo de que en su vida de músico, una de las disciplinas para componer canciones (además de aprovechar la malñana desolada que seguía a una gran fiesta, pero en un patio solitario, o viajando en buses entre otros campesinos) sería irse al monte, a sentir sólo la sola palpitación de la tierra.
Los oficiso impuestos por su padrastro eran agotadores: limpiar las matas de tabaco, los yucales y los maíces y tres hectáreas de caña de azúcar, cuyas cargas tenía que echarse al hombro para traerlas a la casa. Sin embargo, durante mucho tiempo, la diligencia mostraba por Landeros no terminaba de convencer a su padrastro, quien dispuso su mansa zorrería para descubrir la ignorancia de Landeros sobre el campo. Un a tarde lo invitó a cortar y apiñar hojas de bijao, una hoja sin mator valor comercial, empleada con frecuencia como mantel campesino.
-Son para vender, papa –preguntó Landeros.
Su padrastro lo miró inalterable.
-Sí, mijo, le dijo con voz cansada-. Son para vender.
Donde manda la sangre
-Yo encontré eso de la música ya alzado en la sangre –sostiene Landeros.
Su padre, Isaías Guerra fue un gaitero de los que acompañó la hueste briosa de Toño Fernández en los tiempos de realce de la gaita y cuando ésta era reina de los pueblos de la región. El abuelo de Landeros fue tamborilero y sus tíos tocaban el redoblante. Sin embargo, su vocación se mantuvo latente hasta la adolescencia y se manifestaría con la modulación de un hechizo, cuando oyó el viejo son “El tigre mono”. Y sintió que algo hondo se le revolcaba en la sangre. Y se sintió inesperadamente aturdido y feliz: “Como un poquito más hombre”, dice.
A los 17 años, siendo un muchacho buido, de labia fácil, Landeros estaba más interesado en hacer vida aparte y convencerse a sí mismo de sus mandarrías prácticas como hombre que en enrolarse como músico por aquellas perdideces, en un oficio que su padrastro, Dolores Estrada (como tantos otros campesinos acosados por prejuicios feudales inmemoriales) consideraba despreciable. Sería el diablo el que lo haría volver para siempre a la música.
Para independizarse de la tutela paterna, Landeros se atrevió a comprar un pedazo de tierra por los breñales de Matachín, y sembrar dos mil matas de tabaco y varios callos de yuca. Vivía solo y volvía a San Jacinto, apenas los fines de semana.
En una de sus visitas dominicales y cuando ya se apretaba para volver al monte, oyó que en el pueblo tocaban El tigre mono”. Lo tocaba Pedro Arrieta, un acordeonista que siempre le pareció algo morisquetero, aunque bueno de manos. Poseído por la cadencia, Landeros se aprendió el son con una obsesión tan frenética y declarada que sus amigos pensarosn que se estaba enloqueciendo porque, estrenando pasión, Landeros se quedaba silbando la canción durante horas. En la soledad del monte lo cantaba al levantarse, al salir de los cultivos, al almorzar y en la tarde. Y, luego, se dio a silbar la sonaja del son en la noche.
Su único vecino en esas lejuras era el viejo Caro, un anciano desgalichado, con cara de barro seco, entregado a sus cultivos. Pocos días después, el viejo le pidió a Landeros, un poquito de silencio, porque la continuidad insoportable de los silbidos lo tenía aturdido. Envalentonado, Landeros lo desoyó y recrudeció la tanda con chiflidos. Esa misma noche hasta muy tarde, se solazó con silbidos de todas las marcas.
La tarde siguiente, Landeros vio en el rostro del viejo Caro un imprecisable gesto de mansedumbre, un extraño visaje: un filo desconocido. La tarde iba cayendo, el silbido de Landeros creció exasperante, pero el viejo Caro no dio muestras de molestia. Cuando Landeros cruzó frente a él, el viejo le sonrió con una amargura cansada.
La noche cerrada ocupó el monte. Landeros sacó un taburete y se sentó a esperar el sueño en la puerta del rancho. Entonces oyó aquello.
Primero fue un brisaje como de ristra de viento que golpea, numerándolas, las varetas de un potrillo. Yluego, alguien o algo, metido en las tinieblas, silbaba “El tigre mono” 7, 8 ó 9 veces seguidas, sin error, cada vez con mayor perfección rítmica y ya con asomos de deleite.
Landeros oyó la última cantada, de pie, atolondrado, chorreando sudor a palanganadas. Se persignó. Se encomendó a Papa Dios y a la Virgen, y alcanzó a pedir perdón antes de echar a correr hasta el pueblo.
Su madre lo recibió alarmada y examinó su frente: ardía. Acostado y en el centro de un horror apelmazado, Landeros la llamó y cuando ella se volvió, él murmuró antes de entrar al sueño:
-Mama, vi al diablo.
Rosalba Landeros se arregló en la madrugada y se fue al monte. Igual que la tarde anterior, el viejo Caro seguía espectralizado por su propia mansedumbre y se había agachado a recoger cosas en su patio cuando Rosalba Landeros le preguntó por el diablo.
- No siempre sale, seño. Sale a veces, cuando lo aprecia -le dijo.
De regreso, ella le contó a su hijo que el viejo Caro mientras le hablaba, parecía mirar algo en la lejanía. Algo que ella, agregó, no veía.
El invierno milagroso
Con el triunfo del diablo, Landeros volvió a la música, ayudado por el invierno providencial. Pacho Rada, uno de los cuatro juglares esenciales de la música vallenata, arrimó su correría por San Jacinto y vendió su acordeón por 60 pesos. El comprador, Miguel Landeros, primo de Andrés, estuvo mirando su compra como cosa de misterio antes de llevarla a casa. Cuando lo vio, la fascinación de Landeros fue tan frenética como el despiporre de su silbo anterior. Le sobaba la mano como a borde de mujer soñada. Los primos, hermanándose, se reunían por las tardes en casa de Miguel para desentrañar, rasguñándolas, las artes del instrumento.
El fino tripaje del acordeón y su propensión a la melancolía eran extraños en un pueblo cautivado aún por la gaitería ancestral. En los bailes de gramófono, se molían invariablemente boleros y algunas rancheras, o se invitaba a Toño Fernández, pero éste prefería las presentaciones escuetas en la plaza, las delicias públicas.
El aprendizaje del acordeón de los Landeros fue interrumpido por una denuncia anónima que los sindicó de querer provocar disturbios con las bullarangas vespertinas de un instrumento desconocido. Ambos carecían de filiación política. Pero el ámbito de violencia, creado por el asesinato de Gaitán, imponía la presencia de merodeadores de esqui-1 na o a caballo y una calma quebradiza, llena de filtros de provocación.
Semanas después de la prohibición, Landeros se quedó oyendo, fuera de la casa, evaluando el ímpetu de la lluvia. Entró y le dijo a Miguel, su primo, que tocaran el acordeón en el patio. Comprobó, entonces, que la melancolía del acordeón no traspasaba el muro sonoro de la lluvia y quedaba envasada en los predios de la casa.
Así que desde entonces apenas se descuajaba el aguacero y trepidaban los alerones de la casa, los dos muchachos desarrumaban el acordeón y se cuadraban, marciales, er\los taburetes de cuero para la práctica, aprovechando la impunidad prestada por la lluvia. Cuando aquel invierno acabó, Landeros ya pulsaba y cantaba una media docena de canciones de la región. Pero no había olvidado la tramoya de la prohibición. Tres meses después cuando Elisio Carval le pidió que le llevara una serenata a su novia, Landeros lo hizo, le cobró las canciones y, luego, le puso la mano en el hombro. "Elisio -le dijo— casi que te quedas sin serenata". Carval le preguntó por qué. "Porque tú fuiste el que me denunció", dijo Landeros y comenzó a alejarse.
- Ya ves, Elisio, lo que arregla la música.
El tribunal de los matarifes
En San Jacinto no tardó en regarse --como fuga de hija de rico- la fama de Landeros como virtuoso del acordeón, y en caer el rumor en los periódicos verbales de cantinas y billares, pero Landeros sabía que era una fama apresurada, inquietante. Sabía que le faltaba mucho, que no tardarían en probarlo -como era costumbre en la tradición musical del pueblo- y temía una decepción prematura.
La primera oportunidad para examinar, en público, su destreza inicial llegó cuando Vicente Fernández, un comerciante del mercado público, alegrón y echado para delante, lo repechó en una esquina de la plaza y lo convidó al mercado.
-Los matarifes te esperan -le dijo, aparentemente sin otra intención. Pero Landeros sabía que la mansa invitación encubría un desafío. Fernández agregó:
-Sabemos que eres un diablo con ese aparato.
Landeros se sintió sin aire, pero el otro hombre aparentó no advertir la incomodidad de su alma.
-¿Qué es la vaina? ¿Sabes o no sabes?
-No es para tanto, Vicentico -respondió Landeros- Yo medio sé.
-¿Qué tanto sabes?
Landeros creyó encontrar una salida fácil.
-Bueno, así como para alegrar borrachos.
El rostro de Fernández se iluminó.
-Ay, mi madre, Andresito, si eso es lo que necesitamos.
Los matarifes, algo ebrios, lo repararon al llegar, ceñudos, expectantes. Habían acabado las artes de la matanza y en el piso había sanguaza fresca, restos de tripas. Era un debut inesperado (Uno de ellos, recuerda Landeros, dijo: "Andala, si el muchacho es hasta serio"). Con los nervios enlazados en una sonrisa helada, Landeros se abrió paso para posesionarse del espacio donde tocaría. Abrió el cuerpo del acordeón, se encomendó a sus gracias y tocó las seis canciones que se sabía, variando el orden de repetición. Una hora después, los matarifes entusiasmados le jondeaban elogios celestes y lo incorporaban a la rueda de la bebezón.
En tres horas de música, Landeros se ganó 12 pesos, una suma de dinero que apenas podía ganarse en 5 días de duro trabajo de monte. Rosalba Landeros notó su orgullo guapachoso cuando volvió a su casa y le preguntó qué le pasaba. "Me voy pa la música, mama" dijo Landeros y enseguida se dirigió a su hermano: "Ahí te dejo las maticas de tabaco".
Cuando se enteró de aquello, su padrastro, Dolores Estrada, se vino para el pueblo a pronunciarse contra el ultraje que el muchacho le había hecho a los honores del monte, pero cuando llegó a la casa encontró a Rosalba Landeros preparando el bastimento del mediodía.
-Ya sé -gritó desde la sala-. Ya sé la pendejá de Andrés.
Rosalba Landeros trató de interceder.
-No te pongas así, Dole, deja que el muchacho...
Dolores Estrada se sacudió las abarcas en un ademán majestuoso y no dejó que su mujer terminara de hablar.
-¿Que no qué? Tú eres la que le das capa. Yo lo sabía.
-Dole, dole -repitió Rosalba Landeros.
Dolores Estrada dio la vuelta hacia la puerta.
-Tan bien como estaba pintando -farfulló en el umbral-. Flojo, carajo, será para toda la vida.
El primer acordeón
El primer buen acordeón que tuvo Landeros también se lo ganarían sus virtudes. Se lo regaló, en mitad de una larga parranda, José Tanus, un hijo de comerciantes árabes de El Carmen de Bolívar. Se sentaron desde por la mañana en una cantina frente a la plaza del pueblo hasta cuando Tanus notó los esfuerzos que hacía Landeros por rebasar las posibilidades de su acordeón. "Tú necesitas otra cosa", le dijo Tanus, antes de conducirlo al almacén de un árabe, donde lo hizo mirar tos acordeones colgados en las pitas que atravesaban de un lado a otro el almacén. Le dijo que escogiera el que le gustara: "Te lo mereces".
Landeros tenía entonces 25 años y una camisa y un pantalón kaki. Y andaba errante, con el acordeón al hombro por los pueblos, caseríos y palenques del inmenso sabanal. Esperaba el camión, de pie en la carretera, "soy Landeros" decía y se tiraba con el acordeón, en la parte trasera, entre macheteros sudorosas y rejuntas de gallinas.
Su fama estaba creciendo. Lo llamaban ya a tocar en los festejos más diversos, en una región dominada todavía por bloques de montaña virgen, y Landeros se metía a vadear brazos de ríos y a oir el canto de los decimeros sobre el amor, la patria y la muerte. Así terminó aprendiendo a componer cuartetas, a amaestrar el oído y la visión sobre ese mundo y a enamorarse, de una vez y para siempre, de la cumbia, que 20 años después sería convertida en una pieza arqueológica, un espectáculo para turistas, pero que Landeros llevaría, en un braceo casi agonizante, a sus perrenques de baile vivo, como lo dictaban sus orígenes: bailable en cualquier parte, a cualquier hora, por cualquier persona.
Con su primer buen acordeón, compuso varias canciones. La primera de ellas, "Alicia la campesina", en honor de su primer amor, una muchacha delgada y fileña, muy apegada a su madre, Rosalba Landeros. Y con ese mismo acordeón fue invitado a San Juan a una fiesta de dirección desconocida. Landeros y su acompañante, el cajero, tropezaron con un borracho en la carretera, que se ofreció a llevarlos. Cuando encontraron la casa, el borracho entró a ella con una familiaridad atrabiliaria que Landeros, según su código campesino, consideró inaceptable.
El borracho lo llevó casi a empellones ante el alcalde del pueblo, Mario Puello. Le dijo lo de siempre: "Alcalde, aquí le traigo al hombre. Es un diablo con ese aparato".
Tranquilo, con el acordeón engarfiado, Landeros oyó el reto bonachón del alcalde: "Si no sirves, te sacamos por las orejas".
Landeros tocaría durante horas. A la cuarta canción la gente comenzó a pararse y a ir donde él para meterle billetes en el bolsillo. De pronto, del fondo de la sala, una muchacha muy garbosa y muy altiva, se puso en pie con un gesto resuelto y atravesó la sala. Tenía los ojos de un color verde hechizado y mientras Landeros la miraba a fondo y se aprendía su color, ella se acercó, mirándolo, y le metió, también mirándolo, el billete en el bolsillo.
Dio la vuelta hacia su silla, simuló oir algo a sus espaldas y aprovechó para mirar atrás. Y allí estaba el hombre del acordeón, mirando, no su cuerpo, sino un lugar en sus ojos. (Era la misma sinceridad urgente en la amistosa advertencia de los ojos, como cuando a sus 28 años, en Labarcés, un pueblito bolivarense, una negra le pidió, después de una noche de fiesta: "Ay, Landeros, no se vaya todavía". Él le dijo: "Bueno, Domi, ya me voy". Ella le pidió otra vez que se quedara. El se fue pero la dejó para siempre en una canción. Se llamaba Domitila Bello. Y muchos no perdonan aún el misterio de ese amor).
Aunque su amor por Alicia se mantenía, Landeros aceptó la invitación del padre de la muchacha de los ojos verdes para ir a tocar una fiesta en su hacienda "Elena Ramona", famosa en la región. Alistó sus dos mejores mudas de ropa y le dijo a su madre, como siempre, que iba a tocar al monte: regresaba en dos días. Dos semanas después cuando seguía sin saberse nada de él, Rosalba Landeros, acompañada por Alicia, fue a buscarlo a la finca. Una dijo que era su madre. La otra dijo que era su hermana. Años después, Landeros daba esta explicación: "Ese fue el error: no decir la verdad".
Landeros no estaba allí sino en un pueblo cercano, El Guamo. Con la quijada apretada en un gesto que desconocían en la finca, Rosalba Landeros dio las gracias por la atención recibida y se dispuso a marcharse. Pero se detuvo en la bajada del corredor de la casa y se dirigió a la mujer del hacendado: "Seño, me hace el favor de decírmele a ese jovencito que a mí el que me las hace el 15, el 16 me las paga". A su regreso, Landeros reconoció el sello de la advertencia. Fue a los potreros y le pidió a un vaquero amigo que le dijera a la muchacha que se iban prontico. "Prontico cuándo" dijo el vaquero. "Ahora mismo" repuso Landeros.
Se quedó solo y ansioso, esperando a la muchacha. Ella apareció tranquila. Y la luz de sus ojos era la misma.
Lastenia Blanco vigila la parranda
Esa mujer que salió al camino con el músico ansioso se llama Lastenia Blanco y está ahora, comprensiva, atenta, siguiendo los azares de la parranda de su marido, ordenando con señales de mano a uno de sus hijos, para que cambie la música de acuerdo con los gruñidos de su padre, que urge un trago remedando el chupo de una trompeta.
Juan Fernández, sobrino de Toño Fernández, y él también gran gaitero, se pone en pie y deja ver su magrura de garza. Guapirrea al viento y va y maneja la botella de ron como si trabajara la ubre de una vaca.
-En lo hondo del hombre, encuentra paz -dice mientras mira a Landeros beber.
Landeros cerró los ojos enseguida y se recostó en la mecedora. Parece que después de varios días de ron y música, va a dormirse. Fernández pide en voz baja una canción que suena y Landeros salta, como herido, ladeándose.
-Ay, esa Magdalena Ruíz -exclama Landeros, sin abrir los ojos. Su voz tiene una repentina fibra de lamento.
La canción se llama "Magdalena Ruíz" y es un homenaje a una cumbiambera sanjacintera que recuerda el honor y el sabor de los viejos tiempos. Todos exhalan una especie de réquiem en suspiros por aquella sal antigua. Sólo los ojos de Fernández -unos coágulos de malicia- no están de acuerdo con la dirección de la añoranza.
-Eso fue antes -dice-. Pero aquí se está perdiendo todo.
El gaitero había estado la noche anterior en una tienda, bebiendo y oyendo gaitas y canciones de Enrique Díaz, y se sentía agradecido con uno de los temas, el de una mujer picara que a él le recordaba otra mujer real. Tres muchachos se pararon ante el dueño de la tienda para protestar por esas músicas corronchas. Fernández había cogido su sombrero y se había largado.
-Quien es el que toca ahí, ah -preguntó Landeros, altivo. Se dirigió a Fernández.
-Yo me hago respetar, Juan Chuchita. ¿Oyes, oyes ese acordeón? Ese no es ningún Joselito.
Sus ojos estaban endurecidos y tenía la voz indignada.
-A mí no me importa nada de eso. La cumbia mía no es para pendejos. Yo solo tengo una frustración.
Los hombres se miraron. El compadre Mendoza, que estaba embebido en las perraterías de la telenovela, volvió la mirada. Landeros volvió a escupir en la charca compartida y dijo:
-Conocen la suiri, ese pájaro colimbo y cenizoso. Bueno, mi frustración es que con el acordeón no he podido dar una escala que da ese maldito animal.
El paisaje y la canción
Landeros es el creador de más de 400 canciones entre paseos, sones, merengues, pero se le quiere, sobre todo, por sus cumbias que han recorrido el país y se escuchan, en una especie de deleite religioso, en todos los festivales del litoral donde presentan cumbias. Ajeno a las polémicas acostumbradas, señala que "la cumbia es distinta según la región, la de José Barros y la de las sabanas de Sucre son distintas a la mía". Afirma que la cumbia es un canto de predominio negro -como lo relata en su canción "Canto negro"-, originado en San Jacinto, como tantos otros enfatizan el aporte indígena del ritmo y su nacimiento en Ovejas o El Banco.
Lo único cierto es que Landeros ha sido el más constante defensor de la cumbia entre los acordeonistas de valor y cada disco suyo ha incorporado cumbias, en franca desobediencia de las imposiciones comercialistas para las que la cumbia es apenas para tímidas exportaciones.
Landeros es tan frontal como la tierra que estatuyó su alma. Por eso no le han importado el fraude que sufrió hace muchos años en el festival vallenato ni los manejos de Sayco, a la que está afiliado hace cerca de 30 años, y de la que apenas dice: "Esa, esa también le da cova a uno".
Su mayor riqueza está en los recuerdos. Uno de ellos, el de la gira por México, donde recibió una aceptación multitudinaria. La gente se arremolinaba en su hotel y Landeros sonreía y firmaba autógrafos, feliz de estar en la tierra de los mariachis. La cantante Carmen Rivero, después de oírlo, le dijo que ahora sí aceptaba que la cumbia era colombiana. Samuel Turcón, un influyente periodista de farándula, le informó que "La Pava Congona" había vendido más de un millón de discos y las ganancias eran fabulosas, pero Landeros recibió, mes y medio después de la gira, 18 mil pesos. "La muerte de Eduardo Lora" -la canción que parece conmoverlo más, compuesta bajo el impacto de la muerte de su amigo, -le ha dejado una enorme riqueza anímica.; "El palito de guayabo" le reportó 42 mil pesos y "Carmen Viberos" algo más de 30 mil. La canción de mayores ganancias, 80 mil pesos, ha sido "La Pava Congona", el mismo nombre que le puso a la pequeña finca que pudo comprar con el dinero que se ganó en la gira mejicana.
Va a la finca todos los días, muy temprano y regresa al mediodía.
-Tengo que aceptar que estoy envejeciendo. Es hora de volver a la tierra -dice. Está vestido con una camisa verde y un pantalón rojo, tiene una gorra y en las muñecas lleva un reloj y una esclava. Desciende por la carretera con una vara en la mano, repartiendo saludos. Frunce el ceño para mirar la lejanía. Dice:
-Fíjese lo que es la música: las montañas que inspiraron "La Pava Congona" desaparecieron, pero la canción es para siempre.
Aparición natural de la cumbia
"La Pava Congona", una de las más bellas cumbias creadas jamás de los jamases en este mundo historial, tenía por nombre inicial "Una tarde en la montaña" por haber sido originada una tarde en la montaña, una de las grandes montañas que existieron en las cercanías de San Jacinto.
Una fiesta dominical de veinteañeros, a la que Landeros había sido invitado, se prolongó hasta las últimas horas de la tarde. El crepúsculo era rotundo. Landeros vio que el macho de los ojos de las parejas desprendía un brillo de aviso, una titilación lujuriosa. Sintió la ronda del deseo cerrándose sobre ellos y agarró su sombrero.
- Ustedes están ya muy avanzados -gritó-. Landeros se va. Landeros no va a pagar muerto que otro mató.
Uno de los muchachos brotó de la maleza y lo tranquilizó, prometiéndole que no habría problemas. Landeros le hizo la indagación en los ojos. Convencido, fue a sentarse enfrente del rancho de la fiesta, en una gran piedra circular que parecía los restos de un altar indígena.
El sol estaba muriendo. De repente, la naturaleza se desató en una explosión casual de impagable belleza. Y Landeros quedó en el centro del prodigio. Vio el reflejo dorado de un sol que moría y el reflejo cruzaba por el centro de una inmensa telaraña que pendía de un horcón del rancho. Una gota de agua, caída del techo del rancho, rodó por la telaraña, traspasada violentamente por el sol, y Landeros sintió que la gota caía a toda la tierra. Enseguida, cantaron los pájaros, cantó el juan polo. Cantó la suiri. Cantó la pava congona. Durante un instante, en un tiempo que no era el real, los colores y los sonidos quedaron envueltos en la misma torrencial belleza, y frente a ella, el hombre, Landeros, perplejo como ante el principio de la creación.
Cuando pudo recuperarse ya era la noche. Lo único que pensó fue:
-Carajo, esto es una cumbia.
San Jacinto, 1989