Foto: Archivo Emisora HJUT / Universidad Jorge Tadeo Lozano
Juan Carlos Garay
Como la gran mayoría, conocí a Bernardo Hoyos gracias a los medios de comunicación. Aún me sorprende el alcance que tuvo su programa ‘Cine Arte’, los fines de semana a altas horas de la noche: diez años después de su muerte, cuando les hablo a muchas personas acerca de quien fue mi maestro, suelen decir: “Ah si, el señor de las gafas gruesas, el que presentaba las películas de cine”.
Pero en mi caso recuerdo dos espacios anteriores. Uno de ellos era ‘Esta es su vida’, un programa de entrevistas producido por la Cadena 3 de Inravisión (antes de que se llamara Señal Colombia) y cuya cortina musical era el ‘Homenaje a Edith Piaf’, una pieza para piano en Do menor del compositor francés Francis Poulenc.
En aquel programa, Bernardo Hoyos desplegaba todas las cualidades de un buen entrevistador: más que disparar un cuestionario, hacía que todo pareciera una conversación. Parecía conocer de todos los temas: por igual podía hablar con músicos, antropólogos, dramaturgos o arquitectos. En realidad, se preparaba muy bien antes de cada entrevista y recurría a un arsenal de información que era parte de su cultura. Creo que la pérdida de su visión, que no era ceguera total pero sí un impedimento considerable, hizo que desarrollara mucho más los otros sentidos, como también la intuición y la memoria.
El otro programa era su espacio radial de la Emisora HJUT, que tuvo varios nombres (en su última etapa se llamó ‘Música nocturna’) y que durante mucho tiempo presentó con la obra de un compositor inglés que admiraba: el primer movimiento de la Sinfonía número 1 de William Boyce.
¿Cómo llegué a conocerlo en persona? Cuando estaba en séptimo u octavo semestre tuve algo que suele sucederles a muchos estudiantes, una crisis de carrera: no sabía si en verdad quería ser comunicador. O más bien, no sabía si había espacio en los medios de comunicación para unas inquietudes tan específicamente culturales como las mías. Pensé que la única persona que podía ayudarme a salir de esa crisis era Bernardo Hoyos, para mí el símbolo más alto del periodismo cultural. Así que usé todo mi arsenal de periodista en ciernes para conseguir su número telefónico. Lo llamé. Contestó él. Su voz era inconfundible.
Fue absolutamente amable de inmediato. Le conté de manera resumida por qué razón necesitaba hablar con él. Me citó a su casa para la semana siguiente. Y cuando llegó el día, me recibió en la sala. No estaba solo. Con el tiempo me fui dando cuenta de que por la sala de su casa desfilaban muchos amigos y él sabía convertir casi todas las tardes en tertulias, no pocas veces acompañándose de un buen whisky.
No estaba solo, insisto, pero me dedicó tiempo y concentración. A mí, que era un simple estudiante universitario. Y lo que más me sorprendió fue una característica que tuvo siempre: su optimismo. Veía la gestión y la comunicación cultural como un terreno lleno de oportunidades, sin importar lo difícil que fuera el emprendimiento. Me habló de las posibilidades que vislumbraba para la radio: en ese entonces Bogotá tenía cinco emisoras culturales. También me habló de la opción de abrir caminos a través de la escritura periodística y me recomendó algunos libros.
Con el tiempo empecé a frecuentar esas tertulias en su casa. No se me olvida una tarde en que me mostró su colección de discos. Por una cuestión generacional, tenía más vinilos que CDs. Y entre los vinilos, su tesoro más preciado: un estuche de lujo del sello Decca con las óperas completas de Wagner dirigidas por Sir Georg Solti. Me habló del productor de aquellas grabaciones: un señor llamado John Culshaw que él había conocido en su paso por la BBC de Londres. Y luego habló de Londres y de muchas otras cosas. Simplemente era un deleite oírlo hablar.
En esa época yo tenía una novia llamada Sol, que estudiaba psicología. Una tarde le pregunté a Bernardo si podía ir con mi novia. Me dijo que sí, que por supuesto, y cuando llegamos le brindó toda la atención a ella. Cuando supo que era estudiante de psicología le confesó, casi disculpándose, que solo había leído un libro de Sigmund Freud: “La interpretación de los sueños”, pero que le había despertado mucho interés. Lo que siguió aquella tarde fue una especie de entrevista, como las del programa “Esta es su vida”: Bernardo Hoyos le pidió a Sol que le explicara el funcionamiento de la mente durante la etapa del sueño, citó una frase de William Shakespeare: “Estamos hechos de la materia de nuestros sueños” y, por último, le contó un sueño recurrente para que ella le ayudara a interpretarlo. Sobra decir que Sol salió encantada.
Y luego vino el episodio por el que le estaré agradecido de por vida. Apliqué a una beca de posgrado para estudiar en Washington. Me pedían una carta de recomendación. Le pregunté si me podía ayudar con ese requisito y en una semana me entregó la carta que atesoro todavía. Está llena de elogios acerca de aquel joven de 22 años que cada vez veo más lejano. Esa carta me recuerda que fui inteligente, versátil y un montón de adjetivos más, o al menos así me veía él, con su corta vista y su desbordante optimismo. La carta logró su cometido. Me dieron la beca.
Antes de irme para Washington lo fui a visitar a su casa, para agradecerle. Me habló maravillas de la ciudad, me dijo que no dejara de visitar los museos del Instituto Smithsonian. Me contó que se llamaban así por un señor de apellido Smithson. También me habló del monumento a Lincoln, que para él tenía mucho valor porque allí cantó la soprano de raza negra Marian Anderson, en 1939, como un paso más en la lucha por la igualdad de derechos de la gente afro. Y me contó emocionado los detalles de aquel concierto como si hubiera estado allí.
Escucharlo hablar era un deleite. Y como lo conocí personalmente, puedo decir que ese entusiasmo, esa erudición, esa compostura, esa elegancia, eran genuinos. Hoy en la televisión se ven muchas personas que parecen aportar a duras penas su figura pero sin mucho trasfondo. Bernardo pertenecía a otra época de los medios de comunicación, una en que importaba más el contenido que la forma, y más la verdadera esencia que las fórmulas prefabricadas.