"Soy un pesimista de bandera": Pala
“Yo y ya”: así titula el disco en el que Pala, sumergiéndose en las aguas de sí mismo, intentó hace años definir esta enigmática palabra: yo. Pero no vine a hablarles de “Yo y ya”. Vine a hablarles del poeta-cantor o cantor-poeta que lo parió. Vine a hablarles de un tipo universal. Vine a hablarles de un hombre que dice llamarse Carlos Palacio (yo no le creo), que jura tener “cincuenta y bastantes años” (no se le notan), que vive con seis gatos (y una esposa), que en sus años juveniles gritó al cielo que odiaba a Medellín y que hoy —¡qué cosa es la vida!— está justamente allí, feliz, metido en el quinto piso de un edificio de La 70 entre fotos y libros, memorias y silencios, y un balcón desde el cual, como enmarcada, permanece ella, la ciudad, la Medellín convulsa, rápida, bulliciosa, imposible.
El silencio
Su casa: el sitio primordial. Está como apartada del barullo y el hollín. Es como una burbuja sacrosanta. En su altura, apenas si se siente, lejano, tenue, el zumbido de abejas de la colmena-ciudad: caravanas de autos, motores de no sé qué, gritos de vendedores de frutas, ladridos, el sofoco mismo del Valle de Aburrá, que también suena... La prefiere sazonada con el tibio aire de la noche o la madrugada.
Entonces, solo entonces, a Pala se le infla el ánimo de leer como deberían leer todos los hombres: en quietud, levantando la cabeza. Sus pies, amaestrados ya, arrastran su largo cuerpo hasta la biblioteca, lo tiran sobre una poltrona individual —que es barca, potro o bicicleta— y al amparo de una larga lámpara cenital reinicia el último viaje, o emprende otro nuevo, montado en el lomo de un libro del azar que se llamará Espronceda, o Sor Juana, o Kundera.
“Yo tengo una necesidad de silencio muy grande; esa es mi pelea con esta sociedad tan escabrosa, bullosa, estruendosa. Tengo muy buena relación con el silencio”, dice, en efecto, casi en susurro. “Eso le envidio a los gatos: que vivan siempre en él. Una serenidad —hasta que hay un ruido— que percibo en ellos y que yo no tengo. Les envidio la capacidad de dormir a cualquier hora, y cierta dosis de individualidad que me parece, más que una desventaja, una cualidad. Ellos son esencialmente egoístas, y eso está muy bien”, sonríe.
Mientras sigo sus gestos, sus respuestas, aparece Chavela con aire fantasmal. Me deja acariciarla. “Tengo seis”, precisa Pala. “Bonsái, Masmelo, Chavela, Frida, Ágata y Romina, que al principio pensábamos que era un Romeo, pero terminó siendo Romina”. Entonces comprendo que Pala es algo así como un hombre-gato, o que al menos quisiera serlo. “En esta sociedad tan enferma por el ruido, tan incapaz de relacionarse con la quietud, es lo que más envidio de mis gatos: su vocación por el silencio”, dice con cierta lentitud y, al punto, recita a Borges: “No son más silenciosos los espejos”.
Y son los silencios de sus gatos los que acaban trasmutados en sus canciones, regiones en las que, al cabo del bondadoso paso de los años, reinan más que los sonidos. Los espacios sin bullicios de la vida son, sí, espacios para recrearse. Merodeamos ese pensamiento, entre risas pequeñas y reflexiones mínimas: a su juicio, Jaime Gil de Biedma es, de todos los nombres que se apretujan en su biblioteca, quien mejor sabe guardar silencio. “Escribió muy poco y decidió no escribir más; eso es un acto de valentía brutal”. Él y Juarroz: “Desde siempre supo que su voz era una. Es una poesía que no habla en primera persona; escarba en una visión más filosófica del mundo”.
La belleza desbocada
Eso es el poema. Punto. “Belleza desbocada donde nadie la espera”, escribió un día José Manuel Díez y Pala lo adoptó como credo. Sí, belleza desbocada como la de un caballo que, en el corazón de la noche, rasga la quietud de una enorme ciudad con el trémulo martilleo de sus casos; va desbocado, sin riendas, libre, brillante. Entonces convoco a Pala a la idea de Mutis: “El poema es el cotidiano sudario del poeta”. Él asiente con su cabeza. Ya nos hemos dado a la tarea de definir la poesía. ¡Vaya pérdida de tiempo! “Esta es una búsqueda inútil…”, interrumpe. Yo le digo que sí, que es una barbaridad. Se me antoja excusarme, pero… “…pero es una búsqueda que nos libera”, agrega. Yo, como entendiendo cosas que antes no, por poco y digo “amén”.
Jaime Sabines decía que la poesía no es más que un puente que conecta dos soledades: la del lector y la del escritor. Eso es lo que celebra Pala. De modo que se aventura, en medio de la charla, a endulzar más el pastel: “Creo que conecta más que eso. El poema te da luces para vivir un día, y eso es mucho más de lo que uno podría esperar”, parpadea. Nos acercamos al sitio del secreto: la poesía, la vida, lo cotidiano. De pronto brota, como Lázaro, casi desde la tierra, José Manuel Arango. “Pensá en él. Nos cuenta esta ciudad de manera tan hermosa, el amor, la piel de la mujer de manera tan cercana, tan cotidiana, sin necesidad de ninguna pose, en los hallazgos minúsculos diarios”.
El hombre es insaciable: algo busca desde sus orígenes y parece no encontrarlo. Digo “parece”, hasta que encuentra cosas livianas que develan lo enorme, lo supremo. Enorme y supremo como el poema que, en una canción o en una voz ajena, un día nos reventó los tímpanos del alma, que agrieta la piedra de hielo en que solemos convertirnos los hombres. Pala recita a Miguel Hernández: “Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte…”. Recuerda esos versos de dolor deslizándose, vibrantes, por la boca de Serrat, con el mismo delirio de los quince. “Yo todavía no supero esa canción”.
Se extiende mi diálogo con Pala. Pienso que, quizás, las personas amamos las canciones porque resumen, con efímera ternura, nuestras vidas en no más de cuatro minutos. Y amamos asimismo los poemas porque, en dos cuartetos y dos tercetos —por sugerir alguna medida— desenmarañan esa enredadera de misterios, de indecisiones, de dolores o miedos que cargamos desde la matriz. “Hablemos del amor, aunque las rosas deban acabar siempre en la basura”, cita Pala a Joan Margarit. Ese verso, dice, lo define, porque se sabe “pesimista de bandera, un hombre que cree que estamos condenados al fracaso como especie, que estaría feliz de saber la fecha en que nos vamos a extinguir y que, aun así, todos los días se conmueve con las cuotas de belleza de la vida”.
La entrevista
Mi plan era viajar hasta Medellín, entrar a la casa de Pala y dármelas de reportero —todo un hombre en sus cabales—. Pensé en honrar los cánones del periodismo (la entrevista seria y estructurada) y fracasé. ¿Qué emergió? Este experimento. Me preguntaba cómo traducir, a palabras escritas, una hora de franca conversación sin despojarla de esa aura que envuelve a un periodista cuando siente que conecta con su fuente, y me resultó imposible. En este punto, renuncio ya a la elucubración, a la insistencia sobre lo eminentemente poético, y dejo apenas retazos de Pala. Aquí los sirvo sobre la mesa:
Daniel Santa: ¿A qué sabe Medellín?
Pala: A lo único que extrañaba cuando estaba por fuera: a frutas. Este es un exabrupto tropical. A eso me sabe esta ciudad siempre… y a café.
Daniel Santa: Si los dioses visitaran la casa de Pala, como los dioses visitaron a Filemón y Baucis en el antiguo mito romano de Ovidio, ¿qué deseo les pediría?
Pala: Mi petición para los dioses sería una que apunta justo a cerrar ese círculo: más tiempecito, más tiempecito. Ese es el don que yo quisiera hoy. Vivo muy bien, muy tranquilo. Disfruto mucho mis días.
Daniel Santa: Si a Pala lo metieran en un cuarto con múltiples puertas, y la una llevara a ese remoto día del 12 de octubre de 1492 cuando Colón puso un pie en este lado del mundo, otra al momento en que Jesús es lacerado en su costado, otra a un naufragio, otra a una guerra… ¿cuál puerta tomaría?
Pala: Una puerta a un momento histórico… —agacha la cabeza quince segundos exactos—. No me iría muy atrás. Iría a un punto mucho más cercano que rompió nuestro país. Me hubiera encantado avisarle a Jorge Eliecer Gaitán que no bajara ese día. Me hubiera gustado irme a la Carrera Séptima para decirle: “Espérese un ratico” —tira una carcajada—. Posiblemente lo hubieran matado quince días después, pero no importa.
Te puede interesar:
Daniel Santa: ¿Qué sentido tiene el dolor en la vida?
Pala: Hay una combinación en mi vida, y es la que tiene que ver con mi hallazgo de que no considero real o posible ninguna deidad tal y como me la ofrecieron. Cuando me di cuenta de que podía abrazar el hecho de ser un ser perecedero, y tener, como las mermeladas, fecha de caducidad, eso hizo que mi percepción del dolor cambiara.
El dolor es justo lo que me permite darle una dimensión exacta a los momentos que no son dolorosos, que en mi afortunada vida son la mayoría. Si yo estuviera pensando en una vida más allá, en una recompensa, creo que no disfrutaría tanto, que no tomaría tan a conciencia el disfrute de los momentos alegres. Soy un tipo que me lo repito, lo verbalizo, lo escribo: “¡Carajo! Qué fortuna estar aquí esta tarde, en este lugar, cuando podría estar en una cama con dolor”. Podría estar sufriendo… el dolor para mí es la clave que me permite disfruta los momentos felices de la vida. Ofrece una tabla comparativa.
Daniel Santa: ¿Poesía sobre novela?
Pala: Definitivamente. Más por pudor que por cualquier otra cosa. He hecho intentos de escritura de textos de largo aliento, pero ahí ocurre el hecho inverso… recuerdo la afirmación de Fernando Vallejo cuando decía que se había dedicado a la literatura porque no había sido capaz de ser músico. En mi caso en particular es al revés. Me flagelé mucho tiempo pensando que era muy indisciplinado, cuando soy todo lo contrario.
Soy un tipo profundamente disciplinado, el asunto es que no soy capaz de mantener la concentración en un acto creativo por más de dos horas. Pero cuando ya desarrollé mi método… puedo empezar a trabajar a las seis de la mañana y terminar a las doce de la noche sin parar, pero en fracciones de trabajo de dos horas: dos horas en una cosa, dos horas en otra. Eso me dificulta plantearme proyectos de largo aliento como la novela. Por eso hago canciones, por eso escribo poesía.
Daniel Santa: ¿Cree en la inspiración?
Pala: Para nada. Me alineo más con lo que dice García Márquez en su prólogo a los Doce cuentos peregrinos: un creador se reconoce más por lo que desecha que por lo que publica. Si mi trabajo depende de que una musa me sople algo al oído, pues no habría ningún mérito. Quiero pensar que mi trabajo responde a un mérito, a un esfuerzo. Yo le dedico a mi oficio lo que le dedicaría un contador o un médico al suyo: mínimo ocho horas al día.
No diré más. Lo que quede por decir, que lo diga Pala:
Yo he sido un sibarita reincidente,
un prófugo de iglesias y escalpelo,
un Frankenstein que mezcla adolescente con abuelo.
Un man por Epicuro seducido,
un sátiro detrás de la belleza,
un top en mi deporte preferido: la pereza.
Yo pagué disparate con herida
y no aprendí a decir “remordimiento”.
Es más, cuando llegue la partida,
adjunto esta posdata al testamento:
“Ni de un puto retazo de mi vida me arrepiento”.