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Andanzas: jazz con sabor andino colombiano

Por: Luis Daniel VegaDesde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, la llamada música andina colombiana se ha transformado drásticamente. Con el establecimiento de la República, las élites buscaron símbolos de identidad nacional que encontraron en algunos ritmos propios, arraigados en fuentes populares. De esta manera, bambucos, guabinas y torbellinos se afianzaron como aires nacionales y se validaron en los circuitos de la música erudita, de salón y de cámara.

Por: Luis Daniel Vega

Desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, la llamada música andina colombiana se ha transformado drásticamente. Con el establecimiento de la República, las élites buscaron símbolos de identidad nacional que encontraron en algunos ritmos propios, arraigados en fuentes populares. De esta manera, bambucos, guabinas y torbellinos se afianzaron como aires nacionales y se validaron en los circuitos de la música erudita, de salón y de cámara.

Entre estos primeros “depuradores” aparecen dos figuras emblemáticas como Pedro Morales Pino y Emilio Murillo, quienes a principios del siglo pasado se apropiaron e incorporaron algunas músicas de raíces campesinas dentro de los códigos de la escritura musical occidental. Vale la pena aclarar que el pasillo, otro de esos ritmos asociados históricamente al devenir andino colombiano, fue una música urbana apuntalada por Murillo en sus primeras obras para piano inspiradas, a su vez, en la noción europea de la fantasía pianística.

Si bien las posturas emotivas de Morales Pino y Murillo encontraron férreos detractores como Guillermo Uribe Holguín –quien consideraba estas expresiones nacionalistas como incipientes e infructuosas-, y de folcloristas que veían con malos ojos el gesto modernizante, encontraron eco en personajes como Fulgencio García, Carlos Escamilla y Luis A. Calvo, entre muchos otros. Pese a la larga polémica que se tranzaron Holguín y Murillo en los últimos años de la década de los veinte, fue la exploración de este último la que definió durante décadas la anhelada tradición musical colombiana.

El legado de Murillo y sus colegas fue escuchado de manera masiva gracias a la llegada de la radio por allá en 1930. Más adelante, en los años cuarenta, la irrupción de la cumbia y el vallenato en las ondas hertzianas y la industria discográfica desplazó los pasillos y los bambucos sofisticados del panorama. Fue la oportunidad para que músicos como Francisco Cristancho, Luis Uribe Bueno, León Cardona y Efraín Orozco exploraran nuevas posibilidades y manifestaran encuentros insólitos entre pares continentales como el bolero el tango y el jazz.

Es probable que el compositor Efraín Orozco protagonizara uno de los primeros choques notables entre jazz y música andina. Nos referimos a “Mis flores negras”, grabada por el cajibiano a principios de la década de los cincuenta en Buenos Aires junto a la Gran Orquesta de las Américas, agrupación que dirigió exitosamente durante quince años. Su versión a ritmo de fox del sombrío pasillo fue prensada en un disco de 78 RPM por el sello RCA Victor.

Otro ejemplo temprano aparece en el disco Luis Rovira y su Sexteto (Philips, 1961), grabado en el estudio Suramericana de Grabaciones de Bogotá por el combo del clarinetista español Luis Rovira. Este registro crucial en el devenir fonográfico del jazz local esconde –en la coda de un popurrí conformado por canciones populares colombianas- una sincopada interpretación de la “Guabina chiquinquireña”. En aquella histórica ocasión, León Cardona resolvió con mucho swing el clásico de Alberto Urdaneta.

El desarrollo de lo que irresponsablemente podríamos denominar “jazz andino” es incipiente más no estéril. A mediados de la década de los noventa aparecen casos aislados en los primeros discos de Óscar Acevedo, Héctor Martignon –con su vibrante versión de “Coqueteos”- y Antonio Arnedo, quien en Travesía (MTM, 1996) incluyó “Andanzas”, un enrevesado pasillo en el que brilla el atrevimiento y la imaginación del guitarrista Ben Monder.

Por esos mismos años, un pianista bogotano nacido en 1968, revolucionó el panorama con su síntesis moderna –y a la vez nostálgica- de jazz, música de cámara y sonoridades andinas de raigambre popular y tradicional. La obra de Germán Darío Pérez- notoria desde 1992 cuando ganó el primer puesto en la modalidad instrumental del Festival Mono Nuñez- revela con sutileza la sincronía entre Oriol Rangel, Ástor Piazzolla y Bill Evans. Es el caso de “Muchas lágrimas”, una hermosa pieza para piano solista incluida en el disco debut del Trío Nueva Colombia.

Los rastros estilísticos de Pérez han ejercido una notable influencia en tres pianistas y un tiplista: Ricardo Gallo, Francy Montalvo, Diego Alfonso Sánchez y Lucas Saboya. Este último, alejado fugazmente del legendario trío Palos y Cuerdas, presentó en 2018 un disco revelador. Inusual en el formato, Cita en París muestra la faceta más jazzística de Saboya, quien vuela muy alto junto a un cuarteto intercontinental en “Camaleonte”, el popular pasillo del tunjano.

En los últimos veinte años, el “jazz andino” se ha manifestado de formas disímiles, contrastantes y arriesgadas. Desde Nueva York, Alejandro Flórez involucra la improvisación libre con abstractas formas de interpretar el tiple y la pianista Carolina Calvache, en otra orilla, se decanta por un estilo emparentado con la tradición afrocubana.

Puerto Candelaria –en sus dos primeros discos- reveló una lectura en clave humorística del abigarrado universo andino, mientras Inguna Quinteto se ha inclinado por la acrobacia progresiva. Se destacan, también, Juan Andrés Ospina y Carrera Quinta Big Band con sofisticadas creaciones para gran formato y, especialmente, el pianista sangileño Juan Pablo Cediel.

Luego de una temporada vibrante en la escena musical santandereana junto al Barbero del Socorro y Velandia y la Tigra, Cediel empacó maletas y se fue a vivir a Barcelona en el año 2009. Allí compuso una pieza titulada originalmente “Despedida”. La nostalgia, mezclada con el vértigo de la expectativa, fluyen en un bambuco melancólico en el que se destaca la sutileza de la base rítmica conformada por David González en el contrabajo y Jacobo Álvarez en la batería. La que después fue titulada “Autorretrato”, es la composición que abre Ambivalencia (Masai, 2017), su tercera grabación.

Nuestro recuento culmina en Barcelona, ciudad en la que vive el contrabajista villavicense Juan Pablo Balcázar. Su búsqueda estética –que bebe tanto del rock y el cancionero popular latinoamericano como del hip hop y el jazz- se ha traducido en once discos como líder. Chiva Quartet (Underpool, 2018), el más reciente de su provechosa cosecha, se concentra en algunas piezas emblemáticas del repertorio andino como “Gloria Beatriz” de León Cardona, “Camino de pozo azul” de José A. Morales, “Maestro Nicanor” de Oriol Rangel y “Vuela más que el viento”, el reconocido bambuco de Jesús A. Rey, que en manos de Balcázar suena renovado y alegre. Diferente.

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