Por: José David Oquendo Guerrero - Barranquilla, Atlántico
En el Atlántico, un departamento de innegable vocación agrícola y campesina, las huertas caseras son un asunto incipiente todavía. Durante la pandemia, quizá porque miles de familias dejaron de comer tres platos de comida diarios –según el Dane–, estas han venido posicionándose como una alternativa para sembrar productos de consumo habitual a cambio de una inversión asequible.
El sacerdote católico holandés Cyrillus Swinne, de 80 años, enemigo de los absolutismos, se muestra tajante: “No hay excusas para no sembrar”, sostiene, y como ejemplo señala aquella vieja sandalia donde prospera un pequeño toronjil, las viejas bateas que rescató de un arroyo y que hoy sirven de estanque para sus peces.
‘El padre Cirilo’, como fue rebautizado en Barranquilla hace 43 años, está a la cabeza de un grupo que echó raíces en el barrio La Paz con la consigna de revertir la dinámica imperante de violencia y pobreza. Entre sus obras está Casa Lúdica, inaugurada en 2016 por la entonces canciller María Ángela Holguín, que solía acoger a cientos de niños que recibían formación gratuita en arte y cultura general.
De todos los proyectos que había en marcha allí, la huerta es la única que se sostuvo a pesar del aislamiento que impuso el coronavirus. El mérito es de Ángel Otazua, mano derecha del padre Cirilo en lo administrativo, y a los hermanos Luis Manuel y Johan Mosquera, quienes durante los meses más críticos de la pandemia cultivaron y regalaron frutas y verduras.
Una de las consignas del padre es que todo sirve para sembrar. “Para mí no hay excusa válida. Es que todo sirve. Y aunque sé que mucha gente no tiene vivienda digna, casi todos nosotros tenemos en casa algún espacio para cultivar. ¿Que usted no tiene patio? Pues listo, seguro que su casa sí tiene paredes que sirvan para su pequeña huerta. Insisto, no hay excusa. Y menos en estos tiempos”, dice.
Su huerta es fiel reflejo de que todo objeto bien utilizado puede tener una segunda vida: a la entrada está guindada una vieja sandalia que alberga una pequeña planta de toronjil. A un costado, en fila, varias bañeras y bateas viejas que rescató de los arroyos y que hoy usa como criaderos de peces y para la siembra de plantas acuáticas. Más allá, una escalera de hierro que daba al segundo piso de su casa tiene todo tipo de flores en sus peldaños.
“Por eso decimos que la huerta nos permite ser integrales. Además de contribuir a la seguridad alimentaria e incentivar el amor por la naturaleza, hacemos énfasis en la importancia de reutilizar todo. ¡Este mundo es tan amplio que incluso las heces de ciertos animales nos sirven de abono! Obviamente, esto también lo aplicamos en Casa Lúdica: las bolsas y las botellas plásticas sirven de macetas o para mantener en remojo las lechugas”, explica Ángel Otazua, en tono emocionado.
Para los entrevistados, más que reinventarse, lo que hicieron fue adaptarse a una coyuntura compleja sin precedentes. Algo similar tuvo que hacer Manuel Jesús Zambrano Rojas, albañil de 62 años que se le midió a la jardinería porque la crisis sanitaria y económica no le dejó más remedio. Su nuevo trabajo consistía en desplazarse desde Soledad hasta el vecino municipio de Galapa todos los días y sostener la huerta de la Institución Educativa Francisco de Paula Santander.
Su sueldo íntegro fue asumido por la profesora Celia Trillos. Ella es la encargada de Química y Medioambiente. Por ende, entre sus funciones está la de dirigir a los alumnos que escogen el enfoque de educación sostenible, destacándose en el grupo Danna García, Laura Morales y Wendy Pájaro.
Danna se ha especializado en la siembra de huertas, para lo cual tuvo que aprender el uso de los suelos, algo inesperado para ella. “Nunca imaginé eso, yo pensé que solo era sembrar y ya. Así fue como empecé a descubrir otras cosas como el lenguaje de las plantas. No sabía que eso era posible hasta que lo experimenté”, afirma.
Similar sensación embargó a Laura Morales Montoya cuando se interesó, en su niñez, por las semillas. Le parecían tan frágiles e insignificantes hasta que en una clase comprendió que de ellas brotaba todo lo que tenía a su alrededor. Entonces empezó a estudiar cada detalle de ellas hasta reunir el conocimiento suficiente para enseñar a los alumnos de grados menores y a su propia familia, esta última fundamental para sostener la huerta casera en medio del aislamiento.
Tan delicadas como le parecieron a Laura las semillas le parecieron las mariposas a Wendy Pájaro. En su caso, el impulso inicial fue de cuidar y conservar. Para que el mariposario Gabriel García Márquez sea una realidad debe garantizarse un fino equilibrio entre la altura del lugar, la cantidad de luz solar y los cuidados desde que es una oruga hasta que sale del capullo. “Son seres muy especiales. Yo no pensaba que tanto. Por eso, cuando me gradúe del colegio, quiero dedicarme a ellas”, dice.
Las tres coinciden que la pandemia afianzó los lazos familiares en torno a la huerta. Todas tienen una en casa para cuyo sostenimiento han contribuido sus padres y hermanos, algo inexistente antes de que el Covid-19 llegara. Y ellas, por medio de la virtualidad, guían a los estudiantes menores en el proceso.
Tanto en la huerta urbana como en la rural hay un claro conocimiento del entorno. El medioambiente ha sido la excusa para superar barreras y forjar una generación de personas que luchen porque este tema se mantenga en el debate público, tomando como evidencia los resultados en la lucha contra la desigualdad.