Memorias de Álvaro Díaz Manrique, un rockero muy rolo: sexta parte
Entre el 18 y el 20 de junio de 1970 se realizó en el municipio de La Estrella, en las afueras de Medellín, el mítico Festival de Ancón. Parte de comité organizador estaba integrado por algunos miembros de Colinox Unidos, entre ellos Álvaro Díaz, quien nos cuenta en la sexta parte de sus memorias algunos fragmentos de aquellos días iridiscentes y alocados.
Ancón: todo un viaje
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A principio de los setenta, teníamos los Lunes del Teatro Popular de Bogotá, la única temporada regular de rock en vivo que durante esos años funcionaba en nuestra ciudad. Los programas de radio seguían siendo el sostén publicitario para nuestras actividades y el free lance con medios escritos, principalmente El Tiempo, ayudaban en la difusión de las mismas. Un fin de semana cada quince días abríamos el Auditorio al Aire Libre de Lijacá y dos sábados al mes, en horario matinal, hacíamos conciertos en teatros de los barrios. Esa actividad de alguna manera tuvo eco en Cali y Medellín.
Uno de esos días febriles se nos apareció un personaje antioqueño que estaba al tanto de nuestras actividades. Conocía personalmente a Humberto, a quien le compraba afiches, que luego revendía en su local donde también comerciaba discos de rock y otros artículos que adquiría en los almacenes del Pasaje de la 60. El lugar, cuyo propietario era Gonzalo Caro, se llamaba La Caverna de Carolo y era un centro de agitación del movimiento hippie en la capital antioqueña.
Gonzalo venía a Bogotá con el propósito de asistir a todo lo que nosotros estábamos promoviendo. Duró dos semanas en una suerte de tour rocanrolero cachaco. En medio de la comida de despedida, Gonzalo nos manifestó la verdadera intención de su visita: según sus palabras, estando de vacaciones en San Andrés el mes anterior, y “en medio de un viaje multicolor”, algo o alguien le dijo que debía realizar en Medellín un gran festival de rock y que quien más sino nosotros debíamos ayudarlo en el empeño.
¡Y mire dónde fue a parar Carolo!
Sin pensarlo mucho, y con el espíritu entusiasta que siempre nos acompañó, hablamos de fechas y de la responsabilidad que en adelante tendríamos para sacar adelante un festival de gran alcance en una ciudad ajena a nuestra capital. Ahora que lo pienso, era como una ironía. Pero así eran las cosas en mi vida por esos días.
Ya sentados en la mesa de ejecuciones, y aplicando el buen juicio al asunto por adelantar, despedimos a Carolo con tareas específicas: ¿dónde íbamos a realizar el evento?, ¿qué grupos de Medellín tocarían?, ¿qué permisos teníamos que sacar? Sobre todo, le encomendamos una misión importante: hacer escándalo y prender las alarmas de una ciudad –Medellín- conservadora, rabiosamente católica, anquilosada en viejas creencias, pero con una población joven, siempre inquieta y pendiente de la movida rockera. Por último, y quizás una de las tareas más importantes fue averiguar por la construcción del escenario.
En cuanto a nosotros, llenos de entusiasmo y, como siempre, sin un peso, pero rodeados de manos voluntariosas y dispuestas a colaborar, nos trazamos un plan de trabajo que comprendía, entre otros asuntos, la concreción de los grupos que viajarían de Bogotá. Además, teníamos que conseguir un equipo de sonido que cubriera las necesidades de 50 mil personas, aforo calculado en la proyección del evento. Si bien en Bogotá lo podíamos conseguir, el dinero de alquiler, traslado y seguros no lo teníamos. Fue así como Édgar Restrepo Caro, que conocía la industria discográfica y del entretenimiento en Medellín, sugirió el contacto de Hernán Vélez, músico e industrial antioqueño que fabricaba equipos de sonido para voces y para bajo, con una marca muy propia llamada “Losdehernan”. Este asunto lo manejó a la perfección Carolo, quien no solo consiguió el sonido para el evento y dos equipos de bajo, sino que al final se dio la maña para que no cobraran nada por el servicio.
El sonido en el escenario, el back stage como se le conoce ahora, fue toda una labor de convencimiento con los músicos bogotanos, pues se necesitaba un mínimo de dos equipos por instrumento y, por lo menos, una batería completa. Aquí debo reconocer la confianza y el afecto que generábamos con los muchachos y cómo eso se conjugó para poner en nuestras manos y llevar a Medellín sus bienes más preciados: amplificadores Fender, Ampeg y Vox. Cinco décadas después, les reitero mi agradecimiento por merecer su confianza. La cuestión es que Édgar y el suscrito logramos armar un sonido de orquesta de altísima calidad que respondió al tamaño del concierto.
Concentrados en nuestra labor, nos deslindamos de las noticias y de lo que empezaba a fraguarse en ciertos sectores de los medios antioqueños, aupados por la rancia oligarquía antioqueña: un rechazo visceral y agresivo a la horda de peludos marihuaneros, que, como una nube negra de perdición babilónica, se venía venir sobre la capital antioqueña con motivo del tal “festival de locos”. Ante la situación, Carolo ya se había ganado la primera mano, sacando de antemano los permisos y demás arandelas legales que habían sido acreditados por las autoridades de la ciudad. La colinería de todo el país con sus pelos largos, vestimenta multicolor, particulares olores y a ritmo de rock se tomarían la ciudad a mediados de junio.
A comienzos de junio de 1971 empezó la cuenta regresiva. Aseguramos el transporte por tierra para algunos músicos y los fervorosos ayudantes de siempre, esos que siempre estaban listos a contribuir por la causa. En la sede de Colinox Unidos, ubicada en la calle 23 con carrera 12 –en el local del artista gráfico Rafael Figueroa Vizcaya, un viejo compañero de estudios- salió un bus en el que solo viajó una banda completa: La Gran Sociedad del Estado.
Ese mes fue un volcán de actividades. Allí mismo en Colinox Unidos, la gente iba y venía, entre ellos Manuel Vicente Peña, conocido como Manuel V, quien arengaba y alentaba a los visitantes del local para que se motivaran y viajaran a Medellín como lo hicimos Édgar y yo en el camioncito de siempre, que manejaba el siempre solidario Hernando Suárez. Vino con nosotros Ferdie Fernández, el extraordinario guitarrista de Columna de Fuego, quien afrontó el largo viaje en un chinchorro llanero que acomodó en la parte trasera del vehículo.
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El lunes anterior al fin de semana que se tenía proyectado para la realización del Festival, emprendimos el viaje. Así que, como albaceas y guardianes de amplificadores y batería, emprendimos un periplo en el que nos demoraríamos 36 horas, según cálculos del capitán de la nave rocosa. Llenos de expectativa, ansiedad y el pálpito -que siempre acompañaba nuestras aventuras- de que todo iba a salir bien. “Lo que viene derecho no trae arrugas”, dice la sabiduría popular.
Hasta Calarcá todo iba bien hasta que tuvimos un desperfecto mecánico. Perdimos medio día consiguiendo un taller, arreglando el daño y cenando. El reto, según Hernando, era subir el Alto de la Línea de noche. Nada nos detenía en ese instante, así que emprendimos la colosal trepada a uno de los picos más representativos de la geografía colombiana, ascenso que conocía de oídas en las trasmisiones radiales de Carlos Arturo Rueda de la Vuelta a Colombia. Fue una experiencia inolvidable y de cuidados extremos que coronamos con éxito.
El resto del viaje, que debía ser de largo hasta la capital antioqueña, fue toda una odisea pues debíamos mantener despierto al conductor elegido, asunto que comprendía, radio a todo volumen y charla continua. En esas estuvimos hasta las goteras de Rionegro, en donde Hernando no dio más y tuvimos que parar a descansar. Nuestra recompensa fue un delicioso desayuno antioqueño, toda una novedad gastronómica en mí caso.
A media mañana del jueves 16 de junio hicimos nuestro arribo a Medellín. Mi primera vez en la Bella Villa fue emocionante pues a esa hora una enorme caravana de caminantes se dirigía al Festival. Llegamos a La Caverna de Carolo, que quedaba en el centro, cerca del Hotel Nutibara. Para nuestra sorpresa había peludos por todas partes. Según nos dijeron, desde el domingo anterior la ciudad había sido tomada por los colinos y existía una alerta general, incentivada desde los pulpitos de las iglesias medellinenses: “el diablo estaba vestido de juventud y rocanrol y fumaba yerba por doquier”, decían. Desde nuestra llegada, y luego de estirar las piernas por los alrededores del lugar de Carolo, notamos la represión contenida en los rostros de los lugareños: desaprobaban nuestra apariencia y nuestro pelo largo. Realmente les incomodábamos.
Dejamos la muda en la Caverna, ya habría tiempo de ir al hotel. En ese momento lo único importante era encargarnos de armar el escenario. Cancho –de quien nunca supimos su verdadero nombre- era un bacán solidario que puso al servicio del Festival su batimóvil. En cuestión de minutos nos llevó al Parque de la Estrella.
La primera impresión del lugar fue buena. Era un lugar amplio e idóneo para albergar bastante gente. Lo único que nos asustó fue que las columnas que iban a sostener la tarima y el escenario aún estaban secándose. ¡Qué vaina! Más no asustó lo que comentaron los ayudantes de Carolo. Según ellos, la noche anterior unos brujos de Itagüí habían rezado el lugar con el propósito de que el evento no se diera a lugar. ¡Increíble!
Regresamos a Medellín y esa noche descansamos, sabiendo que lo que se venía era trabajo en forma. A la mañana siguiente fuimos a El Colombiano y a las diferentes emisoras con el propósito de hacer mucho ruido. Recuerdo con especial cariño la Voz de la Música, emisora que trasmitió en directo los tres días del evento. El locutor, una persona que conocían en Medellín como El Grillo Toro, de vez en cuando decía, “aquí desde el Parque Ancón en La Estrella, transmitiendo para Colombia el evento más grande de Latinoamérica, Festival de Ancón, rock colombiano para el mundo”. Lo más curioso es que era un hombre de cincuenta años y el empuje de dos de veinte. Inolvidable.
El día de la apertura, y con la presencia de altas dignidades del gobierno local, el alcalde de la ciudad, doctor Álvaro Villegas Moreno, en medio de la humareda del acceso al escenario y del escenario mismo, dio por inaugurado el “magno evento de la juventud colombiana”, según sus propias palabras. En seguida, tuve el honor de presentar a Columna de fuego, quienes empezaron tocando su “Joricamba” que fue recibida con la alegría y el beneplácito de los cientos de colinos que, como si fuera una misa, habíamos asistido religiosamente al rito del rocanrol. Durante tres días fui el presentador oficial y el jefe de piso. Tan bien fue recibida esta banda bogotana que fueron contratados el viernes y el sábado en dos de las discotecas más reconocidas de Medellín.
Los coros de la “Joricamba” fueron uno solo. Por lo menos para mí, que ya tenía cancha en el asunto, era la primera vez que escuchaba tal entusiasmo por parte del público rocanrolero. En la apertura, Columna de Fuego estuvo conformada por Ferdie Fernández en la voz y la guitarra líder, Jaime Rodríguez en la guitarra rítmica, Marco Giraldo en el bajo y Roberto Fiorilli de la batería. Fernández no pudo tocar los días siguientes, víctima de un cacao sabanero ingerido en contra de su voluntad. Tal parece que unos hampones infiltrados se dedicaron a engañar incautos con las peligrosas semillas. Otro de los damnificados fue Manuel V, a quien le robaron su guitarra Teisco recién comprada y recién estrenada con Carne Dura, su banda. De ello tengo un triste recuerdo: ver deambular al llamado Presidente de los Hippies esperando encontrar lo perdido.
(Cartel)
Las leyendas que se tejieron alrededor del Festival dicen que dos jóvenes murieron intentando cruzar el río. Hasta el día de hoy nunca se ha confirmado tal suceso. Lo que si fue cierto es que hubo vendedores de aguardiente adulterado –asunto que logramos controlar poniendo en alerta a la gente a través de los micrófonos- y, como en Woodstock, llovió. Para algunos que desde Bogotá habían llevado su carpa, el lodazal resultó una contrariedad. Pero no fue grave. No detectamos malos viajes de LSD –que ya se conocía en estas latitudes-, ni mucho menos con marihuana.
Tras la inauguración con Columna de Fuego, se montó al escenario Hope, una banda bogotana que aprovechó la ocasión para despedir al soberbio baterista Danny Heller, quien regresaba a Washington con su padre, un diplomático estadounidense. Poseedor de una impactante presencia escénica, Heller se convirtió en un ídolo de los alumnos de los colegios del norte de Bogotá, ciudad en la que vivió durante cuatro años. Vale la pena mencionar acá a Augusto Martelo, bajista de la banda, y quien llegó a ser considerado como uno de los músicos más carismáticos del rock nacional.
Recuerdo el debut y despedida de Galaxia –banda integrada por antiguos miembros de Caja de Pandora-, a Terrón de Sueños interpretar emotivamente su himno a la amistad titulado “Búscate un amigo”, y, especialmente, a La Planta, agrupación que recogía un sentimiento antillano y le procuraba una sincopa rocanrolera, logrando captar la atención de la audiencia festivalera. Como anécdota queda la presencia de Martelo en las tres bandas: un registro que ningún músico logró igualar.
De los artistas antioqueños que tocaron en Ancón, viene a mi mente Fernando Zuncho, quien hacía un rocanrol con pinceladas de un country montañero. De los caleños, evoco ahora Los Monsters, una de las bandas que Carolo puso en la programación. Finalmente, La Banda del Marciano, integrada por Ernie Becerra, Guillermo Guzmán y Eduardo Sardino Acevedo, fue la que propuso el sonido más pesado, la más fuerte expresión del rocanrol de la época. La recompensa: un largo, sonoro y nutrido aplauso al final de su presentación.
La prensa nacional se hizo presente, unos para hablar barrabasadas e inventar historias que solo pasaban en sus calenturientas crónicas, y otros con la firme intención de reseñar los empeños de unos melenudos mariguaneros. Aquellos renegados del sistema fuimos reconocidos por nuestra capacidad de trabajo. Una de esas periodistas que no estaban sesgadas fue doña Gloria Valencia de Castaño, quien se dio la pela, en medio del lodazal llegó hasta el escenario y con profesionalismo adelantó su trabajo impecable de reportería que ocupó dos entregas de su programa semanal por el canal nacional de nuestra televisión.
Gonzalo Caro, el soñador, Humberto Caballero, el productor, Édgar Restrepo y Álvaro Díaz, realizadores, cientos de manos desinteresadas y maravillosas. Ese fue el equipo que estuvo detrás de Ancón. Hoy puedo decir, sin un asomo de pudor, que lo hicimos muy bien.