Por: Eduardo Otálora Marulanda
En Colombia hay actualmente un grupo significativo de escritoras que han construido una carrera sólida y que son apreciadas por su literatura. Sin embargo, siguen publicándose menos mujeres que hombres y se continúa con estereotipos de género como, por ejemplo, hablar de la “literatura femenina” (como si alguien le preguntara alguna vez a un escritor por la naturaleza de su “literatura masculina”).
Esta escasez de escritoras viene desde la conquista. Muestra de esto es que no se tiene noticia de cronistas de indias mujeres. La razón puede ser que muchas de ellas eran analfabetas y sus oficios se restringían al ámbito de lo doméstico. En esas condiciones era muy difícil crear obra.
Por eso, para encontrar las primeras autoras de Colombia hay que remontarse a la época de la Nueva Granada, más exactamente al periodo entre 1669 y 1727, en el que vivió Jerónima de Nava y Saavedra. De ella se sabe que nació en Tocaima y que a los 14 años entró al convento de Santa Clara, en Bogotá, donde estuvo hasta los 58 años. En 1707 empezó a escribir, por solicitud de su confesor, Juan de Olmos, un texto confesional que contenía visiones místicas cargadas de erotismo y en el que se presentaban las experiencias de un individuo que no era ella. He ahí el germen de la ficción que la ubica como una de las precursoras de la literatura en Colombia.
En estos textos Jerónima de Nava y Saavedra representaba imágenes tan potentes como la de que ella era esposa, hermana y amante de un Cristo celoso. Hay otros en los que el demonio, convertido en jovencito, la tienta y los ángeles y santos (entre ellos Santa Clara) la ayudan a no caer en el engaño. También se leen pasajes en los que la Virgen María le da de beber de su seno y ella lo hace gustosa:
“Estando un día en vísperas, mirando una devota imagen de Nuestra Señora del Pie de la Cruz, me parecía que me llamaba y decía: “Ven, hija mía". Y apretándome a su pecho, me daba de su pecho derecho su dulcísima leche y con amorosas palabras me decía: “Yo soi madre del linaje humano; en este lugar recogí a todos los huérfanos hijos de Eva, los quales, con gravísimos dolores, parí al pie de la cruz de mi Hijo. Y mi manto será sombra y protección de todos los pobrecitos pecadores. Ven, hija. Y sábete que no te doy el pecho izquierdo, sino el derecho porque mi hijo Jesús era el que gustaba de mamar de él, por la inmediación que tiene a mí [sic]”.
Uno de los rasgos de la obra de Nava es la percepción que tiene de sí misma, se ve como una pecadora que debe ser castigada. Esto es propio de la visión sobre la mujer que imperaba en la época (y continúa en nuestros días). Y todo porque, en su ejercicio de confesión, había llegado a los rincones de su personalidad (que todos tenemos y que hacen parte de lo que somos). Así descubre, por ejemplo, su sexualidad y eso la hace sentirse merecedora de castigos horrendos, creando imágenes impactantes que pueden, incluso, llegar a ser grotescas. En un pasaje en particular se presenta como una tortuga que ha perdido el camino y recibe con obediencia las órdenes de su confesor:
“Tortuga pesada y bronca, que con gran trabajo anda. Y todo mi anhelo era irme al lado, porque dejándome un ratico luego enderezaba los pasos a los peores caminos. Y así vi como me estaba mi confesor con un cayado, dirigiendo y apartándome, echándome a que anduviese por caminos limpios. Esto me causó tan terrible confusión y vergüenza que me parecía que no era digna de estar entre la gente [sic]”.
Jerónima de Nava y Saavedra falleció en el convento donde vivía enclaustrada. Sólo hasta después de muerta pudo mostrar su rostro en un bello cuadro que ahora reposa en el Museo Iglesia Santa Clara. Su vida y sus textos son una muestra de cómo las mujeres de los siglos XVII y XVIII podían aspirar a formarse y a escribir: recluidas en un convento y bajo la potestad de un hombre que les “encaminara las letras”. Es un camino doloroso, lleno de culpa y vergüenza, pero también es una forma de resistencia a esa sociedad que castigaba a las mujeres por pensar.