Por: Eduardo Otálora Marulanda
La historia de Francisca Josefa de Castillo Toledo Guevara Niño y Rojas, como era su nombre completo, empieza con dolor. Cuentan sus biógrafos que su parto fue difícil y que solo pudo salir adelante por la ayuda del padre jesuita Diego Solano. Quizás en ese momento se signa la entrañable relación de esta mujer con Dios.
También se dice que sus primeros días no fueron sencillos. Es más, se sabe que a los 15 o 20 días de nacida estuvo a punto de morir y que solo sobrevivió por la ayuda que le brindó un tío sacerdote. Él fue el único miembro de su familia que, años después, no se opuso a que ella entrara al convento. Y en esa relación con su tío se deja ver, de nuevo, la fuerza que tenía la presencia de Dios en la vida de Francisca Josefa.
Cuentan que era una niña caracterizada por su actitud ensimismada y melancólica. Es más, ella misma se describe así en su autobiografía: “Decían que cuando apenas podía andar, me escondía a llorar lágrimas [...] tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad; tanto que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aun de mis padres y hermanos”.
Los primeros acercamientos de la pequeña a la lectura los tuvo gracias a su madre, doña María Guevara Niño y Rojas, nacida en Tunja, pero de origen vasco. Luego la pequeña Francisca Josefa continuó aprendiendo por sí misma, hasta que estuvo en capacidad de leer, a los 14 años y luego de recibir la confirmación, los ‘Ejercicios espirituales’ de San Ignacio de Loyola y un libro de oración llamado ‘Molina’ (seguramente los ejercicios espirituales del padre Antonio de Molina). Por esa misma época el padre Calderón, su confesor entre 1688 y 1689, le pidió al papá de la niña que le permitiera ir a misa y comulgar. Quizás eso avivó en ella los deseos de hacerse monja, pese a la reticencia de su familia.
Finalmente, a los 18 años ingresó la convento de Santa Clara la Real, en Tunja, donde estuvo dos años como seglara y otros dos como novicia. Al principio, su vida en el convento no fue fácil por la envidia que generaba en sus compañeras, debido a las tremendas capacidades que tenía. Sus compañeras no podían entender la excitación interior e intelectual de Francisca Josefa y llegaron, incluso, a considerarla demente o endemoniada. Fueron tan duros esos primeros días que, según se cuenta, llegó a comer flores para calmar el hambre y se vio obligada a rogar la hospitalidad de una monja que la dejó quedarse en su celda. Pero por esa misma época logró entender el latín, lo que le permitió leer la Biblia. Este se convirtió de inmediato en su libro favorito y, sin duda, aquel que la iluminó y le marcó su camino como escritora, llenándola de historias, reflexiones e imágenes que, más adelante, se verían reflejadas en sus obras.
A los 23 años Francisca Josefa se hizo monja y, muy pronto, compró su propia celda, que por un lado tenía vista sobre la capilla y, por el otro, daba sobre un huerto con árboles frutales. Ese mismo año el padre Francisco de Herrera, su confesor entre 1690 y 1695, le mandó que escribiera los sentimientos que Dios le inspiraba y así nacieron los ‘Afectos espirituales’, una de sus obras más importantes.
Afecto 46. Deliquios del divino amor en el corazón de la criatura, y en las agonías del huerto
El habla delicada
Del amante que estimo,
Miel y leche destila
Entre rosas y lirios.
Su melíflua palabra
Corta como rocío,
Y con ella florece
El corazón marchito.
Tan suave se introduce
Su delicado silbo,
Que duda el corazón,
Si es el corazón mismo.
Tan eficaz persuade,
Que cual fuego encendido
Derrite como cera
Los montes y los riscos.
Tan fuerte y tan sonoro
Es su aliento divino,
Que resucita muertos,
Y despierta dormidos.
Tan dulce y tan suave
Se percibe al oído,
Que alegra de los huesos
Aun lo más escondido.
Al monte de la mirra
He de hacer mi camino,
Con tan ligeros pasos,
Que iguale al cervatillo.
Mas, ¡ay! Dios, que mi amado
Al huerto ha descendido,
Y como árbol de mirra
Suda el licor más primo.
De bálsamo es mi amado,
Apretado racimo
De las viñas de Engadi,
El amor le ha cogido.
Josefa del Castillo era una mujer agobiada por múltiples percances de salud. Sufría de constantes desmayos, sobresaltos emocionales, alergias, incluso psicosis, algunas afecciones cardíacas, mareos, pesadillas, cefalalgias, desarreglos gástricos y viruelas, entre otros males. Posiblemente por todo el sufrimiento que le provocaban situaciones, apenas tenía energía se volcaba en las palabras para encontrar consuelo en la escritura. Y escribía en lo que fuera. Hay textos de ella en sobres, libros de cuentas del convento y hasta en un libro viejo de cuentas de su cuñado, el gobernador José Enciso (conocido por esta razón como ‘Cuaderno de Enciso’). Estos papeles, como ella los llamaba, eran revisados por sus confesores para certificar que provenían de inspiración divina y no demoniaca. Así, su vida se fue convirtiendo en una sucesión de raptos místicos, seguidos de dolores corporales y de un agotamiento general. De estos ires y venires surgieron sus obras. Una de las más recordadas es su autobiografía, llamada simplemente ‘Vida’, que empezó en 1713, al parecer por indicación del padre Diego de Tapia.
La madre Josefa del Castillo murió en 1742, a los 71 años, asistida por el padre Diego de Moya. Este sacerdote, que predicó en sus funerales (lo que ella había pronosticado dos años antes), certificó la autenticidad de sus escritos y dio testimonio de que su cuerpo fue encontrado incorrupto al año de enterrada.