Los negros y negritas, las cucambas y los diablos bajaron este jueves danzando de espaldas por la empinada calle de Fátima hasta el altar alusivo a la fe católica, bajo un viejo árbol de algarrobillo, que queda justo al frente del cementerio central de Atanquez, en donde reposan los restos de cientos de víctimas de la masacre kankuama y todo aquel que se ha ido de este mundo desde estas estribaciones de la sierra nevada en Valledupar.
Cada una de estas manifestaciones dancísticas, propias de la celebración del Corpus Christi, se mezcla en una estela de colores, cascabeles, maracas y tambores, para rendir homenaje al cuerpo de Cristo. En Atánquez, por estos días, el sincretismo se profundiza y la gente celebra su fiesta más emblemática cuando el sol está más cerca de las montañas.
Es el regreso del Corpus Christi, que este año, con notable furor, permitió llenar todas las calles de este acostumbrado desfile, como no se veía en los últimos años, debido a la pandemia que ellos llaman ‘el mal ajeno’ y que no solo nos encerró a todos, también enterró a muchos. Por eso, los altares este año se multiplicaron y las paradas de los Palenques, con sus machetes de madera y sus murmullos; los diablos, con sus trajes llenos de espejos en la espalda y las cucambas con faldas de palma de iraca, se detuvieron con sus plegarias en las casas de los danzantes que ya murieron.
“Porque debo una promesa
y la tengo que pagar.
Porque debo una promesa
y la tengo que pagar”.
El coro de hombres y mujeres atanqueros danza a pleno sol por las angostas calles de su corregimiento, y se refieren a la Santísima Trinidad, a la santa majestad, a Cristo… confirman que cada uno de ellos paga una promesa y por lo tanto baila de comienzo a fin, en dos oportunidades, mientras el presbítero de la parroquia San Isidro Labrador preside la eucaristía, ante el santísimo sacramento del altar.
Bethoven Arland, escritor e investigador kankuamo, aseguró que desde el punto de vista indígena el Corpus Christi es una fiesta católica que se introduce en las dinámicas culturales kankuamas. “Los diablos’ es la expresión blanca, es cuando llega lo no indígena, es el polo del mal, así llegan los diablos. Todos los que hacen parte danzan en puntos específicos, no bailan en cualquier parte, donde vivió un danzante de hace mucho tiempo o donde hay espacios tradicionales que tenían que ver con las prácticas espirituales del pueblo kankuamo, y por eso hay que preservar esta fiesta”, exclamó.
Las cucambas, que eran pájaros que avisaban a Dios sobre la presencia de los diablos, danzan con palmas de iraca y sombreros de punta, de colores rojo y verde. Todo representa un simbolismo, una lucha centenaria entre el bien y el mal, que por fortuna tiene semillero.
El número de niños danzantes, en todas las manifestaciones, crece notablemente. Con ellos está garantizada la continuidad de esta tradición religiosa y étnica, en la cual el bien prevalece; los diablos siempre bailan de espaldas al Santísimo, sonando sus castañuelas.
Al llegar a la plaza San Isidro Labrador, que fue testigo de momentos dolorosos de violencia, los danzantes se quitan sus máscaras. Todos se parecen, todos son primos. Mindiola, Arias, Carrillo, Montero, Luquez, etc., todos emparentados por la sangre humana, seguidores de la sangre de Cristo y testigos de la sangre que se derramó en otros tiempos.
Los kankuamos son sobrevivientes de todo tipo de males y aún hoy siguen experimentando en paulatino retorno a sus costumbres, el meticuloso reintegro de su lengua indígena y el feliz reencuentro con la fiesta del Corpus Chirsti, que el próximo jueves se volverá a celebrar, en un momento al que le llaman la octava.