El caudal de Diana Burco: apuntes de un concierto en EE.UU.
Acompañamos a la artista colombiana en parte de su gira por EE.UU. Aquí rememoramos cómo resonó la música colombiana en la ciudad de Savannah, Georgia.
Antes de subir al escenario, Diana Burco les pidió a todos quienes la acompañaban en el camerino que se unieran en un círculo. Era el ritual de cada concierto. Luego de sacudir el cuerpo y soltar las posibles tensiones que pueden brotar en medio del montaje de un show, los presentes se tomaron las manos para conectarse con el viaje musical que estaban por ofrecer: uno por la música de acordeón, por el Caribe sabanero, por el Valle de Upar y por todo ese trasegar que de una u otra manera ha ido transformando y alimentando las músicas tradicionales y populares de Colombia.
Ese 27 de marzo, Burco se encontraba en otra sabana, en una que se escribe en inglés: Savannah. Una pequeña ciudad al sur de EE.UU., de poco menos de 150 mil habitantes –alrededor de 400 mil contando el área metropolitana– fundada en 1733; cuando el general James Edward Oglethorpe llegó como representante del rey Jorge II de Gran Bretaña, para ponerle freno a los españoles y franceses que se andaban estableciendo en territorios cercanos. En este lugar se llevaba a cabo un festival de música en el que se presentarían proyectos como Philip Dukes & Friends, Voices of Mississippi, Jorge Glem, Dee Dee Bridgewater & the Memphis Soulphony, entre otros.
Quizá el nombre del pueblo se lo pusieron por una comunidad indígena que se encontraba allí, los Shawnees, a quienes también les decían Shawanos o Savanos. O quizá tomaron la palabra que los españoles agarraron a su vez de la extinta lengua del pueblo taíno del Caribe, zabana, con la que se empezaron a referir a los grandes pastizales tropicales. Como sea, allí estaba Diana Burco, llevando con su acordeón el sonido sanjacintero de Carmelo Torres, su maestro, quien encarna con el paso del aire entre los fuelles de su instrumento la herencia cumbiambera de Andrés Landero. Allí estaba Burco, una mujer de Bucaramanga, viajera, amante de los viejos juglares, de Alejo Durán, de Juancho Polo Valencia, de Adolfo Pacheco, explayando su acordeón para seguir escribiendo esta historia que, como cualquier música popular, más que una historia es un organismo vivo.
El concierto arrancó con ‘Mala’, una canción que hace parte de su último disco Río abajo (2021), con el que la artista estuvo girando por EE.UU. durante un mes como parte del Center Stage, una iniciativa de la Oficina de Asuntos Educativos y Culturales del Departamento de Estado del país norteamericano. Con esta placa, que captó la atención del sello inglés West One Music Group, la santandereana consiguió una nominación a un Grammy Latino en la categoría de ‘Mejor álbum tropical contemporáneo’. Y con esta canción abría el que sería su último concierto de la gira.
‘Mala’, en la que solo suena la voz de Burco y su acordeón, es parte de un proceso de reconciliación de la artista con el vallenato. Una música que le llegó en forma de “canciones mágicas” que le mostraba su papá, pero que también terminó por causarle muchos cuestionamientos, debido a la transformación ética y estética que ha tenido en manos de sus más famosos representantes dentro de la industria.
“Quise hacer esa canción sola porque creo que soy yo la que tiene que luchar con esos sentimientos encontrados que me produce esta cultura (...). Hablo de la mujer, de cómo cuando un hombre hace algo no se ve tan mal, pero cuando nosotras lo hacemos nos juzgan terrible. Me burlo de eso”, explica la cantante y acordeonera.
La siguiente pieza que tocó en el Metal Building del Trustees' Garden, lugar del concierto, fue ‘Río Abajo’. Una canción en la que se materializa esa exploración sonora de la santandereana, que en su gira contó con los beats bailables y profundos de Mono Kike Milmarías, intrépido personaje dentro de la música independiente que le daba esa textura mística a la pieza. Se puede en este punto pensar en referentes como Mitú, Bomba Estéreo o Systema Solar, quienes a principios de este siglo vieron ahí un camino para traer las músicas tradicionales al presente y que fueran protagonistas de la pista de baile en cualquier parte del mundo.
“Sentía que estaba bordeando ese tropipop que me daba miedo (risas), necesitaba irme para otro lado así dijeran ‘esta vieja qué está haciendo’”, explica Burco al hablar de lo que significó buscar una ruptura con su anterior disco, homónimo, del año 2020. Reconoce, claro, los aportes de Carlos Vives y de su agrupación La Provincia en la construcción de un pop tropical que llevó la música caribeña a otros parajes. De personajes como Teto Ocampo o Iván Benavides que en los años 90 apostaron por encontrar nuevas vetas que derivaron en tesoros musicales como El Bloque de Búsqueda. Pero su mirada apunta hoy a otros horizontes.
Con ‘Río abajo’ se siente esa búsqueda, en la que hace un llamado a reconectarse con la naturaleza. También en una canción como ‘Canto más fuerte’, la tercera que interpretó esa noche, que en el disco grabó junto a la agrupación de San Basilio de Palenque Kombilesa Mi, metiéndole rap a la cumbia y haciendo eco en varios apartes de la lengua oriunda de este lugar y de esa larga historia de resistencia que carga de manera intrínseca. Durante esta gira, el cuero de los tambores vibró con el golpe de las manos de Danny Garcés, un percusionista, productor y clarinetista que aprendió del mismísimo Paulino Salgado Batata, personaje emblemático de Palenque y de una dinastía que en cada retumbe nos ha recordado que el tambor es un instrumento de liberación.
La noche siguió con “Thomasito”, una canción en buena medida en inglés que Diana Burco le escribió a su padre, a la persona que le mostró el vallenato. Al hombre que también ha tenido que cuestionar por esa estructura patriarcal que se construye desde la familia, pero con quien ha crecido para ir dibujando otros caminos posibles. “Es también un festejo de esta raza mestiza, de ojos marrones y piel morena”, explica la cantante. Y quizá rindiendo un homenaje a ese legado musical, la siguiente pieza que interpretó fue un cover de “La Paloma Guarumera” de Alfredo Gutiérrez, uno de sus artistas favoritos.
Aunque no era un público acostumbrado a mover la cadera, algunos se pusieron de pie y se lanzaron al ruedo. Otros tantos hacían el amague desde la silla mientras su mirada se mantenía hipnótica en los dedos de Diana oprimiendo los botones del acordeón. Con ‘Chekeru Cekere’ vino una descarga donde, si bien el referente más claro es el coupé-décalé, un tipo de música de baile popular originario de Costa de Marfil y de la diáspora marfileña en Francia, se siente un guiño a su tierra natal con unos pequeños destellos de ese golpe llanero: “Tengo un amorío con la música llanera fuertísimo. Este es un grito al amor libre y la necesidad de sacar los males para afuera”, cuenta la artista.
A esta canción le siguió ‘Bailo mi pena’ en la que rinde un homenaje a esa picardía del sabanero, a ese humor que le aprendió a músicos como Calixto Ochoa o Lisandro Mesa. Y es sobre todo un canto a su gran maestro, Carmelo Torres: un hombre que la recibió en su casa en San Jacinto, Bolívar, para enseñarle todo lo que rodea a la música de acordeón y de quien recibió la bendición para interpretar la cumbia del pueblo. “En esta canción hablo un poco de los pasajes que uno ha tenido con un hombre ajeno. No porque uno lo haya mirado, sino porque lo miraron (risas)”.
Con ‘Alta Marea’, el público escucha un acercamiento a las entrañas del bullerengue desde el jazz. Aunque con otras texturas, hace pensar en trabajos como el de la agrupación Alé Kumá, donde el contrabajista y productor Leonardo Gómez interpretó músicas de los litorales Caribe y Pacífico colombiano de la mano de leyendas como Paulino Salgado o la cantaora Etelvina Maldonado. En Savannah y durante la gira, el teclado estuvo a cargo de Camilo Vásquez, quien también desplegó todo su talento durante el concierto en la guitarra. Vásquez es un personaje renombrado dentro de la escena del jazz nacional, sea por hacer parte del Grupo Tres Butacas o por el quijotesco proyecto que emprendió con Colombia Jazz All Stars, donde buscó reunir los mejores músicos del país en este género.
Diana explica que con ‘Alta Marea’ terminó de entender que su disco era un viaje, un recorrido por las aguas de un río que se van transformando hasta desembocar en el mar: “Esta canción es llegar. Ser una mujer en alta marea, llena de emociones, de vivencias complejas. Ser una mujer que arrasa, que le canta al miedo, a los errores”, dice.
A esta pieza le siguió ‘Negra del sur’, la primera con la que se atrevió a silenciar en su cabeza aquellas voces que llaman a mantener los ritmos en un estado de pureza que no existe. Como resultado decidió meterle hip hop de la mano de Austin Dean Ashford, un músico y maestro en actuación y dramaturgia, con quien se conoció en OneBeat Colombia: un espacio para escribir, producir e interpretar música con compromiso social teniendo como base las artes. “Me atrevería a decir que hay cumbia blanca, cumbia mestiza y cumbia negra. ‘Negra del sur’ creo que hace ver que dos ríos que aparentemente están muy lejos, el de esta música y el del hip hop, se entrelazan en medio de lo que ha sido la historia de los afrodescendientes”.
El concierto va llegando a su final. Luego de manifestarle al público la capacidad de la cumbia para curar el alma, tocó ‘Cobarde’, seguida de ‘Azul Sabanero’, una canción que le escribió a los ojos de un extranjero: “Muchas veces uno se pega de unos ojos claros porque en la tierra de uno no los ve tanto. Aquí los tenemos marrones”, explica. Es la historia de un amor fugaz, de una mujer coqueta que se siente libre de expresar su sentir, acudiendo a esas formas picarescas del caribe y a ese embrujo de la mujer latina. Y, para cerrar con broche de oro, Burco tocó “Pedazo de acordeón”, la canción con la que Alejo Durán conmovió a todo un pueblo y se coronó como Primer Rey del Festival de la Leyenda Vallenata en Valledupar. Una canción que nos recuerda que, como juglar, el viaje de Diana continúa.
Confiesa Diana Burco que Río abajo es un disco que “no entendía mucho al principio”. Uno en el que sabía que quería explorar más los beats, no solo por el protagonismo que hoy tienen en el mainstream, sino por apostar por otras fronteras. Uno que se alimentó de sus pasos, de lo que ha visto, del amor y el desamor, de la belleza de los valles, sabanas y montañas de Colombia, pero también del dolor de un país convulsionado al que las ganas de cambiar siempre le cuestan vidas. Y eso fue lo que oyeron esa noche los asistentes a unos cuantos metros del río Savannah: un caudal sonoro cargado de ritmo y vida que por un momento se juntó con las aguas de ese lugar, sincronizando los latidos del público y logrando lo que como pocas cosas la música es capaz de hacer: hablar y unir más alá de las palabras.