Por: María Eugenia Durango
Hace 97 años, por el mes de agosto, llegaba un niño a la familia campesina Vásquez Arroyave, con el propósito de darle vida a las ideas que se dibujaban en su mente; de entregar su espíritu a cada línea en la que expresaba su profundo amor por la vida y respeto por la muerte.
Según él, podía traer a la memoria imágenes desde que estaba en el vientre materno, y percibir la sensación de que llevaría una vida muy buena. También, traer a la memoria recuerdos de sus primeros días, cuando era consciente de su existencia y se veía envuelto como un ‘tabaquito’ en su casa ubicada en la vereda de Singo el Chorrón, de Ituango, donde transcurrieron sus primeros años.
Fue la búsqueda de oportunidades la que le abrió un nuevo horizonte al pequeño Ramón Vásquez Arroyave. En compañía de su madre Ana Araminta y su hermana, emprendió un viaje por los caminos de herradura del norte de Antioquia para conquistar las calles de Medellín.
En 1926, con tan solo cuatro años fuera albergado junto a su hermana Margarita durante cinco años más, en un orfanato de religiosas ubicado en el barrio Villa Hermosa, donde estudió con el pintor Francisco Madrid, también niño e hijo de su profesora Imelda.En el albergue conoció a la beata Madre Laura Montoya.
“Cuando yo realicé por primera vez un dibujo, me preguntó la Hermana Laura y la Hermana Salomé ¿y ese santo quién es?, Porque le puse aureola, y yo les dije: este es el ‘Choracón de Quechús’ (el corazón de Jesús), porque en ese tiempo hablaba yo así, con la ‘ch’ de por medio”, contaba y sonreía el pintor y muralista que logró enternecer con su continua referencia a la cotidianidad infantil, y a quien se refirió el poeta de la raza Jorge Robledo Ortiz, como “un gran pintor con alma de niño”.
Su madre, que trabajaba en oficios varios, logró conseguir a modo de préstamo una casa de la sociedad de San Vicente de Paúl, en el barrio El Salvador, donde volvió a vivir con sus dos hijos.
A ella le preocupaba la insistencia de Vásquez en desarrollar su arte, porque pensaba que no le serviría de nada. Pero este antioqueño empezó a cosechar a muy temprana edad los frutos de su talento; es así, que desde los once años ya daba clases y a los dieciocho, becado, ingresó al Instituto de Bellas Artes de Medellín, donde fue alumno de Eladio Vélez.
“Era un genio, maestro entre maestros, muy rápido para dibujar y quien me dijo después de ver una pintura mía, que era una maravilla, y yo estaba de acuerdo con eso”, decía Vásquez.
Trabajó como publicista e ilustrador en los diarios El Colombiano, El Correo y La Defensa, donde propuso su estilo crítico e irreverente. Además, se desempeñó como docente y fue cofundador de la Universidad de Medellín.
Henry Gonzáles Velásquez, su alumno, afirma que lo que más pintaba el maestro era el óleo, pese a que dominaba todas las técnicas.
“El hacía una mezcla muy bonita con el óleo tradicional y los fluorescentes, haciendo unos acercamientos en cuanto a color en primer plano y ahí colocaba los tonos más vivos, a medida que se iba alejando la perspectiva en la distancia, los colores se iban diluyendo, haciendo un contraste muy bello”, comentar Henry.
El trazo de la línea del maestro Vásquez era segura, porque en cada una de ellas depositaba parte de lo que en él habitaba.
“Si al lienzo en blanco le hace falta el espíritu, entonces yo se lo pongo, por medio de la embrujadora línea como decía Belisario Betancur. Ese espíritu es mío, me lo dio Dios”, aseguraba el pintor.
Durante su carrera cuestionó la labor de los críticos de arte a quienes llamaba mentirosos.
En su estilo de figuras alargadas, al lienzo, al papel o al mural, representó la condición humana y perfeccionó temáticas como la infancia, los oficios, Don Quijote, la mitología, los paisajes campesinos, personajes de la historia y la literatura, figuras religiosas entre las que se destaca Jesucristo, los ángeles, entre otros. Su obra pone en escena atmósferas cromáticas llenas de fuerza, en las que manifestó su gran sensibilidad social.
En su producción artística se destacan entre otras, las obras realizadas en edificios estratégicos de Medellín como: Seis momentos de la raza antioqueña, que se encuentra en la Asamblea de Antioquia; Forjadores de artistas, en el Palacio de Bellas Artes; Primero el paciente, en el Hospital Pablo Tobón Uribe; Ciencia y libertad, en la Universidad de Medellín; Escenas infantiles, en el Hospital Universitario San Vicente Fundación. Pero, quizás la obra por la que se reconoce más a nivel nacional fue el fresco realizado en el Salón de la Constitución del Capitolio Nacional, que trabajó entre 1982 y 1986, en conmemoración de la Constitución de 1886.
“En principio lo tuvimos tan cerca y fue tan vecino y tan reconocido de todos nosotros, que casi, diría yo, se nos volvió parte del paisaje. Si él se hubiera ido a Europa y viniera cada año o cada dos años, hubiera tenido más atención mediática; con los días, con toda seguridad, su obra irá siendo más reconocida”, afirma Orlando Ramiro Casas, quien escribió el texto ‘Biografía mínima en tres partes de Ramón Vásquez’.
También, el Fondo Editorial del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia publicó en agosto de 2018 el libro ‘Ramón Vásquez, poeta del color y la línea’, donde se hace un “homenaje a la mano creadora del maestro la cual quedó plasmada en innumerables cuadros, murales e ilustraciones que dan cuenta de su poderosa imaginación y de la multiplicidad temática de su obra”.
Ramón Vásquez Arroyave, quien con su espíritu y su pincel representó la idiosincrasia antioqueña, afirmaba que la muerte no existe y, al igual que Milton, sostenía que “la muerte es la llave de oro que abre las puertas del palacio de la eternidad”.
Esas puertas se abrieron para el pintor a los 92 años de edad, el 14 de marzo de 2015, debido a un paro respiratorio. Son sus obras, entonces, las que seguirán palpitando su espíritu generoso con el que les dio vida.