Mario Vargas Llosa escribió lo siguiente en sus memorables Cartas a un joven novelista: “La disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio”.
Pocos párrafos más adelante agregó: “¿Qué origen tiene esa disposición precoz a inventar seres e historias que es el punto de partida de la vocación de escritor? Creo que la respuesta es: la rebeldía”.
Empiezo esta nota póstuma con este par de citas porque, creo, son las que mejor describen al Vargas Llosa que me deslumbró: un hombre trabajador que desconfiaba del talento y la inspiración; y, al mismo tiempo, un desencantado de su realidad que prefirió inventar mundos donde refugiarse.
Jorge Mario Pedro Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú, en 1936. A los 24 años dio su primer salto literario al mundo con La ciudad y los perros, una joya que recibió, primero, el Premio Biblioteca Breve y, luego, el Premio de la Crítica Española.
En La ciudad y los perros, Vargas Llosa exploró literariamente su experiencia de estudiar dos años de secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado, entre 1950 y 1951.
Ese periodo de vida le dio insumos, por un lado, para contar la realidad dolorosa del mundo castrense; por otro, para retarse técnicamente como escritor y empezar a ganar esa confianza que, más adelante, lo convertiría en uno de los referentes de la literatura latinoamericana.
De nuevo aparecen las dos características que, para mí, lo definían como autor: la disciplina y la rebeldía.
En 1966 Vargas Llosa publicó La casa verde, una novela que le mereció el prestigioso Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos y que le abrió la puerta, si aún le hacía falta, a que lo leyeran en Latinoamérica.
Tres años después publicó Conversación en la catedral, una obra técnicamente impecable y argumentalmente cautivadora. En esta novela se construye con inteligencia una escenificación de la corrupción moral y la represión política que vivió Perú bajo la dictadura del general Manuel A. Odría.
Siendo una novela tremendamente política, la trama y los personajes son tan cautivadores que todo se convierte en un impresionante mural. En cada página, que sería como una esquina de ese mural, se cuentan historias y Vargas Llosa nos deslumbra a los lectores con su habilidad técnica para entrecruzar hilos narrativos.
A partir de este punto, la carrera literaria de Vargas Llosa ya no tuvo vuelta atrás. Su destino fue el reconocimiento internacional y el éxito. Muestra más que merecida de esto fueron el Premio Príncipe de Asturias, que le otorgaron en 1986; el Premio Miguel de Cervantes, que recibió en 1994; y el Premio Nóbel de literatura, que le entregaron en 2010.
Hoy despedimos su cuerpo y nos quedamos con sus libros. La tristeza es mucha por las palabras que no escribirá, pero también la alegría por las que escribió. Solo basta recordar que una biblioteca nunca está de luto.