Rufo Garrido, el saxofón que inventó el recuerdo
Por: Jorge García Usta
¡Tipillos! -gritó Rufo Garrido-. Es hora.
Era su forma de decir que el baile terminaba: hora de volver a casa. En los prostíbulos legendarios del Viejo Tesca comenzaba a caer un alba rosada y triste, y el aire de lona percudida era movido por las intermitentes ráfagas de viento que venían de la Ciénaga de la Virgen. Garrido guardó, solícito, su saxofón, se alisó la camisa sobre los huesos y salió a la calle por entre borrachos y prostitutas derrumbados. La mayor parte de su vida nocturna había transcurrido entre esos seres que se daban a la noche con un frenesí amargo, y mientras él tocaba el saxo podía verlos vomitar o llevarse un cliente a una pieza y despacharlo en tres patadas, regresando para pedirle una canción y recordarle que él era grande y que su garganta venía de alguna vecindad con el cielo. Garrido les creía y los amaba. Amaba además el Viejo Tesca con su molienda de música, sus coloretes de escándalo y sus cuchilleros. Y había pintado las paredes de las cantinas con murales de su propia mano e inocencia. Y cerca de esos murales, las parejas seguían apretujándose mientras el saxo maestro ofrecía perpetuos sones de monte.
Los músicos de la orquesta lo siguieron hasta la Avenida Pedro de Heredia. Bromearon recordando los detalles de la última pelea, pero al llegar a la boca de su calle en Escallón Villa, Garrido se separó del grupo y comenzó a subir la loma. Muchos años después, siendo un anciano reposado dedicado a escribir relatos infantiles, le anunciaría al barrio que una madrugada cualquiera sacaría el saxo y los haría bailar a todos.
Rufo terminó de subir la loma, algo agitado. Su mujer, Margoth Martínez, despertó al tercer golpe en la puerta. Rufo la saludó con una murmuración cariñosa, se dirigió a su cuarto, y puso con aire casi mater¬nal el saxo en un rincón. Cumpliendo una antigua ceremonia domés¬tica, tan antigua como las otras costumbres de su amor, abrió la mano y le entregó a su mujer 4 pesos. Ella se quejó, dulce: "Mijo, trabajando tantas horas a tu edad para que te den ésto ¿Para qué lo haces?".
Rufo no contestó. Se sentía cansado y volvió al cuarto. Antes de acostarse buscó un lápiz y un cuaderno escolar, de tapa manoseada. Los colocó en la mesita de noche, se puso la piyama en la oscuridad y se acostó bocarriba. Después de las 4 de la mañana cuando su mujer se tendió a su lado, lo sintió tararear los pañales de una canción reciente, aún desconocida. Lo siguió oyendo. Luego, lo vió tantear el lápiz en la oscuridad. Y vió su rostro satisfecho, iluminado por las piltrafas de luz, cuando se inclinó para escribir las primeras notas.
En aquella lavandería
Cuando Rufo Garrido, el más grande saxofonista popular en la primera mitad del siglo en Cartagena, nació en El Espinal, el barrio era un refugio melancólico de negros y mulatos, donde pocos pensaban ganarse la vida con la desvalida andanza de la música, y la sombra de la esclavitud rondaba aún la memoria de los abuelos. Su padre, Víctor Manuel Garrido, se lo tenía reservado para dependiente de la próspera panadería que había puesto con los ahorros de su vida.
Sin embargo, los religiosos de Los Salesianos, cambiaron su adoles-cencia tranquila y sin ambiciones, al enseñarle los primeros toques de la ocarina, y se le abrió un nuevo cauce a las gracias del mulato. A pesar de eso, Garrido estaría durante 5 años desempeñando cargos y oficios que nada tenían que ver con su pasión principal. Herido de aburrimiento como secretario del leprocomio de Caño de Loro, a orillas de la bahía de Cartagena, le dijo a su hermano que un músico como él no tenía nada que hacer entre leprosos fantasmales en una aldea donde el sol era peor que en todas partes.
Meses más tarde, al otro lado de la región que apenas comenzaba a ver descuajado su perfil de selva, estaba el mulato encantado, eléctrico, tocando el saxo en la orquesta de Charles Butler, un jacarandoso negro sanandresano, que además de la orquesta, vivía de poner lavanderías de mano por los pueblos de las sabanas, para las que contrataba a las muchachas de los montes próximos.
Butler, visionario, supo enseguida que Garrido era otra clase de músico. Bastaba verlo emperifollar el saxo como un altar, chupar la boquilla como un pezón tenazmente deseado y soltar las amarras de la improvisación, hacer que el saxo doblara la rodilla, verlo llorar y narrar y guapirrear, y adquirir la condición de algo reverencial. Parecía magia.
Durante años, Garrido se quedó en Sincelejo, tocando en fiestas de familias y en los clubes exclusivos de entonces, y en sus bares grandes. Atosigados del bravo ron regional, los hacendados arrobados trataban de llenarle los bolsillos de billetes gruesos y Garrido los atendía con gentileza. Sin embargo lo más importante le ocurrió en una lavandería de Butler. Para un viudo joven y un enamorador obstinado como él, aquella fue una visión inquietante: miró a la mujer que lavaba piezas de paño, sin mirarlo, y miró sus pequeños y evasivos ojos gateados y le estudió los garbos.
El asedio duraría dos años porque ella consideraba que el negro, aunque honrado y celebrado, le llevaba demasiados años. Su resistencia no era infranqueable pero parecía fuerte. Garrido supo que iba a ser prolongada y por eso guardó su saxo -que no parecía efectivo para la conquista- y en vez de persistir en el asedio ciego, desempolvó mañas milenarias para seducir primero al padre, invitándolo a beber y a hablar de cosas del mundo, como dos viejos compadres.
Ella, mientras lavaba y se enteraba de las compañías de su padre, sabía de qué se trataba. Pero lo dejó hacer.
Oficios de la vejez
Lo que empezó siendo un escueto aprendizaje de ocarina y continuó con el ejercicio obsesivo del clarinete -con la guía de Ceferino Meléndez- en parrandas de amigos, se vería fugazmente interrumpido con la muerte de la primera esposa de Garrido, María Encarnación Anillo, a los 26 años. Pero la música era ya a finales de la década del 50 una pasión definida, e inclusive, rentable. El talento desmedido de Garrido era atribuido, al desgaire, por sus amigos, al cruce de sus ancestros: Víctor Manuel Garrido, su abuelo español, se unió a Termina Gamarra, una nativa de la región, con quien tuvo un solo hijo.
En los años 60 fue Rufo Garrido uno de los primeros músicos populares en ganarse 60 mil pesos en una noche de música, en Ciénaga, Magdalena. Y en ser contratado a domicilio, a cualquier hora del día o de la noche, cuando, atraídos por su fama, eran vistos automóviles de lujo estacionados frente a su casa en Escallón Villa.
Ya Garrido era un músico de renombre, con un haber de decenas de magníficas composiciones, oídas y bailadas en todas partes del país: "El Cariseco" -que terminaría de abrir las puertas de Bogotá, a la música costeña en 1957-, "El cebú" -su obra maestra a los 45 años, cuyas primeras notas fueron escritas en medio del calor abrasante de Montería-, "La palenquerita" -para cuya grabación utilizó una cantante palenquera que enseguida desapareció del mundo de la música-, "El buscapié" -en cuyo fondo se oye una palmada exacta dada por un Rufo guapachoso y aseriado.
Aún así, la prensa regional no se interesó por él. Para Garrido -un insistente pintor de paisajes idílicos, que increpaba a quienes, en vez de tararear, chiflaban el curso de la música, y jugaba dominó a tragos -aquello nunca importó demasiado. Quería, en cambio, la cercanía de los amigos de siempre: eternos músicos de la banda departamental, excelsos trompetistas alcoholizados, mohanes del alba urbana, con los que salía y que nunca dejaron de tratarlo como un maestro respetable.
Así lo sorprendió la vejez. Tranquilo, sentado en el patio de la casa de su hijo Marcelino, tocando la vieja guitarra que le servía para componer; boceteando los mismos paisajes de cazadores y yerbas bastas, oyendo porros y música clásica; revisando algunos matices de la voz del baladista venezolano, José Luis Rodríguez, "El puma". Y sobre todo, braceando en esa extraña y tersa dulzura que le despertaban los viejos lamentos del jazz.
La promesa del saxofonista
En aquellos años la perfección musical no era preocupación de los empresarios, pero Garrido siguió siendo un maniático de la perfección y sus prácticas se podían extender por horas o ser un ensayo rápido pero intenso. Esa forma del trabajo le creó una resistencia fuera de lo común para la ejecución del saxofón. Su solo de saxo en "El cebú" es el logro máximo de unos pulmones educados y de una cabeza que conocía la naturaleza interpretada.
Amaba lo que hacía y ni siquiera las largas caminatas por trochas para tocar en una vereda de nadie le hacía perder el humor. Después de los 50 años parecía conservarse tranquilo y distante como un guerrero de regreso, al que nada perturba. Tenía, como ya se decía entonces, el alma en paz cuando se retiró de la música. En los últimos años, -el pelo encanecido, los pómulos más mestizos- era la estampa del sabio de la música, una leyenda de 80 años que había retornado desde los cantos populares a la soledad de su terraza en Escallón Villa, a componerle canciones escolares a sus nietas.
En las tardes, a la hora en que el sol comenzaba a bajar y la calle adquiría el aspecto de un camino aldeano, entre árboles y sombras cordiales, Rufo Garrido sacaba su lápiz, y en vez de escribir música, cuadraba relatos infantiles que leía orgulloso, a sus nietos. Escribió varios, animados por el mundo de las aventuras rurales: cacerías de tigres, truenos milagrosos, y muertos que pedían agua y daban consejos.
Por ese retiro del mundo, nadie en el barrio le creyó cuando los ame-nazó con prender, a soplo de saxofón, el día menos pensado una pa-changa desde las cinco de la mañana. Pero un amanecer -de diciembre, al pie de la calle, estaba el viejo con el saxo prendido en los labios como el mismo niñito con hambre que seguía siendo. Subía la loma, llenando todo de música, mientras las mujeres que hacían la comida, en los patios, quedaban encantadas. El viejo terminó de subir la loma, rodeado de niños sorprendidos, y la fiesta imprevista terminó en imprevisto fandango hasta el mediodía. Su mujer lo veía rodeado de danzantes, otra vez fuerte, renacido el ímpetu de guerrero por la providencia del saxo y la alegría callejera, antes de entrar otra vez a la casa tocado por una breve tristeza.
Rufo Garrido comenzó a morirse, en silencio, un domingo común. Cuando su mujer volvió a casa, Rufo le dijo, con unos ojos extraños, que la estaba esperando porque tenía un dolor en el pecho. Se tomó un vaso de leche y se acostó. Cuando su mujer entró al cuarto a las 11 dé la noche, a recordarle que debía levantarse a orinar, lo encontró con las manos cruzadas sobre el pecho y la vista fija en el techo. Rufo le dijó sin mirarla que no tenía ganas de orinar y trató de incorporarse sobre la cama. Su mujer le reacomodó las almohadas y le volvió a preguntar cómo se sentía. Garrido le dijo: "bien", y se quedó otra vez mirando el techo.
A las 3 de la mañana sufrió el infarto. Sus ronquidos de puente de tablas que se rompe lento, llenaron la casa. Murió casi enseguida.
Habían tenido el último hijo cuando Rufo contaba 73 años. Poco tiempo después él, había ido a buscarla al puesto de comida que ella seguía manteniendo en el mercado de Bazurto, y le había dicho, con la inseguridad de un niño, que se sentía viejo y sin fuerzas, y que dejaba el saxo.
-Qué vas a hacer conmigo-le preguntó.
Ella ni levantó la vista de los fritos que amasaba, para responderle.
-Seguir.
El sonrió, leve. Luego, se puso a ver quién lo estaba mirando.