Su nombre de pila es Carlos Arturo Mosquera Asprilla pero es conocido como Charlie Black o Blackie por quienes transitan en inmediaciones del Carulla de la calle 98 con 17A en Bogotá. Es un lustrabotas que se sale del prototipo de otros colegas de oficio de la ciudad: es sanandresano, “negro”- como dice él mismo - casi bilingüe, no usa en su trabajo la tradicional caja de zapatos, su pelo es rasta, siempre lleva en la cabeza una colorida bandana, anda en bicicleta, le encanta la salsa y es también instructor de fútbol…sin duda, un personaje.
El ‘pana’ Blackie, hijo de papá bonaverense (de Buenaventura) y madre raizal sanadresana, quien lleva trabajando en este lugar como lustrabotas -o maquillador de calzado como prefiere que le digan- cerca de 40 de sus 63 años, llegó a Bogotá, traído no solo por un compromiso sino tal vez por ese espíritu libre que emana.
“Salí de San Andrés a Urabá a pagar el servicio militar. Dos años después, me metí a la escuela de Policía en Barranquilla. De allá me mandaron a Bogotá, a la Escuela de Carabineros en Suba. Eso me gustó mucho: ¡tener mi caballo y mi perro pastor alemán! Además tenía que ir al estadio El Campín a controlar los partidos de fútbol, y a mí me encanta el fútbol, entonces me amañé mucho hasta que ya me mandaron a patrullar las calles y a cuidar bancos, ahí la cosa ya no fue tan chévere, entonces me retiré”, cuenta.
Decidió entonces salir a explorar la ciudad y a rebuscarse la vida, así llegó a la Calle 72 con Avenida Caracas. “Me puse a caminar y de pronto pasó una señora y me dijo “qué pasa negro, estás como aburrido”, yo le dije acabo de salir de la policía y no sé qué hacer, ella me comentó que conocía a alguien que trabajaba en la campaña de López Michelsen, y que estaban necesitando gente. Me emplearon como cuidador de una casa de perifoneo ayudando con la papelería que llegaba de Medellín, pasó la campaña y como no ganaron, salimos varios, entre ellos unos amigos paisitas”, recuerda Charlie.
Se hace camino al andar
Sus nuevos amigos compraron una fonda llamada Los Arrieros que funcionaba en la calle 72 y lo contrataron como portero, estando allí, vio pasar a un joven lustrador de zapatos y le pidió que le lustrara los zapatos, “le puse el pie, vi cómo se esmeraba en su trabajo, y las cosas que utilizaba para limpiar los zapatos, eso me llamó la atención. Recordé que años atrás en una estadía en Panamá había conocido ese trabajo, aunque allá era diferente, los muchachos eran más elegantes, mejor hablados, y entonces dije: “ve, ¿y si me pongo a hacer eso? Es un trabajo digno”, rememora ‘el viejo Blackie’.
Se lanzó. Le compró la caja de embolar con todos los elementos a otro muchacho, y empezó a alternar su trabajo de portero en la fonda con el de lustrabotas cuando caminando por la carrera 15 con calle 85 tuvo su primer cliente, aunque también su primer enfrentamiento con sus ahora colegas que no veían con buenos ojos que llegara un intruso a invadir su espacio y generar más competencia.
“Yo no les paré bolas, me ubiqué en un espacio, compré un periódico, puse mi caja, al lado mi radiecito Sanyo donde escuchaba salsa y esperaba a mis futuros clientes y, aunque pasé dificultades, empecé a tener más clientes, entre ellos un señor que era gerente de un banco, que luego de un tiempo me dijo que lo trasladaban para la calle 100 y que por qué no pensaba en trabajar hacia ese lado, dudé pero arranqué aquí donde estoy ahora, pero sin sitio fijo”, cuenta.
Estando allí, pasó una señora que Charlie Black había conocido en San Andrés cuando de ‘pelao’, trabajaba en el Hotel El Isleño, que era la jefe de alimentos y bebidas del Hotel Cosmos 100 en Bogotá y le dijo que porqué mejor no trabajaba en el hotel, que ella lo acomodaba en el lobby donde podía estar más seguro, y arrancó para allá.
“Una vez, estando en el hotel lustrándole los zapatos a un gringo, y como más o menos le doy al inglés, “because I speak”, yo le estaba contando un chiste y el tipo se moría de la risa; al gerente le causó curiosidad y me propuso que al tiempo hiciera las veces de botones. Ahí ya era de frac, fui creciendo de cargo, pero empezaron las envidias, ya no me gustó y volví acá nuevamente a mi puesto, donde trabajo desde hace casi 40 años”, evoca Blackie.
Gambeteando y brillando la vida
Pero a Charlie Black, que explica detalladamente que su sobrenombre viene del inglés: “Porque como me llamo Carlos, que en inglés es Charlie, y soy negro que en inglés es Black, pues soy Charlie Black”, también es un apasionado por el fútbol, tanto así que intentó ser jugador profesional, entrenando en el Parque La Florida con Independiente Santa Fe.
Al principio, dice, “fue muy bacano, yo iba a divertirme, a jugar, pero me di cuenta de que lo hacía por “joder”, no tenía la disciplina y la dedicación que exigían, además ya estaba mayorcito, y eso es toda una profesión, me hubiera encantado llegar a profesional, pero no tenía el juicio, entonces mejor seguí mi camino de maquillador de calzado”.
No obstante, ese ‘gusanito’ del fútbol seguía ahí en su corazón, le surgió entonces la idea de montar una escuela de fútbol en Usme al ver que muchos niños de la localidad se metían en cosas “no tan chéveres”, se notaban descarriados, por lo que una manera de evitarlo era motivarlos con el deporte; ahorró dinero para comprar elementos y tratar de ubicarse en algún parque, así empezó ‘Jóvenes del Bosque’, el nombre con el que bautizó la escuela.
En medio de las charlas con sus clientes, a los que les comentaba de su proyecto, uno de ellos, Carlos Montoya, ingeniero de profesión, le siguió el juego y le dijo “mande a hacer los uniformes, compre balones, lo que necesite que yo se los pago”; esa valiosa ayuda le sirvió para fortalecer su idea, sin embargo, surgieron inconvenientes para continuar.
Pero, la vida, la bella vida, dice, lo acercó a otro profesor que dirigía Shalom Soccer, una escuela de formación deportiva que funciona en el Parque Gilma Jiménez en Kennedy donde los fines de semana Charlie Black es instructor, y donde cerca de 60 niños, niñas y jóvenes se preparan como deportistas y “como seres humanos porque nosotros también les inculcamos valores, les recalcamos la importancia del estudio y de ser mejores”, subraya.
Dejando huella
El pana Charlie, como muchos con los que trabajan por el lugar lo conocen, es un tipo chévere, recorrido, optimista y soñador. Cuenta uno de sus clientes, que lo conoció gracias a una hermana suya que le dejaba los zapatos para que se los arreglará- porque Blackie también es remontador de calzado- le comentó que a su lustrabotas, además de trabajar muy bien, le gustaba mucho la música salsa, algo en lo que coincidían, y que llamó la atención de su futuro cliente, aunque en ese momento no pasó de ser un comentario.
“Una vez, yo tenía una reunión de trabajo cerca a la calle 100 con 15, iba de afán y no había alcanzado a limpiar mis zapatos; me acordé de lo que me había dicho mi hermana y pasé por aquí, vi que mucha gente lo saludaba, me acerqué y le dije hermano necesito limpiar estos zapatos pero no tengo plata y la respuesta fue “fresco, después me paga”. Una confianza absoluta, me fio la primera vez, eso me dijo mucho de él”, comenta el entonces sorprendido cliente.
Además de que casi siempre de fondo en su radio sonaba salsa, género que ya se convirtió en tema de conversación cada vez que Charlie Black atendía a Omar, como se llama su cliente. “Él me preguntaba por artistas, por canciones, hablamos de rumba; en ocasiones yo pasaba y lo veía ensayando pasos, tarareando canciones, y contando sus historias de bailes en lugares de rumba; nos hicimos panas”, confiesa Omar.
Desde cuando compró aquel radio Sanyo que lo acompañó en sus primeros pasos como lustrabotas en Bogotá, la salsa es la compañía permanente de Blackie, solo que ahora ya selecciona la música y la guarda en una USB porque se aburrió de las emisoras.
En su despacho, como nombra a la estructura que le fabricaron gracias a otro de los aportes que le dio su amigo y cliente Carlos Montoya, guarda todos sus elementos de trabajo: los periódicos de ADN, algunas revistas o las cosas que a veces se les quedan a sus clientes, como el maletín que una vez dejó uno de ellos, que lo inquietó al principio, pues “era la época de Pablo Escobar, de las bombas; lo abrí con susto, y lo que había eran fajos de billetes, lo cerré y dejé ahí. Al rato volvió mi cliente, que trabajaba en una multinacional y llevaba ahí el pago de sus empleados, se lo entregué y él no lo podía creer. Le contó a la gente de ese acto, y así más gente empezó a conocer quién soy”, cuenta Charlie.
Las historias podrían ser muchas más, por ahora solo resta escribir que Charlie Black también es el padre biológico de tres hijos (dos de los cuales viven en Urabá, y el mayor, Joan Alexander, actual profesor de educación física, cuyo nombre se debe a que el año en que nació el huracán Joan azotaba la isla); y también padre “adoptivo” de dos hijas de su esposa Martha, a quienes ayudó a sacar profesionales.
Además es un sobreviviente que se salvó de morir luego de ser víctima de un atraco, gracias a que uno de sus clientes que trabajaba en el hospital donde lo trasladaron, lo reconoció y le prestaron la ayuda oportuna; Charlie Black es un tipo que disfruta sus recorrido diarios en bicicleta desde su casa en Madelena hasta su oficina en la Calle 98 con 17 A, que no concibe la vida sin la libertad que le da un trabajo donde él es su jefe y dueño de sí mismo, y que sueña volver algún día a su isla, a su San Andrés, donde tiene un “ranchito” y a donde volverá cuando ya no sea más maquillador de calzado, sino conductor de lancha.