Tres recuerdos cruciales atraviesan la vida de la cantante Lucía Pulido. Por un lado, la luna llena, gigante y roja de los atardeceres del Llano y, por otro, la llegada a casa de su padre, quien luego del trabajo, colgaba el sombrero en la pared y descolgaba la guitarra para cantar rajaleñas, guabinas, bambucos, joropos, cumbias y fandangos. Un tercero permanece ingrávido en su memoria: las canciones de Violeta Parra que escuchó en su niñez gracias a una chilena que vivía en Yopal.
A principios de la década de los ochenta partió de la capital de Casanare y se instaló en Bogotá. En respuesta a su fallido intento de estudiar en el Conservatorio, se unió a una tropa de bohemios cantautores que buscaban su personalidad en las músicas campesinas de los Andes y los Llanos colombianos. De allí surgió Iván y Lucía, dueto que dejó para la posteridad “Alba”, himno de la generación bogotana de los ochenta, basado en un poema de José Luis Díaz Granados.
En 1994, luego del éxito repentino de “Alba”, partió a Nueva York. Allí debutó con 'Lucía' (Gaira, 1996), un disco en clave de jazz latino, producido por el pianista Héctor Martignon e Iván Benavides. Su antiguo cómplice de canciones aportó una buena parte de las composiciones de este registro que, sin el ánimo osado de trabajos posteriores, le valió la entrada al difícil circuito neoyorquino de jazz.
El sofisticado sonido de su estreno discográfico le dejó un sabor agridulce que conjuró más adelante con un grupo llamado Fiesta de Tambores. Junto al percusionista Ihan Betancourt y el baterista japonés Satoshi Takeishi –quienes habían participado en su grabación anterior-, retomó canciones que había escuchado en viejos documentos fonográficos como la 'Colección Música Folclórica Vol. 1 Costa Pacífica de Colombia', y otros de Totó La Momposina y Estefanía Caicedo.
El repertorio estudiado en ese efímero laboratorio sonoro sirvió de base para un nuevo disco que se grabó en septiembre de 1998 en System Two, los legendarios estudios ubicados en Brooklyn, a donde llegaron, además de Takeishi y Betancourt, el contrabajista caleño Jairo Moreno, la chelista Michelle Kinney, el clarinetista Chris Speed y el trombonista Luis Bonilla.
Pasaron dos años antes de que fuera publicado definitivamente por el sello alemán Intuition Records. En ese tiempo sucedió algo inesperado que terminó de concretar un disco que, arraigado en las tradiciones del bullerengue, el joropo y el currulao, acentúa su carácter singular tanto en el jazz y la música de cámara como en cierto alegre y desprevenido experimentalismo.
En el marco de un encuentro de colombianistas organizado por la Universidad Estatal de Pensilvania, Lucía fue invitada a dar un concierto. Al término de su presentación, Manuel Zapata Olivella subió a la tarima y le dijo: “Tu eres como la mangosta mata culebra cascabel”.
Al simpático piropo, meses más tarde la cantante respondió con el audio de las sesiones y un mensaje en el que lo convidaba a redactar un comentario. El loriqueño hizo lo suyo y también bautizó el disco en cuyo librillo de presentación se pueden leer las siguientes palabras exaltadas:
“Contrario al sistemático despojo del acervo musical de nuestros pueblos, Lucía Pulido, cantante colombiana, y Satoshi Takeishi, percusionista japonés, lo han enriquecido con arreglos orquestales. En una palabra, nutrir y no expoliar lo acumulado a través de las generaciones. Canciones de vaquería y laboreo, pregones libertinos y ritmos de carnaval al margen de la esclavitud y la servidumbre. Además, lo más puro del sentimiento religioso frente a la vida, al amor y la muerte, suma del culto africano a los ancestros, culto amerindio a los difuntos y cantos gregorianos a Jesucristo, los Virgen, los Santos y las Almas”.
Desde título hasta el dibujo expresionista de Alekos que engalana la portada, 'Cantos religiosos y paganos de Colombia', nos transporta a lugares donde la palabra cantada es, al mismo tiempo, ritual y recurso artístico. Veinte años después de haber sido editada, confirmamos que la melancólica sensualidad de Lucía Pulido permanece intacta. Vale la pena mirar para atrás y descubrir esta joya ignorada del jazz colombiano.