Este artículo resume un análisis del profesor Mauricio Uribe López, director del Departamento de Gobierno y Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT de Medellín, en el programa ‘El Mundo es un Pañuelo’ de la Radio Nacional de Colombia.
Desde que la política exterior de Colombia se alineó incondicionalmente con la Alianza Global contra el Terrorismo liderada por Estados Unidos, el país postergó la agenda nacional que, a comienzos del siglo XXI, se consideraba necesaria para para superar el conflicto armado y generar condiciones para el desarrollo y la paz estable y duradera en los territorios.
La retórica que antepuso la seguridad y la defensa como condición necesaria para el crecimiento económico, la estabilidad democrática y la inserción de Colombia en el mundo, desplazó de la agenda pública decisiones urgentes para superar las raíces locales del conflicto armado; por ejemplo, conflictos por acceso a la tierra, por usos del suelo, por distribución de la propiedad rural, por concentración improductiva de la tierra, por el desempleo o por la secular pobreza rural.
Relegar el interés nacional de Colombia frente al de Estados Unidos es una constante histórica, con raíces en el ‘Respice Polum” (Mirar al Norte) del expresidente Marco Fidel Suárez (1918-1921), el mismo que contrató en el exterior la confección de los uniformes que los militares colombianos usarían en la conmemoración del centenario de la Independencia.
La subordinación de la política nacional a los intereses de los Estados, incluso en contravía de sus ciudadanos, tiene muchos capítulos. Entre los recientes, el arribo al país de una unidad militar élite (SFAB, por sus siglas en inglés) que fue anunciado por la embajada de los Estados Unidos y no por la Cancillería o el Ministerio de Defensa; el apoyo al candidato de Donald Trump para la Presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que rompió el pacto no escrito de reservar ese cargo para un latinoamericano; y la persistencia en la fallida fórmula de fumigación con glifosato de los cultivos de hoja de coca como método para combatir el narcotráfico.
En política exterior nadie puede estar en contravía de mantener una relación de amistad y colaboración con Estados Unidos. Cosa distinta es la sistemática subordinación de la política nacional a los intereses de los Estados Unidos, como ocurrió durante el gobierno del presidente Andrés Pastrana cuando la respuesta al conflicto armado quedó claramente inscrita en la lucha contra las drogas, bajo la consideración simplista de que, acabando el narcotráfico, se acabaría el conflicto armado. Tal era la fundamentación del Plan Colombia que se implementó en simultánea con el proceso de negociación con las Farc-Ep en el Caguán.
Con el presidente Álvaro Uribe la política exterior se insertó en la cruzada global contra el terrorismo, escenario en el cual la lucha contra las drogas era un escenario más en medio de las “guerras preventivas” que auparon la vulneración masiva de muchos derechos —el derecho a la intimidad, por ejemplo— para garantizar la seguridad colectiva, como bien lo plasmó la Ley Patriota en los Estados Unidos. La participación de Colombia en la cruzada global contra el terrorismo cambió la lectura sobre el conflicto armado colombiano.
El plato estaba servido para el candidato que encarnó la rabia nacional contra las Farc-Ep, cerró los mecanismos de negociación del pasado y ofreció una salida militar y que, como gobernante, aprovechó la enorme ventaja de no tener que justificar el uso de los recursos del Plan Colombia directamente contra la guerrilla sino como recursos de la cooperación en la cruzada contra el terrorismo local.
De la visión simplista que explicaba el conflicto como resultado del narcotráfico pasamos a la visión igualmente simplista de que enfrentábamos una amenaza terrorista, no un conflicto armado interno. Por esa vía, se intensificó la guerra contrainsurgente y se pospuso la negociación política hasta el arranque del gobierno de Juan Manuel Santos, quien asumió afirmando que no había tirado las llaves de la paz.
La visión integral de la agenda de negociación de La Habana fue compatible con la de quienes habían explicado el origen y expansión del conflicto armado como el resultado de un conjunto complejo de cadenas causales; con quienes explicaban el narcotráfico como un subproducto del irresuelto problema de la cuestión agraria; y con quienes habían señalado algunas características de la configuración social de la economía política colombiana, como éstas:
La incapacidad de nuestro aparato productivo para incorporar en la economía formal a buena parte de la población económicamente activa. A lo largo del siglo XX y lo corrido del siglo XXI no se ha logrado un proceso de generalización de la relación laboral. Esto significa que la informalidad genera un abundante ejército disponible para la guerra y la delincuencia.
El sesgo anti-campesino de nuestro estilo de desarrollo que está muy relacionado con la elevada concentración de la tierra —superior al 0,8 en términos del coeficiente de Gini— y con la incapacidad de la economía rural para incorporar productivamente a la población.
El complejo proceso de expulsión sistemática de la población más allá de la frontera agraria, lejos de los mercados y del Estado. Hay factores como las economías de enclave que generan riqueza, pero no bienestar para la población, o sea, procesos de acumulación excluyente, como lo han demostrado los trabajos de Jorge Iván González y otros investigadores. Y, además, las bonanzas (legales e ilegales) en territorios donde la capacidad de regulación del Estado es muy débil.
Fallas en la gobernanza y el ordenamiento territorial. El Alcalde en un municipio pequeño es un representante estatal débil contra los factores reales de poder que ordenan y gobiernan a su modo. Debilidad asociada, sin duda, a gestión y políticas territoriales de desarrollo inadecuadas, a la corrupción en la provisión de bienes públicos y a la reproducción de las ventajas y desigualdades que afectan a los grupos en situación de vulnerabilidad.
Buena parte de la apuesta de Colombia en estas dos décadas se buscó en los dividendos supuestos o reales de los tratados de libre comercio (TLC), como los suscritos con Estados Unidos y la Unión Europea que, en buena medida, dieron la espalda a la propuesta que desde la década de 1990 presentó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL): el regionalismo abierto, con economías de escala y complementarias.
Los TLC con países débiles son asimétricos y no son propiamente de libre comercio porque están llenos de mordazas a las políticas de desarrollo industrial y agropecuario, a la vinculación de la ciencia y la investigación a los procesos productivos, y a las políticas sectoriales.
En todo caso, la firma de tratados asimétricos no es una práctica nueva. En 1922 Colombia, cuando Colombia esperaba la indemnización por la pérdida de Panamá, el gobierno firmó un tratado comercial con Estados Unidos que concedió ventajas arancelarias al país del norte, casi sin ninguna contraprestación.
El profesor Gabriel Poveda Ramos afirma que ese tratado es una de las causas del retraso colombiano en la producción de bienes de capital. Nadie puede estar en contra del libre comercio, pero no puede éste hacerse, con acuerdos tan asimétricos. La política exterior haría bien en rescatar la propuesta del regionalismo abierto.
Una consideración final. El fracaso rotundo de la intervención de Estados Unidos y sus aliados en Afganistán debe servirnos de espejo en Colombia. El Estado no se construye mágicamente con una intervención externa o un diseño externo impuesto desde arriba hacia abajo. El sociólogo histórico Charles Tilly ha explicado cómo la construcción de los estados nacionales en Inglaterra o Francia, por ejemplo, no fue obra de los Tudor o del cardenal Richeliu, detrás de un escritorio.
La construcción de nuestro Estado debe responder a procesos endógenos, de abajo hacia arriba.
Nuestro reto y responsabilidades es pensar cómo construimos institucionalidad en los territorios. Ese es un propósito transformador en los acuerdos de La Habana, echado a pique infortunadamente por el incumplimiento de los compromisos o la forma mediocre en que han sido implementados.
La construcción autónoma y endógena del Estado nacional es un objetivo que, en todo caso, no se logra buscando enemigos en todas partes y a toda hora. Bastará con reconocer adversarios, intereses y conflictos. Es lo propio de la vida democrática. Un adversario es alguien con quien, en algún momento, hay que pactar reglas básicas de convivencia, renunciando al lenguaje medieval de la guerra justa que hace tanto daño porque si la guerra es justa el enemigo es injusto y, por tanto, la única opción es exterminarlo. (Fin/CCH).